El discurso oficial para la aprobación de la ley de aborto reivindica la libertad de elección de la mujer para continuar o no con el embarazo. Pretende ser una expresión concreta del empoderamiento femenino. Pero la realidad desmiente este pretendido efecto. Si se quisiera de verdad respetar la libertad de la mujer embarazada, deberían posibilitársele dos condiciones indispensables para ejercerla; en primer lugar, conocer bien la realidad sobre la cual tiene que decidir y, en segundo lugar, que su voluntad no esté gravemente condicionada o anulada.
Empecemos por lo segundo, que es lo más fácilmente comprobable ya que se basa en la experiencia de millares de mujeres comunes y corrientes quienes, ante la realidad de un embarazo inesperado, padecen muchas formas de presión. En primer lugar, la de la pareja o del progenitor ocasional, incluyendo a los abusadores intrafamiliares y a los violadores, ya que todos tienen en común el no querer “hacerse cargo del problema”. El hecho es que con diversos grados de violencia psíquica o física se condiciona o se anula la libre voluntad de la mujer.
También está la presión de la familia, cuando tampoco “quiere hacerse cargo del problema” que llega al extremo de la amenaza de dejarla sin techo, a veces junto a otros menores. También está la amenaza de quedarse sin trabajo, o de no poder acceder a uno; o el impedimento a continuar proyectos personales. En muchos casos, estos condicionamientos a la libertad se viven en una situación de soledad y de angustia, en el marco de una sociedad insolidaria y materialista.
Otro gran condicionamiento de la libertad, del que demasiado poco se habla, es el de la presión del sistema de salud y de la militancia feminista, que promueven el aborto y en ocasiones lo imponen bajo presión moral. Una regulación inicua obliga al personal de la salud a no ofrecer alternativas al aborto ni a informar datos esenciales que pudieran poner en riesgo una presunta decisión de abortar (tal como ver la imagen del bebé en una ecografía o escuchar los latidos de su corazón). Pero en cambio ¡bien se pueden proponer abortos, aunque no sean pedidos! sin motivo o con motivos arbitrarios. En tanto, en los consultorios de atención primaria, se entrega a mansalva fármacos abortivos, banalizando el aborto como un método de control de la natalidad.
El movimiento es unidireccional, como una línea de montaje industrial, donde entra una mujer embarazada y llena de problemas, y sale por la otra punta sin el hijo y con los mismos problemas, agravados por las dolencias psicológicas y espirituales de haber hecho algo de lo que no hay vuelta atrás.
Con relación a la falta u ocultamiento de información que permita tomar una decisión fundada, se desinforma diciendo, por ejemplo, que el embrión es una masa de células, al mismo tiempo que se oculta el dato científico que es un individuo de la especie humana, cuya identidad se mantendrá hasta su muerte, ya sea que nazca o que no le den esa posibilidad. En definitiva, la obligación legal del “consentimiento informado” se reduce a la firma de un papel pre impreso. Más allá de que muchos profesionales no comparten esta cultura del descarte, es inocultable la existencia de una política de Estado anti natalista, que se ensaña -en definitiva- con una muchacha solitaria y vulnerable, y proclive a seguir, como casi todo el mundo, lo que le digan en el Hospital.
Esta realidad antropológica, es decir, la identidad e individualidad del hijo, es lo que llevará a la madre a preguntarse por el resto de sus días, cómo sería su vida de haberlo dejado nacer. Porque otra obra maestra del enmascaramiento sistémico es ignorar o negar la existencia de las consecuencias traumáticas del aborto. “De eso no se habla”, a pesar de que también es una experiencia común, la del sufrimiento decenas de miles de mujeres que deambulan por la vida sin sanar las heridas de un aborto hecho en circunstancias de suma vulnerabilidad. Paradójicamente, son organizaciones que defienden las dos vidas las que acogen a estas personas para brindarles contención y ayudarlas a superar el trauma. Es que la posición de la defensa de la vida, implica -al menos en la mayoría de los casos- la cercanía y la contención a la madre que ha perdido un hijo en un aborto provocado. En definitiva, el aborto sistematizado como política de Estado, cristaliza una situación de vulnerabilidad y está lejos de “empoderar” a la mujer. El verdadero empoderamiento consiste en la contención afectiva, junto a una efectiva política de equidad que le permita superar desigualdades estructurales y situaciones específicas de abandono, posibilitando que surja, incontenible, su fuerza vital y su genio.
El autor es abogado y voluntario de La Merced Vida.