El lenguaje es transmisor de cultura. En este punto no yace novedad alguna. Basta leer a Hegel o a Fichte, entre otros, para ratificarlo. De esta manera, si queremos modificar la cultura y erradicar una idea, un pensamiento, una identidad nacional y/o propia, la patria misma y, eventualmente una cosmovisión, el lenguaje estará en el centro de la batalla cultural. En una era donde prima el relativismo cultural absoluto, la relativización del lenguaje está a la orden del día. En el caso del aborto, éste no escapa a dicha lógica. La flamante entrecomillada “interrupción voluntaria del embarazo” (IVE) construye y propone un eufemismo semántico de una realidad donde un feto y/o embrión humano es desechado ante un acto meramente volitivo de la mujer gestante dentro de los cuidados médicos propios y estatales que una intervención de este calibre merecerían, según esta visión.
Ahora bien, ¿por qué hablamos en el posible texto legal de interrupción voluntaria del embarazo y no de aborto? En el siglo de la mujer y de la propugnada y revolucionaria igualdad de género, la palabra aborto pareciera estar asociado a vetustas ideas propias del pasado “heteropatriarcal” y vinculado peyorativamente a la idea de muerte y de condena social de la mujer que lo ejecutaba. De hecho, si analizamos el discurso de los grupos feministas que reivindican los derechos sobre sus cuerpos, incluso gestantes, desconociendo o no si el feto es otro ser ontológicamente hablando, una de las razones para apoyar la sanción de la ley del IVE es que los “abortos clandestinos” ocurren, lo cual es un hecho, y que algunas mujeres mueren por ello, lo cual es cierto. También es cierto el hecho de que ocurren abortos que no son clandestinos y en clínicas privadas. Dentro del uso del lenguaje, es remarcable que la gestación ahora se “interrumpe” cuando es científicamente comprobado que se termina dado que la vida del ser gestado se extingue y que la “interrupción” es voluntaria aunque sólo por parte de la madre, descartando las posibilidades de que el ser engendrado y que el padre incluso decidan. La lógica es simple: el cuerpo es de la mujer como lo es su feto con lo cual el hombre no puede opinar.
Por otro lado, desde un punto de vista jurídico, dado que el aborto no pasa el exámen de constitucionalidad, y con esto basta ver la postura del Colegio de Abogados de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de la Constitución Nacional, de los tratados internacionales de derechos humanos firmados por nuestro país, el articulado del nuevo Código Civil y Comercial sancionado por el oficialismo en el 2015, y el código penal argentino, es necesario desde el lenguaje procurar la ingeniería para que el proyecto prospere. La mejor, más inteligente, y a mi gusto algo pérfida solución, ha sido relativizar la vida del ser humano. Si la persona, según el mundo jurídico es persona desde la concepción, es necesario atacar y relativizar el concepto propio de persona. Y es aquí donde entra la discrecionalidad de los intérpretes quienes buscarán fundamentos pseudo-científicos, a veces científicos, moralinas, discursos reiterativos y repetitivos sin asidero en la realidad, para asignar la calidad de persona después de determinada semana de gestación. Lo curioso desde el punto de vista lingüístico es que la mujer, de aprobarse la ley, de ahora en más tendrá un derecho a interrumpir voluntariamente su embarazo que es equiparado legalmente al derecho a abortar.
Otro de los recursos lingüísticos, o desde el punto de vista de la lógica argumentativa, sofismas, es cambiar el foco de discusión diciendo que los abortos ocurren, ocurrieron y ocurrirán penados o no, de manera tal que lo que hay que hacer es ver cómo ayudar a abortar a las mujeres que desean hacerlo para evitar la clandestinidad. De esta manera, la ontología del ser engendrado queda negada ipso facto y pasa a transformarse en un elemento a descartar para que la madre pueda “interrumpir el embarazo” o, quitándole la dosis eufémica y políticamente correcta, ocasionarle la muerte al ser viviente gestado sin consecuencia penal alguna y no caer en un acto inconstitucional.
Nuestra era, caracterizada por atacar consecuencias y no causas, es comparada por muchos historiadores por su decadencia moral, su relativización de valores, confusión y descartabilidad de las personas con los fines de la República y principios del Imperio Romano (siglo I a.c. hasta el siglo V d.c.). De hecho, la palabra aborto es romana y viene del latín aborsus derivado del verbo aborior (fallecer) y, en la Roma antigua y politeísta, desde el siglo VIII a.c. hasta el siglo IV d.c., constituía el parto antes de tiempo ocasionado por razones naturales. Para el aborto voluntario tenían el término abigere fetum o abigere partum, es decir, forzar al feto o al parto. Este último hecho constituyó un dilema moral que al principio recaía en multas y no constituía un homicidio (luego sí). No obstante, cuando la corrupción moral se incrementó desde el gobierno romano hacia las bases y a todo el imperio, el aborto como lo conocemos nosotros adquirió proporciones alarmantes siendo una práctica habitualísima en especial en las mujeres de los rangos medios y altos de la sociedad de aquellos tiempos. En tiempos de Septimio Severo y luego de Caracalla, el gobierno romano se vio obligado a condenar el aborto como práctica. Las razones por las cuales abortaban las mujeres eran generalmente el hecho estético de no deformar su figura, eliminar una posible herencia, evitar los posibles riesgos del parto o no querer cargar con el embarazo mismo, todas denotan los historiadores, causas de tinte egoísta. Escribonio Largo, médico de gran renombre en época tiberiana señalaba su rechazo al aborto por vulnerar directamente el principio básico de la medicina que es el respeto a la vida. Previo a Roma, desde la matemática pitagórica, la vida es un continuum, no hay vida antes o después de tal o cual semana, siempre la hay.
Antes que religiosa u ontológica, la cuestión es ética a mi entender. En esto el Papa Francisco tiene una postura formada a la que adhiero plenamente que no es religiosa. Él mismo lanza el interrogante: ¿es lícito acabar con una vida para terminar con un problema? Desde mi humilde entendimiento, una respuesta afirmativa abriría paulatinamente la pandórica puerta a cualquier acto que afecte la vida de un ser humano, y avalaría la irresponsabilidad física y metafísica del ser frente a cualquier hecho. En un mundo donde los Estados fijan a sus ciudadanos en una irrevocable infancia, haciéndolos crecer en derechos y cada vez menos en obligaciones, donde las adolescencias duran poco a poco más que la adultez psicológica, es necesario volver a atacar las causas de los problemas y no meramente las consecuencias. Es preciso que el Estado y la sociedad contengan a las mujeres pobres que abortan en clandestinidad antes de que aborten, desarrollando mecanismos de adopción ágiles y de apoyo a aquellas que están en situación de vulnerabilidad. No permitamos que la tergiversación de los conceptos vitales estén al servicio de un uso infame del poder. Tomemos de ejemplo el caso francés donde el aborto es libre hace rato y ha crecido exponencialmente con pico en el 2019. O el de Islandia e Inglaterra donde casi todos los concebidos que desarrollan síndrome de down no ven jamás la luz del día. Con aborto no tendríamos el genio de Steve Jobs, los goles de Cristiano Ronaldo, ni la voz de Andrea Bocelli, todos ellos salvados a último momento de un aborto. Ni siquiera los padres de la justicia social argentina, Perón y Evita, estaban al favor del aborto.
El lenguaje es transmisor de cultura y de riqueza cultural. La Real Academia Española de Letras señala que el español tiene en torno a noventa mil vocablos y los estudios lingüísticos marcan, con diferencias, que el argentino promedio utiliza de 200 a 600 palabras. Creo que esto es muestra clara de cuál es la solución troncal y causal a esta desgracia de los abortos clandestinos y, tal vez, a todos nuestros problemas.
No creo que el derecho a abortar sea una conquista femenina, más bien es una derrota. La maternidad es un privilegio dado a la criatura más preciada y pilar del mundo: la mujer. Por algo la Tierra es Madre y no Padre. Nuestro eje es femenino. Igualemos derechos pero que el feminismo no nos prive de lo más bello de la mujer: su femineidad.
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