Cristina está enojada con la Corte Suprema. Eso no es nuevo. Entonces difunde una carta, repite sus teorías conspirativas, amenaza. Está en todo su derecho. Vida hay una sola. La pregunta para un político tradicional, no para ella, sería: ¿para qué sirve todo eso? ¿es un desahogo? ¿una manifestación de impotencia? ¿las consecuencias de ese pataleo serán positivas o negativas para ella? ¿Y para el país?
La nueva carta de la vicepresidenta se produce la semana siguiente a un pronunciamiento de la Corte del cual, en realidad, la Corte no es culpable. El Alto Tribunal decidió, de manera unánime, rechazar las apelaciones de los abogados de Amado Boudou, su ex vicepresidente.
Durante nueve años, la causa donde Boudou era juzgado pasó por el despacho de un fiscal de primera instancia, de un juez, de un fiscal de cámara, de tres camaristas, de un fiscal de tribunal oral, de tres jueces de ese tribunal, de otro fiscal de una sala de casación y de tres jueces de casación y finalmente llegó a la Corte.
Todos esos jueces fueron designados en los distintos períodos políticos del país, la mayor parte de los cuales fueron peronistas. Ninguno fue recusado. Ninguno fue acusado mediante juicio político. Todos concluyeron lo mismo: el vicepresidente había cometido un hecho de corrupción.
Cuando el expediente llegó a la Corte había recorrido un largo camino. El rechazo a los planteos de Boudou fue una mera cuestión burocrática. Sin la Corte, pasaba lo mismo. Fue la Justicia de la democracia la que condenó a Boudou por una abrumadora unanimidad.
La carta de Cristina fue difundida una semana después de otra resolución judicial con la cual la Corte tiene aún menos relación. Esto es, la decisión de la Cámara de Casación de convalidar todo lo actuado en la causa de los cuadernos.
Entonces, la carta de Cristina; ¿es contra la Corte o contra toda la Justicia de la democracia? ¿Quiere abolir un tribunal que siente hostil, o abolir la independencia del Poder Judicial, como lo sostuvo en una de las presentaciones de su libro Sinceramente, cuando dijo que esa independencia era una rémora de la revolución francesa, “de la época en que no existía la electricidad”?
En cualquiera de los casos, parece una apuesta difícil. ¿Remover la Corte? ¿En serio en este contexto eso es una prioridad? ¿De verdad sería bueno para el país? Pero, por sobre todas las cosas, ¿es posible? Y si no lo es, toda esta reacción, ¿cómo predispondrá a los jueces, a todos ellos, en las causas que se vienen?
Como muchas veces que la ex presidenta expresa su enojo, aparece la misma pregunta. Más allá de si está bien o mal lo que hace, que está mal, que es autoritario, ¿cuál es su lógica?
El problema de Cristina Kirchner, en gran medida, es personal. Su vicepresidente está condenado. Eso es cosa juzgada. Pero ella y sus hijos, además, están procesados. Un año después de haber ganado las elecciones, eso no debería ocurrir, según su criterio. Pero sucede.
Cualquiera de las dos opciones que se le abren, entonces, no aporta ninguna solución. Como está visto, si ella agrede al Poder Judicial, los jueces no se alinean, más bien todo lo contrario. No le temen. O temen que cualquier concesión sea insuficiente, y que tarde o temprano terminen con ellos. Pero si ella se queda callada, los deja hacer, ellos no cierran ni sus causas, ni las de Boudou, ni las de De Vido, ni las de José López, ni las de Lázaro Báez, ni las de Ricardo Jaime, ni tantas otras que afectan a sus ex funcionarios. Haga lo que haga, todo termina igual. Del otro lado hay un muro que actúa según su propia lógica, más allá de lo que haga la acusada, que es ella.
Entonces, la única solución es pasarlos por encima. Arrasar con la Corte. Terminar con la independencia judicial. Para que por fin acabe ese martirio que ella denomina “lawfare”.
¿Tiene una relación de fuerzas que le permita lograr eso, que es casi como terminar con la democracia?
No.
¿Y entonces?
He aquí un problema sin solución.
Le busca la vuelta desde el 2011, cuando gritó “vamos por todo”.
Pero no la encuentra.
En ese sentido, la carta no es una expresión de poder, sino de impotencia. Un año después de llegar al poder, su voluntad no se cumple. Además, es un gran regalo para sus enemigos. ¿Quería alguien algún elemento que pruebe que Cristina desea abolir la democracia? Bueno, Cristina acaba de regalárselo.
Esa impotencia, o esa dificultad para manejar la impotencia, por parte de alguien tan poderoso no es una buena noticia. En medio de una pandemia terrible, de una crisis económica inédita, la Argentina tiene un problema más: el conflicto de poderes entre la política más poderosa del país y la Corte Suprema de Justicia. Habrá solicitadas, denuncias cruzadas, gritos, manifestaciones, tensión innecesaria: el territorio donde ella se siente tan cómoda, y que al mismo tiempo ha contribuido tanto, por ejemplo, para que Mauricio Macri llegara al poder en 2015.
Todo muy razonable.
La argentinidad al palo.
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