Nuevamente estamos a las puertas de que la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo sea tratada en el Congreso Nacional. Y nuevamente dependerá de nuestra fuerza, la del movimiento de mujeres y la enorme marea verde que en 2018 copó las calles, lo que suceda en el recinto y posteriormente.
La lucha por el derecho al aborto se remonta a los años previos a la última dictadura cívico militar y en las últimas décadas se cristalizó en un proyecto de ley colectivo. Ese proyecto fue presentado sistemáticamente por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto para terminar olvidado en un cajón (también sistemáticamente) hasta 2018, cuando ya nadie pudo callar aquellas movilizaciones enormes de la marea verde que se venían sucediendo desde tres años antes, cuando irrumpimos al grito de #NiUnaMenos.
¿Acaso tantos años de penalización del aborto impidieron su práctica? No. Argentina es uno de los países donde se estiman altísimas cifras de interrupciones del embarazo clandestinas e inseguras. ¿Se salvaron las dos vidas con la penalización? No. Se perdieron las vidas de muchas mujeres jóvenes y pobres de nuestro país, incluso dejando a sus hijas e hijos en la orfandad, por no permitirles evitar otro embarazo que les afectaba su salud, como es el conocido caso de Ana María Acevedo.
Como es notorio, la ley que amplía derechos no prohíbe a nadie vivir según sus creencias y valores. Que el aborto sea legalizado no impide que las personas gestantes que no deseen interrumpir sus embarazos, no lo hagan. Que el aborto sea legalizado, permite que quienes sí deseen o necesiten hacerlo no mueran en el intento. Por eso es inexplicable que, aún en pleno siglo XXI, los sectores fundamentalistas intervengan en el debate de la legislación no con argumentos sino con la pretensión de imponer sus creencias en forma universal.
Hace más de un siglo dijeron que el matrimonio civil “era el fin de la familia”, luego fue el divorcio y, más recientemente, el matrimonio igualitario. Dijeron que el voto femenino destruía la jerarquía que debía existir entre el hombre y la mujer y también, en los años ’80, que la patria potestad compartida alteraba el orden natural. Ninguna de sus profecías ha sucedido.
Cada persona con capacidad de gestar debería ser la única que decida de manera autónoma e íntima si, llegado el caso, está a favor o no de interrumpir voluntariamente su embarazo. El resto de la sociedad, las instituciones y, especialmente quienes legislan, solo pueden pronunciarse a favor o en contra de que sea un derecho. Quienes se oponen al derecho al aborto, no defienden la vida: defienden el aborto clandestino.
Porque defendemos la vida de las mujeres y su autonomía para elegir libremente sus proyectos de vida, luchamos para que sea ley.
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