Carlos Andrés Escudé era una muy buena persona. Esta afirmación, que debiera constituir una altísima ambición para muchos de nosotros, sirve apenas de introducción para una personalidad como la suya, admirado y criticado en proporciones equivalentes por quienes hemos transitado el mundo de las relaciones internacionales.
Junto con un talento académico difícil de equiparar, ejercía un carácter frontal de conflictos casi permanentes, no siempre necesarios aunque invariablemente útiles. Salvando las distancias, veneramos como próceres a intelectuales como Sarmiento o Alberdi, olvidando deliberadamente sus facetas a menudo agresivas, para rescatar de ellos solo un perfil edulcorado propio de un Billiken tardío, pero en verdad fueron ferozmente combativos, incluso entre ellos.
No sé cuánto valorará la posteridad a Escudé dentro de unos años, pero seguramente habrá de registrar esa dualidad de un carácter pasional en un cerebro racional, como pocos en su disciplina. Mientras tanto, Carlos deberá iniciar su descanso admirado por muchos y vituperado por otros, ese rasgo tan propio de la Argentina imbécil de la grieta en que vivimos.
No conozco a fondo la totalidad de su vasta trayectoria académica en el país y en el exterior, donde fue alta y justificadamente reconocido como teórico de las relaciones internacionales del mundo, no solo de Argentina. Lo que puedo aportar es mi testimonio personal de un período interesantísimo de nuestra historia en que me tocó trabajar codo a codo con Escudé, en días inolvidables, con recuerdos muy agradables y discusiones hasta la madrugada. Pero siempre aprendiendo.
Max Weber articuló un salto copernicano en la ciencia política de su tiempo, pero puesto a tratar de practicarla, no pudo avanzar más allá de posiciones mucho peor que secundarias en la burocracia de su ciudad. Y Alberdi murió pobre y enfermo esperando una embajada en Europa que finalmente se otorgó al primo segundo de un estanciero influyente. El pasaje de las cumbres del pensamiento a la práctica concreta suele resultar sumamente difícil, cuando no infructuoso.
Eso sucedió con Carlos, cuando Di Tella lo tomó como asesor en la esperanza de formar un equipo que pudiera llevar a la práctica muchas de las brillantes propuestas de Escudé. Si se analizan los ocho años y once meses del período de Guido, varios de sus aciertos contaban con el respaldo teórico volcado por Carlos en sus obras y en su condición de asesor del canciller.
Infortunadamente su carácter lo impulsó a numerosos choques y cuando, a los pocos meses, finalmente renunció, él mismo nos manifestó que la acción política no era un ámbito donde se encontraba cómodo. Regresó a su amado ámbito académico y al CARI, desde donde continuó siendo útil a la política exterior de Argentina y al país en su conjunto. Sus aportes fueron muchos, pero voy a detenerme solo en dos de ellos.
El primero, nuestro perfil de voto en las Naciones Unidas. A lo largo del proceso militar y de la muy digna pero a nuestro juicio errada administración exterior del doctor Alfonsín, Argentina se había cristalizado en un antinorteamericanismo cerrado, indialogable. Botón de muestra, nuestro perfil de votaciones anuales sobre numerosísimos temas en las Naciones Unidas: de alrededor de 170 países solo cinco (Yemén Sudán y otros semejantes) votaban más en contra de EE. UU. de lo que lo hacía Argentina. Ciento sesenta y cinco coincidían con Washington (y Occidente) más que nosotros, incluyendo a personajes como Gadafi.
Semejante polarización tectónica solo podía explicarse desde una muy particular visión del antimperialismo por delivery que solo conseguía aislarnos del mundo que más nos convenía y cuya eventual hostilidad podría perjudicarnos mucho, militando un des-alineamiento automático a cambio de poco más allá de las gratificaciones emocionales de una asamblea universitaria, Menem y Di Tella dispusieron abandonar esa hostilidad sin beneficios y pasamos a votar como los países que más se nos parecían. Ese trabajo de hormiga, voto por voto, tema por tema, nos fue encargado junto a un pequeño grupo de diplomáticos de carrera, con gran protagonismo de Carlos Escudé. Repito, solo como muestra, se trató de quizá el mayor aporte práctico –no solo teórico- de Carlos en el corto tiempo que trabajó con nosotros, y su resultado, con lo que tiene de simbólico frente al mundo, se constituyó en una de las pocas políticas exteriores de estado que aún conservamos hoy: más de un cuarto de siglo y siete gobiernos después, Argentina vota en las Naciones Unidas de manera semejante a Brasil, Chile, Uruguay, España y tantos otros. A partir de entonces, los que siempre habían mantenido una política de des-alineamiento automático pasaron a acusarnos, era cantado, de un alineamiento automático. Y Escudé, que sonreía, debe sonreír todavía.
Mi segundo testimonio tiene que ver con la Historia General de las Relaciones Exteriores de la República Argentina, obra nada menos que en quince tomos que Carlos me invitó a codirigir luego de irse del Ministerio y a cuya confección se convocó a destacados académicos y practitioners de la especialidad. Escudé sintió siempre esa obra como un retoño propio y le enorgulleció mucho la enorme cantidad de consultas de sus textos por internet, con un éxito docente que ya la va convirtiendo en un clásico. Me ha tocado hablar en países en principio insospechables de estudiar el realismo periférico y que a la hora de las preguntas aparecieran inquietudes sobre la vida y obra de Escudé. En la mejor tradición vernácula, mucho menos hostilizado fuera que dentro de la Argentina, Carlos cumplió cabalmente con el mandato de que, si uno quiere que el mundo lo escuche, debe escribir sobre su aldea. Se acaba de morir, pero va a tardar mucho, mucho en irse.
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