Comunicar unidad, el desafío del oficialismo

El binomio presidencial deberá transmitir ese valor a través de hechos, gestos y discursos. Será central para el futuro de una coalición que el año próximo enfrentará su primer test electoral

El Martin Fierro, una de las obras fundacionales de la literatura argentina, que logra condensar en sus páginas un conjunto de visiones, orígenes y perspectivas de sus personajes coyunturales, esgrime: “Los hermanos sean unidos, porque ésa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos se pelean, los devoran los de afuera”. Esta emblemática y afamada frase de José Hernández escrita en 1872 conservó siempre una asombrosa actualidad.

Pocas ideas logran evitar la perennidad que impone el tiempo, resignificándose en el campo de la política, evidenciando la importancia de los acuerdos y consensos internos, el diálogo y la unidad, para evitar que las amenazas de otros actores externos se terminen convirtiendo en ventajas comparativas. La recomendación de Hernández es, sin duda, un desafío para cualquier alianza electoral que aspire a consolidarse y perdurar como coalición de gobierno, incluso en entramados más simples -en términos de cantidad de personas- como lo son los binomios presidenciales. Se trata de una institución -la presidencia- tan simple en sus formas, como compleja en su fondo. Sobre todo, cuando amplios sectores del electorado perciben que sus integrantes tienen agendas e intereses divergentes.

Primer aniversario

El pasado 10 de diciembre se cumplió el primer año de la asunción de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, un año por demás peculiar en la siempre impredecible y pendular Argentina. La pandemia trastocó cualquier plan preconcebido, cualquier programa de gobierno y cualquier aspiración de mediano y largo plazo.

Si bien cada fórmula electoral encierra sus relaciones particulares, su propia dinámica de trabajo y de comunicación interna, y su propio estilo de vinculación, es evidente que, debido a la propia imagen de Cristina Fernández de Kirchner -quizás la vicepresidenta más poderosa de la historia argentina-, iba a constituir una anomalía en la historia institucional reciente.

En nuestra historia existieron muy pocos vicepresidentes con un poder considerable y otros que ajustaron su desempeño -por capacidad o incapacidad- a las meras formalidades de un cargo subordinado al peso que el diseño institucional alberdiano depositaba en la figura del presidente. En el primer grupo se encuentran figuras como Carlos Pellegrini, vicepresidente de Juárez Celman en 1886 y presidente de la Nación en 1890. El porteño logró, junto con Roca, eclipsar y debilitar a Celman, quien había logrado no solo presidir la Nación, sino también el partido político más poderoso del momento (el PAN). Una vez consumada la Revolución del Parque en 1890 y sin el apoyo de su partido, de Roca y de Pellegrini, Celman renuncia y su vicepresidente obtiene la Banda Presidencial. En tiempos más recientes tuvimos los casos de Eduardo Duhalde, quien debió renunciar para no resignar sus ambiciones presidenciales, y Carlos “Chacho” Álvarez, que hizo lo propio ante la demostración palmaria de que la Alianza estaba lejos de ser una coalición de gobierno. En el segundo grupo están la mayoría de los vicepresidentes, pero para no remontarnos tan lejos en el tiempo, podríamos sintetizar este conjunto de figuras en la última vicepresidente: Gabriela Michetti. Se trata de una figura sin un capital político propio trascendente, sin influencia en gobernadores o dirigentes de relevancia y sin un proyecto político propio sólido.

Lo que enseña la historia -o lo que bien podemos aprender con los hechos consumados- es que la suerte de los presidentes está atada, no sólo por la marcha general de la economía, sino también por su relación con los vicepresidentes poderosos. Esa difícil relación es parte de un equilibrio político muy delicado, pero que no recae exclusivamente en las espaldas de quienes están sentados en el Sillón de Rivadavia, sino que es, como el tango, un baile de dos.

A ninguno de los dos -al menos por ahora- les conviene que al otro le vaya mal. Si Cristina tropieza, el gobierno de Alberto perderá una parte considerable de su apoyo entre los electores del Frente de Todos, sin con ello captar votos entre los electores de Juntos Por el Cambio. Si, por otra parte, Alberto y su gobierno se ven abrumados por una compleja situación económica y sanitaria, el futuro de Cristina en el poder será fugaz.

Por estos días, muchos analistas señalaron que, a un año de asumir el poder, se había producido un distanciamiento entre Alberto y Cristina. Después de muchas semanas, ambos dirigentes se habían vuelto a reunir, primero, con motivo del velatorio de Diego Maradona, y hace unos días, en un acto en la ex ESMA. Habría, según señalan, una suerte de crisis política en el corazón de la coalición original del Frente de Todos. Sin embargo, lo que existe en realidad son agendas distintas, aunque no por ello inevitablemente incompatibles. Sin duda, el peso de la gestión recae con mayor fuerza en Alberto, mientras que, en el caso de Cristina, su interés está puesto en el poder legislativo y la justicia.

Comunicación de unidad

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche decía que “no existen hechos, sólo interpretaciones”. En nuestra contemporaneidad mediática y dominada por el flujo de opiniones en redes sociales, no podremos -y no debemos- dejar de exponernos a opiniones e interpretaciones de la realidad. Esto, desde la política, no debería ser una preocupación, como si, el generar hechos, construir relatos y símbolos que coadyuven a enmarcar las interpretaciones.

Es un hecho que Alberto y Cristina no se frecuentan presencialmente, que no mantienen una conversación diaria, que mientras que otras fuerzas políticas realizan encuentros, jornadas y convenciones, el Frente de Todos no mantiene una agenda política interna paralela a la gestión. Es hora de generar y comunicar hechos y gestos de unidad.

La comunicación vuelve una y otra vez como un problema. El estilo que Cristina eligió es el silencio con breves, pero determinantes, intervenciones. Cabe señalar que el silencio también es comunicación, pero que en el caso de la ex mandataria es, quizás, una de las mejores decisiones, ya que su exposición pública suele conllevar aumentos en su imagen negativa. El recuerdo de largas horas en cadenas nacionales y discursos de confrontación, reviven un poco cada vez que decide hablar. Consciente de ello, la vicepresidenta decidió dedicarle un porcentaje importante de su comunicación al formato epistolar, aunque aggiornado a los tiempos de las redes sociales.

Si bien no es una novedad en Cristina el difundir sus ideas y opiniones a partir de escritos, sus últimas cartas han provocado todo tipo de suspicacias. No se trata de una analista política más, o incluso de una vicepresidenta cualquiera. Es una dirigente que, por un lado, conservó fuera del poder un 30% de electores dispuestos a votar por ella en cualquier circunstancia y, a la vez, un 60% de argentinos que siente un fuerte rechazo por ella, sus políticas y sus formas.

En sus dos últimas cartas, Cristina le habla al poder. Uno podría decir que en sus formas está dirigido al gran público, pero lo cierto es que su esencia, el corazón de lo que escribe pone como interlocutores a distintos actores del poder. Si en la primera la referencia más clara era hacia el funcionamiento del ejecutivo y su crítica a los “funcionarios que no funcionan”, en su última epístola, haciendo una suerte de balance de gestión, la ex presidenta evidenció su propia agenda: la performance del Senado en materia de legislación, una breve referencia de los desafíos del poder ejecutivo -sin nombrar al presidente- y, finalmente, un extenso y efusivo tratamiento sobre la justicia, el lawfare y la Corte Suprema de Justicia.

La comunicación de unidad no puede recaer sólo en Alberto. Sólo se comunica unidad si el conjunto y principalmente el binomio presidencial se esfuerza por transmitir ese valor que los llevó a recuperar el poder a través de hechos, gestos y discursos. Ello será, sin duda, central para el futuro de una coalición que el año próximo no sólo enfrentará su primer test electoral, sino el titánico desafío de la reconstrucción de un país devastado por la confluencia entre la herencia recibida y el impacto de la pandemia.

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