No recuerdo quién fue, sí que cuando me enseñaron a escribir alguien me habló de lo importante de nunca hacerlo ni muy enojada, ni muy arriba. Sin embargo esta madrugada de fin de año, tal vez veinte años después de aquellas lecciones, escribo entre la euforia. Ya me indigné, ya corté clavos, ya bajé, ya volví a subir, ya aplaudí sola a una “indecisa”, a dos, ya le grité al televisor, ya no dormí, ya lloré, y de todo eso está rellena esta euforia.
Escribo embarazada y con la certeza de la pared de concreto que divide un embarazo deseado -tan deseado- de la tortura que puede significar la maternidad cuando no podés o cuando no querés. También de alivio está rellena esta euforia, y así escribo ahora, sabiéndome futura madre de una nena que no sabrá lo que es ser tratada como una delincuente por decidir su proyecto de vida y no tendrá que pagar con la vida el precio de elegir.
Pienso en ese futuro, en esas generaciones que desde hoy tendrán el derecho a decidir en libertad, y en el mismo movimiento pienso hacia atrás: en nuestras abuelas, en nuestras madres, en nuestras suegras, que en estos años de debate se arrancaron del cuerpo la etiqueta de criminales y pecadoras y se atrevieron a hablar de sus abortos en la mesa familiar. Que ellas, que en muchos casos no pudieron ni contárselo a sus propias madres, hayan podido romper el silencio con nosotras también es un lugar del que ya no habrá retorno.
Pienso en el final de la década del 70 y recuerdo el relato de Dora Barrancos -la reconocida socióloga e historiadora feminista, hoy de 80 años- y del día en que usó estas tres palabras para contarme su segundo aborto: “Fue una carnicería”. Recuerdo la historia de memoria: que ella y su marido estaban en el exilio, que ella ya criaba a tres hijas, que no era momento para otro. Y que fue sin anestesia, en una especie de “clínica del Dr. Cureta”, que terminó en una hemorragia, que cuando le vio la desesperación a su marido -médico- creyó que se iba a morir.
Pienso en la década del 80 y recuerdo la historia de Silvia -hoy licenciada en Gestión de Políticas Públicas, 62 años y madre de dos hijos- que me habló de sus dos abortos en el living de su PH coqueto, en Flores: uno, cuando era veinteañera y soltera, tras una relación ocasional en un viaje. El otro cuando llevaba tres años de novia, sí, pero el corazón de su vida de pareja no era la reproducción sino la militancia y el trabajo social.
Silvia no se desangró ni corrió los riesgos que se corren en los llamados “abortos de la pobreza” pero hoy traigo de regreso su relato porque engloba a los que escuché en muchas mesas familiares en estos años de “despenalización social”: “Yo quería estudiar”, “ya teníamos dos hijos chicos”, “quería apostar al trabajo”, “era un novio pasajero”, “no teníamos un mango”, “con papá no estábamos bien”.
También lo traigo de regreso porque me hace acordar al relato de Zulema Yoma, que contó que con su entonces marido decidieron hacerse un aborto cuando Carlitos era bebé. ¿Por qué? Porque “con Menem teníamos una muy mala relación”, le contó ella a la periodista Mariana Carbajal. De eso hablamos cuando hablamos de hipocresía y doble moral: de no haber estado en coma, el mismo Menem hoy habría votado en contra.
Pienso en la década del 90 y pienso en Celeste Sibiglia, que era madre adolescente cuando decidió hacerse ese aborto a escondidas de su mamá, católica ferviente. Ella sí empezó a desangrarse y cayó desmayada en la calle. Sé que es una gran madre -y no sólo de sus dos hijas biológicas sino también de la hija de su ex pareja, a quien adoptó como propia de adulta-, y pienso cómo las historias con voz propia derriten los mitos. Celeste no se quiso suicidar después de aquel aborto, no quedó traumada, nunca se sintió una “mata bebés”.
Pienso en un aborto más cerca en el tiempo, hace 10 años, y elijo el de Natalia Oyarzo, que tenía 19 años, vivía en una pensión y terminó comprándole a un dealer en Plaza Constitución un tercio de las pastillas que necesitaba, por lo que llegó al Hospital de Clínicas con un riesgo multiplicado: a morir por la infección que podría haberle provocado un aborto incompleto y a ir presa si se daban cuenta de que no había sido espontáneo. Pienso en este año también, plena pandemia, y qué decir, si en abril murió una joven de 22 años en Pirané, Formosa, y en noviembre murió en Córdoba una mujer de 40, también por un aborto séptico.
Elegir hoy uno por década, claro, no es casual. Es una forma de mostrar, por si alguien quería seguir simulando lo contrario, que los abortos existieron siempre, existen hoy y seguirán existiendo en el futuro: el futuro que va a habitar mi hija Nina, tu hija, nuestras hijas, las amigas de nuestras hijas, nosotras.
Pero que gracias al enorme trabajo de la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, los feminismos, las voces de quienes se animaron a contar sus abortos en los medios a pesar de la ilegalidad o en la mesa familiar, ninguna de ellas sentirá la vergüenza, el estigma, el terror de verse obligadas a seguir, el miedo a morir y a dejar chicos huérfanos o el miedo a morir por elegir que sintieron nuestras abuelas, madres, amigas, nosotras, durante tantos años de clandestinidad.
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