Ni la palabra perro muerde, ni la palabra virus contagia. En la Argentina modelo 2020 se “opera” con la palabra. Por eso no alcanza con decir la verdad, es necesario destruir la mentira.
El bisturí dejó de ser el único instrumento para operar en nuestro país. Con la pluma, (sin) la espada, pero con la palabra, (perdón Sarmiento), la lucha hoy es muy diferente a la de los días patrios.
Cuando se habla de relatos, se hace referencia a los esquemas discursivos con los que se busca justificar una posición, más allá de la veracidad o bondad de la misma. Los líderes políticos son maestros en el arte de construir relatos. Les resta aprender la materia “consenso”.
Desde el Pacto de Olivos que dio paso a la reforma constitucional de 1994 en adelante, los intentos de consenso nacional no tuvieron mayor trascendencia. Han pasado 27 años desde la histórica foto que muestra a Menem y Alfonsín caminando juntos por los jardínes de Olivos, el 14 de noviembre de 1993.
El relato sirve para la justificación de los actos que van más allá de los límites lógicos de la razón y el debate político. El relato busca debilitar al “enemigo”. El relato, tras su paso deja a la sociedad divida. Sin consenso no es posible generar las bases para el crecimiento de nuestra nación.
Es una obligación moral que toda nuestra clase dirigente debe tener para la Argentina empobrecida de la post pandemia. Sin dudas el 2021 será un año muy difícil de transitar, y, si a eso lo sumamos la guerra de los relatos, por oposición a la construción de los consensos necesarios para una nación mejor, habremos perdido una oportunidad más.
La Argentina de las cinco pandemias (salud, economía, educación, seguridad e instituciones) es una clara víctima de los relatos salvajes de su clase dirigente, que por largas décadas fueron construyendo relatos tras relatos que nos dejaron como estamos hoy: más empobrecidos que nunca (recomiendo una atenta lectura del informe de la UCA: Observatorio de la Deuda Social Argentina “Pobreza más pobreza”).
El relato no es una discusión leal sobre política o visiones para construir un futuro mejor. El relato de la política salvaje es la granada que, con su onda expansiva, busca la destrucción de todo lo que se encuentre dentro de su rango de “alcance”.
John Parker Dimitrinsky es un perro imaginario queno puede ver a nadie. Rompe todo. Rechaza a todos por igual. No se ve ni siquiera a sí mismo porque John Parker Dimitrinsky es ciego y producto de la imaginación de Facundo Cabral (1937-2011), un trovador argentino que llegó a ser propuesto para el Premio Nobel de la Paz por la UNESCO, y terminó muerto en Guatemala en un tiroteo entre bandas rivales.
Lo que llamó mi atención es la imagen que nos deja el autor de John Parker Dimitrinsky haciendo referencia a un perro ciego que lo lleva a comprender que “es mía la sombra que empaña este bendito mundo de luz, por eso ya no confundo la luna con el dedo que la señala”.
Y, esto es lo que nos pasa a los argentinos que somos “ciegos”, “sordos” y “mudos” frente a la simple constatación de los hechos. Nos encontramos sitiados por los relatos de la política. No logramos distinguir los hechos concretos y precisos de los “cuentos” que buscan darle sustento al discurso político.
Confundimos la luna con el dedo que la señala. Estamos aturdidos por tanto relato, tanta discusión barata, pueril, trivial, donde vale más un minuto de fama, que la virtud de la coherencia.
Nuestra democracia es claramente una bendición del cielo comparada con los años negros de la dictadura, pero lamentablemente hoy se ha convertido en comida de avión: Pollo o pasta. Punto. No tenemos más opciones.
Y en ese avión que es nuestro país, relato mediante, extraviamos el rumbo. Si gana el “pollo” vamos para el norte, si gana la “pasta” vamos para el sur. Conclusión nos quedamos estancados, nunca avanzamos. A la vez que nos hemos convertido en una enorme fábrica de pobres.
El relato de la política salvaje todo lo puede. El Relato es como John Parker Dimitrinsky, el perro ciego que rompe todo porque no ve. El relato enceguece. Hace todo más oscuro.
En los países del Primer Mundo -recordemos que hoy estamos más lejos que ayer de esa elite, pero más cerca que mañana-, el relato también existe, pero tiene límites, que, generalmente son impuestos por dos instituciones muy importantes que tienen el respeto de la población: la Justicia y el voto cívico. En las sociedades donde el cumplimiento de la ley, no es algo optativo, sino obligatorio, el relato no tiene cabida, porque al transpasar lo límites de lo permitido la justicia actúa de manera eficaz. Y la gente confía en que así será. El que “jode” va preso.
El proceso electoral del “país del norte” es un claro ejemplo del funcionamiento de las instituticiones, donde se trató de judicializar una elección, relato de fraude mediante (el sudor negro de Giuliani fue toda una señal), pero la justicia hizo lo que tenía que hacer y se terminó la discusión.
En nuestro país también tenemos -y muchos- ejemplos de jueces probos, dignos y éticos que dan ejemplares fallos, aún contra todo tipo de presiones sobre sus espaldas. Este tipo de justicia no goza de difusión pública, no es noticia que consuman los lectores, vale más hablar de un mal fallo (como el del juez que por estar el pasto largo no ordenó el desalojo de una tierra tomada), que del fallo probo.
Lamentablemente también hay algunos jueces que con sus fallos siembran un manto de duda sobre uno de los poderes más esenciales de nuestra nación: la justicia. Como abogado, he dedicado toda mi vida al derecho, y tengo muy en claro que sin justicia, no hay proyecto de país posible.
Es un esfuerzo institucional que tiene que ser hecho por la Suprema Corte de Justicia: ganarse el respeto de la ciudadanía. Y tras ella, los demás jueces, deberán hacer lo suyo. Los que ya lo hacen, no tendrán problema en seguir haciéndolo, los que no, deberán cambiar o renunciar. No hay más lugar para fallos que sobrepasan los límites del derecho y la lógica.
Por eso, cuando el relato de la política salvaje se mete en la justicia, hace tierra arrasada, porque afecta la credibilidad institucional de un poder escencial de la Nación: el judicial. Los relatos salvajes de la justicia son el cáncer que puede acabar con nuestra democracia, porque se le quita credibilidad al único poder del estado que tiene la faculta de dirimir las controvercias en todos los niveles que éstas se puedan plantear.
Desde la discución de dos vecinos por una medianera, hasta una decisión de la Cámara Electoral. Todo importa. La credibilidad de la justicia no puede ser vilipendiada por los relatos salvajes de la política que nos tienen sitiados, donde los tironeos de un lado y del otro producen la sociedad distópica en la que nos toca vivir.
De las cinco pandemias que sufirmos los argentinos en 2020, salud, economía, educación, seguridad e instituciones, ésta última es la cuarta pata de la mesa de los argentinos, la que le da el equilibrio necesario para que la mesa no se desplome.
La justicia otorga el equilibrio necesario para que una Nación sea “vivible”, segura, predecible. La seguridad jurídica se traduce en inversiones, que a su vez se traducen en trabajo para los laburantes de a pie. El relato de la política salvaje solo genera más pobres en una nación ya empobrecida.
¿Que la historia nos juzgue? El relato no es la historia. La historia son los hechos contados objetiva y cronológicamente. Litto Nebbia tenía razón cuando escribio: Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia.
La historia es lo que se cuenta, la reconstrucción cronológica de los acontecimientos narrados, contar una historia de principio a fin. El relato, en cambio, es la manera de contar la historia, los acontecimientos como los expone el escritor.
El relato salvaje ya sabemos lo que es. Convierte la palabra en un instrumento de adoctrinamiento político, donde no importa la verdadera historia. Donde los libros de los que estudian nuestros hijos contienen relatos políticos que no deberían de ninguna manera estar ahí. Es una deshonra para todos.
Un ejemplo puede ser contar una historia empezando por el final; otro, contar la historia a saltos entre el presente y el pasado; y uno más, es contarla mezclada con la descripción del lugar dónde ocurre y de los personajes que participa.
El relato político es, por sobre todas las cosas, elástico, permite adaptarlo a todo tipo de circunstancias. El “relator” busca darle cierta consistencia a lo largo del tiempo, a la vez que lo adapta según las circusntancias.
El reencuadre del relato político, equivale al “recalculando” que todos hemos escuchado más de una vez cuando nos equivocamos de ruta. El reencuadre facilita que las circunstancias cuadren dentro del relato. Si John Parker Dimitrinsky en lugar de un perro ciego fuera politico, sería un maestro en el arte del reencuadre.
El relato le da significatividad a los actos de gobierno, como por ejemplo el mal llamado “impuesto a la riqueza” por contraposición al también mal llamado “impuesto a la pobreza” que es la inflación. Son dos caras del relato de una Argentina distópica.
El relato permite construir una épica. Los argentinos necesitamos menos relato salvaje y más consenso, sentarnos a la mesa para discutir el rumbo de nuestra nación. Hay que trazar el rumbo, seguir la ruta, por la cual se podrá transitar, por el centro, un poco a la derecha o un poco a la izquierda, dependiendo de quien sea el ganador electoral de turno, pero siempre siguiendo un norte claro. Basta ya de Pasta o Pollo.
La política debe ser algo diferente, pensar a largo plazo, trabajar para construir concensos. Que nuestros dos principales políticos de la actualidad se sienten, foto mediante, a generar reglas de juego claras. Una especie de Ley de “acá para adelante no se jode más” (pido disulpas por el francés, pero basta de eufemismos).
No me refiero a la Ley 23.492 de Punto Final del gobierno de Alfonsín, ni a La Ley de Obediencia Debida Nro. 23.521, ni a los indultos dispuestos durante la presidencia de Menem, sino a algo mucho más simple una Ley de “acá para adelante no se jode más”. De lo contrario seguiremos estando como estamos ahora, fabricando cada día cientos de pobres que pasan a engrosar las estadísticas de la historia económica más oscura de nuestra nación.
Menos relato y más consenso. Sin eso, los argentinos estamos a la deriva. Sin un plan económico que seguir, con impuestos a los ricos que se fueron del país y no van a pagar nunca más un solo impuesto, y con un impuesto a los probres más que efectivo porque alcanza a todos: la inflación, somos una sociedad repleta de contradicciones.
Los relatos salvajes de una política que no tuvo, desde el 20 de marzo hasta la fecha, la ética de reducir sus dietas, como forma de solidarizarse con un pueblo quebrado económica y psicológicamente, deja ver a las claras que estamos como estamos, porque somos como somos y votamos como votamos.
La vida es tan buena maestra que si no aprendemos la lección, nos la vuelve a repetir. Nos hemos empobrecido tanto como sociedad que gritamos más fuerte un gol que una injuisticia.
Dejemos de “repetir” de una buena vez por todas y aprendamos la lección: John Parker Dimitrinsky debería ser el nombre de la próxima calle para recordarnos a todos que el “dedo no es la luna que señala”.
El autor es abogado, especialista en Derecho Corporativo, (Usal), Magister en Derecho Empresario (Universidad Austral), Master en Administración de Empresas (UCA) y tiene un PHD en Derecho. Es autor de numerosos libros y publicaciones