Las muy razonables dudas sobre la vacuna Sputnik V

A pesar de que en pocos días comenzará la campaña de aplicación en todas las provincias, la información técnica publicada por el laboratorio ruso ha sido muy escasa

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Un soldado del Ejército ruso
Un soldado del Ejército ruso se aplica la vacuna Sputnik V

Este martes, algunos argentinos protagonizarán un hecho de dimensiones que trascienden a nuestro país. Ellos serán los primeros en recibir en su organismo la vacuna Sputnik V, si se exceptúa a quienes viven en el área de influencia del gobierno de Vladimir Putin, entre ellos a los voluntarios que ya se la aplicaron como parte del proceso de investigación previo a la autorización para su uso masivo. Antes de la Argentina, la Sputnik V fue suministrada a ciudadanos de la Federación Rusa y de la República de Bielorrusia, un estado sobre el cual el gobernante ruso ejerce una tutela directa.

El hecho es tan trascendente que habilita a formular una primera pregunta. En un mundo ávido por acceder a una vacuna, donde todos los gobiernos son presionados por sus sociedades para llegar lo antes posible a ese milagro, ¿por qué la Argentina es la primera? Esa pregunta ofrece dos respuestas posibles: llega primera gracias a la clarividencia, rapidez y audacia de nuestros dirigentes, o llega primera porque los demás son más serios y cuidadosos respecto de qué medicamentos le suministran a su población.

La simple formulación de esa pregunta es un hecho delicado. Las campañas de vacunación tienen éxito si son masivas. Cuando, en cambio, lo que domina es la duda, puede ser que mucha gente se resista a vacunarse, y entonces la campaña fracase. Frente a un hecho de esta magnitud, la cobertura periodística se enfrenta entonces a un dilema con riesgos evidentes. Plantear dudas puede debilitar un proceso necesario y urgente que salvaría muchas vidas. Pero no plantearlas, en cambio, puede favorecer conductas por las que se podría perder, o arruinar, otras vidas. Dilemas de este tipo se plantean en el periodismo frente a muchas otras situaciones: una guerra, donde es muy importante la cohesión nacional; una corrida de depósitos, dónde la difusión de la verdad puede potenciar un drama social, y así.

En este caso, el debate sobre la vacuna rusa estuvo enmarcado, en las últimas semanas, por un fenómeno que, desde hace varios años, domina el escenario público argentino: la grieta. Muchas personas, periodistas, científicos, medios de comunicación, se alinearon en la defensa de la Sputnik V porque se trata de un proyecto impulsado por el Gobierno. Y otras hicieron lo contrario. Como era impulsado por el Gobierno, había que desprestigiarla. Nada de eso debería ocurrir. Si una vacuna sirve, debería aplicarse sea quien sea el que lo hace. Y si no sirve, no. El debate debería obedecer a criterios más serenos, técnicos y racionales.

Esa dinámica llegó hasta el paroxismo en las horas previas a Navidad, cuando se transmitía desde canales y radios oficialistas el despegue de un avión, su aterrizaje, la carga de una caja en una bodega, o su descarga, con música épica de fondo, como si se tratara del cruce de la cordillera de Los Andes, un triunfo de Rocky Balboa, o el gol de Maradona contra los ingleses. Ya no estaba en juego un tratamiento médico sino la patria misma. Los sitios oficiales del Ministerio de Salud se plegaron a ese tono.

Para evitar las dudas y la mala praxis, la comunidad científica internacional establece procedimientos bastante claros. Esos procedimientos fueron los que permitieron confirmar o desechar estrategias terapéuticas para enfrentar al Coronavirus. Emmanuel Macron fue el primer presidente que respaldó los intentos que se hicieron en su país con la Hidroxicloroquina. La ciencia demostró que no funcionaban. Donald Trump difundió que se curó de coronavirus gracias a un tratamiento de anticuerpos monoclonales y lo recomendó en su tono, es decir, ampulosamente. El problema era que el tratamiento costaba 600 mil dólares por persona. Los organismos más prestigiosos del mundo desaconsejaron, por ahora, la aprobación de la vacuna que desarrollaron Oxford y AstraZeneca, entre otras razones, porque dos de los nueve mil pacientes que la recibieron desarrollaron una grave enfermedad neurológica (uno de ellos ya padecía una enfermedad relacionada).

Si estas cosas –y muchas otras—se discutieron pública y abiertamente, ¿por qué sería antipatriótico formular preguntas acerca de la vacuna Sputnik V?

La principal incertidumbre que rodeará al operativo que arranca esta semana es que los datos de la vacuna no han sido publicados. ¿Qué significa esto? En condiciones normales, cuando termina la fase 3 de la experimentación, quienes desarrollaron la vacuna están obligados a someter sus resultados ante el resto de la comunidad científica. En este caso, por razones de emergencia, hay consenso en aprobar de emergencia y publicar cortes preliminares antes de completar incluso la fase 3, que es lo que están haciendo los fabricantes de las vacunas más avanzadas en su investigación. Esos resultados deben ser muy precisos.

¿Cuál es el número exacto de personas que formó parte del experimento? ¿A cuántas de ellas se le aplicó la vacuna y a cuántos el placebo? ¿Cuántas personas contrajeron la enfermedad en uno y otro grupo? ¿Cuántos murieron en el proceso? ¿Cuál fue la causa de su muerte? ¿Cuántos desarrollaron otras enfermedades? ¿Por qué ocurrió esto? ¿Cómo fue segmentada la muestra por edad y por sexo? ¿Cuáles fueron los resultados en cada uno de esos segmentos? ¿Cuánto tiempo de observación tuvo cada uno de los vacunados? En las agencias de evaluación de los países centrales, por ejemplo, se exige que los vacunados tengan al menos 2 meses de seguimiento con posterioridad a la aplicación de la segunda dosis de la vacuna.

Una vez que esos datos son difundidos, la comunidad científica tiene distintos procesos para evaluarlos. Uno de ellos es la publicación en revistas de prestigio internacional, previo a una auditoría por parte de un grupo de científicos de altísimo nivel, que los revisan antes de autorizar su inclusión. Otro de los caminos habituales es el de someter el medicamento, o la vacuna, ante las agencias de regulación más poderosas y prestigiosas del mundo, como la Food and Drug Administration norteamericana, o la European Medicines Agency, quienes difunden los informes técnicos que respaldan su aprobación. De hecho, la ANMAT, en la Argentina, considera un elemento muy definitorio que la FDA o la EMA aprueben un medicamento o una vacuna.

Nada de todo eso ha ocurrido aún con la Sputnik V. Los científicos que asesoran al Presidente sostienen que es inminente la publicación de los resultados en The Lancet, una de esas prestigiosas revistas científicas. Algunos de ellos pronosticaron que la publicación se produciría en la semana que acaba de concluir. Eso no sucedió. Otros dicen que los resultados se publicarán en los próximos veinte días. Ojalá: eso despejaría algunas dudas importantes. La pregunta que se desprende de ese anticipo es: ¿por qué entonces no espera el gobierno unos días, hasta que la publicación de los datos sea un hecho? Eso no cambiará la evolución de la pandemia y sería mucho más acorde a los procedimientos que ha establecido la ciencia. Si The Lancet publica, como muchos esperan, eso responderá las preguntas en un sentido. Si no lo hace, las responderá en sentido contrario. Y gran parte del ruido que genera dudas se apagaría.

No hay publicación de datos aún. No fue aprobada por ninguna agencia de regulación independiente de la Federación Rusa. Frente a estas fragilidades, el Gobierno argumenta que la vacuna tiene la recomendación de la ANMAT. “La ANMAT es un organismo de prestigio más allá de la Argentina”, “los equipos técnicos de la ANMAT son del más alto nivel del mundo”, “si la ANMAT la aprueba, seré de los primeros en aplicármela”, se ha escuchado decir en estos días. Son afirmaciones, naturalmente, que merecen un debate. La ANMAT es un organismo técnico que está conducido por políticos designados por cada Gobierno. Algunas personas creen en su infalibilidad. Otros recuerdan algún escándalo reciente -previo al cambio de Gobierno- donde se permitió la circulación de medicamentos que estaban prohibidos en el exterior, y pese a la advertencia de los técnicos.

En este caso, su trabajo se desarrolló bajo presión. Basta recorrer los hechos para percibir que el Gobierno aprobó la vacuna bastante antes que el ANMAT: se sabían fechas, cantidades, y procedimientos muchas semanas antes que el organismo recomendara la autorización de la vacuna. Esa recomendación apareció con una oportunidad notable: justo un día antes de su arribo a Buenos Aires. El documento por el que la ANMAT aprueba la vacuna tiene apenas dos páginas y un párrafo. No se difundió el estudio técnico ni se explicaron las razones de dicha omisión.

Esto no quiere decir que hayan forzado la aprobación, ni lo contrario. Simplemente, se trata de una cuestión de fe: en la ANMAT, en el Ministerio de Salud, en el presidente argentino, en el instituto Gamaleya, o en Vladimir Putin. La ciencia y la fe han mantenido siempre una relación de amor y odio: esta parece ser una muestra de lo primero.

La ansiedad por encontrar una solución no es exclusiva del gobierno argentino. Los distintos especialistas consultados para esta nota coinciden en que ninguna vacuna es segura, ni siquiera las aprobadas en países desarrollados, simplemente porque no se pudieron evaluar sus efectos colaterales a lo largo de un tiempo razonable, que por lo menos debería ser de un año. En pocas semanas se puede medir la eficacia para generar anticuerpos pero no los efectos en el organismo a largo plazo. Así las cosas, todas las vacunas conllevan un riesgo de afectar, por ejemplo, al sistema nervioso central de una porción de la población vacunada.

La comunidad científica ha decidido aplicarlas porque el costo en vidas de no hacerlo sería mayor que el potencial daño a un porcentaje pequeño de vacunados. Por otra parte, esta anomalía, que se explica por las urgencias de la pandemia, suele ser, en mayor o menor medida, lo que sucede con las vacunas en tiempos normales. Pero una cosa es eso, y otra comenzar a vacunar sin datos verificables.

En este contexto, hubo varios científicos que plantearon dudas. El caso más notable es el del infectólogo Eduardo López, uno de los integrantes del equipo que asesora al Presidente. La semana pasada, cuando se supo que la vacuna no estaba autorizada aun para mayores de 60, López dijo que había que ponerla en stand by porque se había “manipulado información”. “Hay gente capaz en Moscú pero no nos transmiten información tranquilizadora”, abundó. En las últimas horas, López es más optimista ante la probabilidad de que los datos se hagan públicos en los próximos días.

--¿Pero entonces por qué el Gobierno no espera a que se publiquen?— le pregunté.

--Eso no lo puedo responder yo. Solo soy un asesor.

Fernán Quirós, el Ministro de Salud porteño, sostuvo que no se puede evaluar una vacuna si no se publican los datos. El gobierno de la Ciudad anunció, sin embargo, que se sumará a la campaña de vacunación. Pavada de dilema. Otros científicos de primer nivel prefieren no opinar. Adolfo Rubinstein, el ex ministro de Salud de Mauricio Macri, sostiene que el pronunciamiento del ANMAT no es suficiente para transmitir tranquilidad. Sin embargo, no es terminante respecto de la Sputnik V. “Puede ser que sirva y que sea tan buena como las otras. Pero hoy no es seguro”. Pedro Cahn es categórico: para él, la aprobación de la ANMAT define el asunto. El Gobierno sostiene lo mismo.

A pesar de todas estas discusiones, parece haber consenso en que, en alguna medida, la vacuna rusa, como todas las demás, aportará algún grado de inmunización importante allí donde se aplique.

Ojalá tengan razón y la Argentina esté dando un paso relevante para alejarse del horror de la pandemia.

Si eso ocurre, la audacia de vacunar gente sin que se hubieran publicado los resultados de la investigación, habrá quedado en el olvido. Algunos, incluso, la aplaudirán: así es la condición humana.

Lo contrario, mejor ni pensarlo.

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