El mundo occidental estaba perfectamente organizado. Un fuerte predominio de las economías capitalistas exitosas en los países más desarrollados, una inmensa mayoría de democracias deliberativas asentadas por muchos años, sistemas de contención social medianamente eficientes en el llamado primer mundo e incluso, un diseño unificado y articulado para enfrentar eventuales conflictos, como el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas o la OTAN.
De lo que carecía, y quedó a la vista, es de mecanismos adecuados para enfrentar una pandemia misteriosa, generada por un virus desconocido, que condujo a los gobiernos a vulnerar los principios elementales de su estructura, de sus propios pilares de funcionamiento.
La libertad es un sistema de contención social. En occidente, las personas valoran su libertad. Pueden tener mejores o peores años en lo económico, pueden mostrar progresos tecnológicos impresionantes o estancarse, pero la gente es libre. Para circular, para expresarse, para integrarse. De hecho, en Europa no hay fronteras ni controles migratorios. Simplemente uno toma un tren en París y a la mañana siguiente se despierta en la estación de Milán, baja de la formación y se dirige a donde sea que vaya sin que nadie le pregunte que hace allí.
Pero el virus destruyó ese sistema de vida en 2020. Enfrentar un toque de queda en París genera un caos social. No es lo mismo ordenar a las personas que permanezcan todo el día en sus casas en Wuhan que en Londres. Desde la masacre a Tiananmen, los ciudadanos chinos simplemente obedecen, pero los londinenses, los neoyorkinos y los romanos quieren ser libres, el encierro no es opción, pone a los países en una crisis sistémica.
Por otro lado, en occidente, la economía depende de la actividad de las personas. Los peluqueros hacen cortes si se cumplen dos condiciones: una sustancial es tener el local abierto y la otra, no menos trascendente, es que las personas que tienen el pelo largo hayan podido ganar dinero vendiendo en su librería, atendiendo su estudio jurídico o prestando el servicio que ofrezcan para su sustento. Esta cadena de actividades entrelazadas sostienen la economía occidental, más no es lo que ocurre en China, por ejemplo, donde el Estado se ocupa de todo.
A consecuencia de todo lo dicho, las gobiernos autoritarios se han mostrado mucho mas eficientes para controlar la pandemia, que los democráticos. Las decisiones tomadas fueron perentorias e inmediatas, y la obediencia a las mismas, absoluta. En las democracias occidentales todo resultó debatido, por las dirigencias y por las personas, como debe ser, por otro lado.
El virus además, golpeó duramente las economías occidentales. La llamada Zona Euro cayó en promedio 7,5%, Reino Unido se desplomó 11,2%, Canadá aguantó bastante bien, cayó 5,4% y los Estados Unidos, luego de una caída brutal en el segundo trimestre, y una recuperación récord el resto del año, sólo caerá un 3,7%. ¿China? Creció casi 2%. Si se observa la tabla de Perspectivas de la OCDE, 2020 muestra a todos los países en rojo (es decir, en caída), salvo uno que está en verde: China.
La pandemia Covid demolió al mundo occidental también moralmente. Ver como en los países mas desarrollados se amontonaban cadáveres en camiones de mudanzas y las instituciones médicas no daban abasto para responder a la demanda, generó pánico. El cierre apresurado de actividades y el confinamiento en países como la Argentina, respondieron al terror que generaban las imágenes que nos enviaba el mundo desarrollado: si eso es lo que pasa en Nueva York, con su tecnología y riqueza, que nos esperaba acá.
Los gobiernos enfrentaron una dicotomía crucial: si no encerraban a la gente y limitaban las libertades, temían una masacre viral y tras ella, el repudio social al manejo de la crisis. Pero si la encerraban y le impedían trabajar o estudiar, la factura de los pueblos estaría relacionada con la pobreza y la falta de un futuro. En todo caso, ninguna medida garantiza que no ocurran ambas cosas.
Difícilmente el gobierno Chino enfrente un problema político por la cantidad de muertos, o por encerrar a la gente. En definitiva, tampoco enfrenta elecciones. Si alguien hubiese pronosticado la derrota de Donald Trump en enero 2020, hubiese corrido el riesgo de ser atendido en una institución mental. La economía norteamericana era pujante y briosa, y sus libertades civiles gozaban de su mejor esplendor, dos valores que la sociedad norteamericana valora como sustanciales. Pero, aún contra la voluntad de su presidente, Estados Unidos en buena parte se cerró, su economía cayó, el empleo se desmoronó, las libertades se conculcaron. El virus generó una enorme confusión, y por fin, cambió el destino de la primer potencia occidental: modificó el resultado cantado de las elecciones estadounidenses.
Las teorías conspirativas que argumentan que voluntariamente el virus se diseñó y se distribuyó, se parecen demasiado a una película de ciencia ficción, pero los resultados son inobjetables: occidente de rodillas, sacrificando sus valores, su desarrollo económico, mostrando sus falencias científicas para combatir el virus, desnudo y frágil; y China de pie. Algo nos estamos perdiendo.
*El autor de director Ejecutivo de Trust Consultora