El aborto legal promueve el genocidio y es delito contra la humanidad

“No es de extrañar que el crimen del aborto se cuente en una larga lista de miserias de la humanidad”

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Militantes en contra de la
Militantes en contra de la legalización del aborto, en las afueras del Congreso (Adrián Escandar)

No es la primera vez que en la historia de la civilización se cometen acciones intrínsecamente malas con el aval del derecho positivo. No nos referimos a los actos que pueden cambiar en su valoración, sino a aquellos que, sin importar las circunstancias sociales o históricas, nunca debieron tener justificación objetiva. Esas normas se fundaron en realidad, en las conveniencias de un sector dominante de la población, y más tuvieron de hecho de fuerza que de regla de la recta razón: sacrificios humanos a los dioses; eutanasias forzadas de ancianos o enfermos; matanza de recién nacidos defectuosos; imposición de actos positivos de adoración religiosa; esclavitud en sus variadas formas; esterilizaciones obligatorias; torturas y penas mutilantes y degradantes de toda índole; prohibición de matrimonios por motivos raciales, religiosos o de nacionalidad; etc.

Basta recordar, como ejemplos concretos cercanos, que en nuestro país la esclavitud fue abolida definitivamente recién con la jura de la Constitución Nacional de 1853; que los crímenes de los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX se respaldaron en leyes aprobadas por los órganos legislativos competentes; y que en los EEUU, autoreferenciada como cuna de la libertad, se encontraban prohibidos los matrimonios interraciales, por leyes de varios Estados, hasta 1967, es decir a solo dos años de que el hombre conquistara la Luna.

Por ello no es de extrañar que el crimen del aborto se cuente en esta larga lista de miserias de la humanidad, ya que a pesar de todos los proclamados avances para la dignificación del hombre y de los tratados internacionales de derechos humanos, continúa legislándose en esta materia, especialmente en los que llamaríamos países civilizados y avanzados.

No obstante, más temprano de lo que se podría suponer, será advertido que la permisión del aborto por parte de los Estados, sea de derecho mediante la legalización o de hecho por la despenalización, es ciertamente la facilitación de un genocidio en atención al carácter masivo de la eliminación de un número indeterminado de seres humanos y, por su realización sistemática, también un delito de lesa humanidad.

Moralmente, no existen dudas, como lo señaló San Juan Pablo II y nuestro Papa Francisco al compararlo con algunos de los crímenes nazis, refiriendo además que era como llamar a un sicario para resolver un problema.

A poco que se analice, tampoco debería haberlas en derecho. En efecto, el Estatuto de Roma, cuyo Preámbulo señala “que, en este siglo, millones de niños, mujeres y hombres han sido víctimas de atrocidades que desafían la imaginación y conmueven profundamente la conciencia de la humanidad”, aprobado para regir formalmente en nuestro derecho interno por la ley 25.390, contiene claros elementos normativos para que, en la interpretación dinámica y evolutiva que ha efectuado la doctrina y jurisprudencia respecto a ellos, así pueda calificarse, con todas las consecuencias jurídicas que ello implica.

El artículo 6° señala que “se entenderá por “genocidio” cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo… c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial. Por su parte, el artículo 7° señala que “se entenderá por “crimen de lesa humanidad” cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque: a) Asesinato; b) Exterminio;”.

Conforme a estas disposiciones, es manifiesto que, de aprobarse el proyecto de ley en tratamiento ante el Senado, se configurará en el ámbito nacional un grupo formado por aquellos seres humanos que no son deseados, con la consecuencia necesaria, directa e inmediata de poder ser objeto de destrucción física definitiva, generalizada y sistemáticamente.

Es cierto que existen opiniones que indican que el aborto no solo puede sino que debe permitirse, pero ellas se fundan en construcciones puramente formales, tales como las del fallo “Artavia Murillo” de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el que se mencionó -obiter pues era un caso de fertilización asistida- que la protección del derecho a la vida en la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José) es “gradual e incremental”, haciendo una vergonzosa traspolación de una previsión creada en la misma para ser aplicada al régimen de los derechos laborales, sindicales o previsionales, naturalmente susceptibles de más o de menos, y que fue realizada con el evidente propósito ideológico de preparar el terreno a la implantación del aborto en toda Latinoamérica.

O la muletilla francamente insoportable de que la República Argentina no efectuó “reserva” en relación a la Convención de los Derechos del Niño dado que solo hizo una “declaración interpretativa” de modo que este pacto no puede ser aplicado al ser humano por nacer, cuando es evidente que una reserva era improcedente dado que la Convención define que “se entiende por niño” a “todo” (sic) “ser humano hasta los dieciocho años” (Art. 1°), es decir sin exclusión, y que es la propia Constitución Nacional la que lo califica expresamente como tal en el artículo 75 inc. 23, definición que se intenta eludir aduciendo su “indiferencia” afirmándose que se refiere solo a derechos asistenciales y no al derecho a la vida, distingo absurdo y recalcitrante, pues si manda proteger al que se encuentra en situación vulnerable no puede interpretarse que el precepto permita matarlo como “solución” jurídicamente aceptable y, además, auto contradictorio porque si la Constitución considera “niño” al que aún no ha nacido, cualquiera haya sido el motivo u ocasión para esa calificación, se le debe aplicar la Convención respectiva en su totalidad dado que no puede serlo a unos fines y no a otros, en virtud de lo cual el respeto del derecho intrínseco a la vida que la misma le reconoce (Art. 6°) integra nuestro sistema jurídico supremo conforme al artículo 75 inc. 22 de la Carta Magna, sin que le puedan ser oponibles, por contrarios al orden público y a la soberanía nacional, cualquier otra interpretación de tribunales u organismos extranjeros o internacionales.

Es evidente que todo ritualismo resulta ineficaz para esconder el hecho que las ciencias médicas y biológicas se han cansado de demostrar: la existencia de un ser humano único e irrepetible que comienza en la concepción.

Cualquier lógica jurídica impone que, desde entonces, es un “sujeto” dado que esa vida no es genérica, sino que es poseída por “alguien”, que no es precisamente la madre. Se trata por ello, en derecho, de un auténtico y efectivo “tercero” cualquiera sea el grado de desarrollo e independientemente de que se lo quiera nominar o no como persona.

Es por esto que el aborto, más allá de las cuestiones específicas de tipicidad, es en su acción esencial “matar” “a otro”, tal como se define al homicidio en el artículo 79 del Código Penal. Con su legalización o despenalización el Estado facilita, financia y hasta de se obliga a realizarlo como prestación directa, en favor de un determinado sector de la población otorgándole a la misma, de pleno derecho, el carácter de dominante por sobre otro grupo determinado, dado que se le permite efectuarlo en consideración de su exclusiva conveniencia, utilidad o comodidad, lo que repugna al trato digno que merece el ser humano “en cualquier circunstancia” (art. 51 Código Civil y Comercial de la Nación) y lesiona tanto evidentes derechos individuales como los que universal y colectivamente le corresponden a toda la especie humana pues “esos graves crímenes constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad” (Estatuto de Roma, Preámbulo, párrafo 3ro)”

Como ocurrió con la esclavitud, resulta insostenible que desde el Estado pueda seguir estableciéndose que una parte de la humanidad tenga el derecho de matar a otra. Esta es la única verdad sustancial, aunque se lo quiera disimular bajo burlescos eufemismos, como el de que el nuevo ser humano se trata en realidad de un “fenómeno”, según el Ministro de Salud de la Nación, o de justificar a través de sentimentalismos que se presentan de forma dramática por los activistas junto a estadísticas incomprobables, inverosímiles o falsas. Nuestro querido país no debe participar de esta aberración.

Por Pedro Javier María Andereggen

Presidente de la Corporación de Abogados Católicos.

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