Hace poco más de nueve meses, el país entraba en una cuarentena estricta para impedir, en teoría, que la pandemia castigara a los argentinos como lo estaba haciendo en Europa o los Estados Unidos. Evitar el pico de los contagios era la consigna del Gobierno que, como en todo el mundo, avanzó y avanza a tientas en medio del avance de un irrefrenable COVID-19. Podía fallar, por supuesto. Y falló si se juzga el esfuerzo de paralizar el país durante tanto tiempo comparado con la dramática cantidad de víctimas del coronavirus: la Argentina superó este martes las 40.000 muertes y ya se ubica como el noveno país con más fallecidos por cada 100 mil habitantes.
Al comienzo del aislamiento obligatorio, condicionado por la urgencia sanitaria, Alberto Fernández eligió acordar una malla de contención política con los gobernadores y particularmente con aquellos de la oposición, como el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, con quienes consensuó las medidas de prevención y las distintas etapas del inédito confinamiento que vive el país.
Ese fue el Presidente que subía en las encuestas con ese estilo sereno y didáctico, entre filminas, asesoramiento excluyente de epidemiólogos y la jactancia de tener un universo de contagiados y de muertos mucho menor que en los países más desarrollados y preparados para una emergencia.
Fue, también, la etapa del primer mandatario con iniciativa para disponer una batería de medidas económicas para asistir a los sectores más castigados por la crisis y, sobre todo, con Cristina Kirchner, la vicepresidenta que lo había elegido como candidato a presidente, en un segundo plano.
La oposición acompañó con moderación y espíritu colaborativo esa primera etapa, caracterizada por larguísimos meses en los que el Gobierno avanzó guiado sólo por la lógica sanitaria, mientras la Justicia estaba congelada, el Congreso funcionaba a medias y la economía aumentaba su debacle.
La imagen de Alberto Fernández crecía al mismo ritmo que las especulaciones políticas: ¿esos números tentadores traerían aparejado el nacimiento del albertismo como una corriente propia que pudiera balancear el poder interno de Cristina Kirchner, la dueña de la franquicia gobernante?
Ya se sabe que la respuesta fue negativa. La vicepresidenta estuvo detrás de la propuesta de estatizar la empresa Vicentin, que el Presidente anunció con poca convicción y que luego, al calor de las protestas de productores agropecuarios y de ciudadanos en casi todo el país, desactivó rápidamente mientras reconocía que se había equivocado porque pensó “que iban a salir todos a festejar”.
Cristina Kirchner estuvo lejos de dejarle libre a Alberto Fernández el tablero de control del Poder Ejecutivo. Le marcó la cancha cuando, por ejemplo, elogió desde su cuenta de Twitter (el nuevo oráculo kirchnerista) un artículo periodístico en el que se cuestionaba a los empresarios del Grupo de los Seis que el Presidente había recibido junto a la CGT el 9 de julio, en la Quinta de Olivos, para escenificar el pacto social.
La ofensiva de la vicepresidenta coincidió con las dificultades que mostró el Frente de Todos en el poder. Peleas internas por los “loteos” de cargos en los ministerios, problemas de coordinación, falta de interlocutores y anuncios que querían -y no podían- dejar conformes a sectores antagónicos empezaron a convertirse en una marca registrada del Gobierno, acentuada por la pandemia.
Empresarios y sindicalistas, urgidos por el derrumbe de la economía, presionaron sin suerte a Alberto Fernández para participar de las decisiones que debían tomarse para reactivar la economía. Pero el Presidente no abrió instancias de diálogo social para el presente ni para la postpandemia mientras se sucedían los récords de cierre de empresas y comercios y las pérdidas de fuentes de trabajo.
En otras circunstancias, el Gobierno podría haber aprovechado el rédito político de una buena noticia como la del acuerdo alcanzado en agosto con los bonistas para reestructurar la deuda. No sólo no fue así, sino que el estallido de la rebelión policial bonaerense desnudó los problemas de gestión y pareció simbolizar el abandono de una agenda propia por parte de Alberto Fernández: el manotazo a la coparticipación de un distrito opositor como la Ciudad de Buenos Aires para financiar el aumento era lo que estaba pidiendo el kirchnerismo duro para eliminar un serio competidor para 2023 y no ese Alberto Fernández que hasta hacía poco trataba de “amigo” a Rodríguez Larreta.
Allí se rompió la tregua con la dirigencia de Juntos por el Cambio y se abrió un sinuoso camino que se contradice con la necesidad tan obvia de que el Gobierno buscara mantener abiertos los canales de diálogo con la oposición para afrontar la emergencia sanitaria sin cimbronazos.
Todo lo que vino después de esa anárquica y preocupante protesta policial sintonizó con la estrategia dispuesta por Cristina Kirchner, como la reforma judicial y la designación del procurador, y una suerte de repliegue de Alberto Fernández para no obstaculizar el avance de su jefa política.
Aun así, en uno de los peores momentos económicos que atravesó el Gobierno en el año de gestión, la vicepresidenta publicó la famosa carta con la que graficó sus diferencias con el Presidente y se desentendió del rumbo elegido por él. Fue el mensaje en el que habló de “funcionarios que no funcionan”, advirtió que el primer mandatario “es el que fija las políticas públicas” y propuso un gran acuerdo social y político para resolver la incertidumbre de la crisis cambiaria.
Las sucesivas flexibilizaciones de la cuarentena obligatoria, a tono con el clima político, se fueron dando en un contexto extraño: sin conferencias de prensa compartidas entre Alberto Fernández, Rodríguez Larreta y Axel Kicillof, y hasta con la curiosa revelación presidencial efectuada a mediados de agosto de que “seguimos hablando de cuarentena sin que exista cuarentena” efectuada precisamente durante el anuncio de que la cuarentena en el AMBA iba a extenderse quince días más.
Algunos de los problemas discursivos del oficialismo respondían a la tensión entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández: se notó, por ejemplo, en la actitud bifronte ante las tomas de terrenos en Guernica y en la Patagonia, la zigzagueante política exterior o en temas vinculados con la seguridad.
Los mismos inconvenientes se pusieron en evidencia a la hora de reconocer que el acuerdo con el FMI exige de un ajuste que, como alerta la CGT, incluye el recorte de las jubilaciones y la eliminación de la ayuda económica como el IFE y el programa ATP, más el aumento de las tarifas y de las prepagas.
La Argentina pasó de la cuarentena obligatoria (la más larga del mundo) a la actual etapa del distanciamiento social, pero en el camino se acumularon las señales contradictorias: desde el Presidente sin barbijo para recibir a la familia Moyano, abrazarse con Gildo Insfrán o para sacarse selfies con la gente, hasta la impactante postal de un multitudinario velatorio de Diego Maradona auspiciado por la Casa Rosada con un absoluto descontrol sanitario (entre otros descontroles).
¿Qué se podría haber hecho para impedir las más de 40.000 muertes que lastiman? También lastiman el 44,2% de argentinos que son pobres y el desempleo que llega al 14,2%, cifras que hacen pensar en la necesidad de cambiar la agenda, definir otras prioridades y abandonar las peleas. Es decir, abandonar ese camino descendente que durante décadas llevó a la Argentina al lugar en el que está hoy.
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