Durante mucho tiempo pensó que el tiempo curaría las heridas. Que la distancia borraría la memoria y el silencio activaría finalmente el olvido. El silencio suele ser una gran herramienta. Pero, como toda arma, detenta el peligro de lastimar y salir herido. Porque el silencio genera propia interpretación en el que no ha escuchado nada y sensación de haber dicho todo en el que calla. El silencio a veces habla lo exacto al dejar de decir, pero otras grita un grito que aturde y que no se olvida.
Comprendió al fin que la única manera de deshacerse de los fantasmas era enfrentándolos. Que debía terminar con esas conversaciones internas en soledad. Notó que la alfombra, donde venía escondiendo la mugre, lo hacía tropezar una y otra vez. Entendió que los conflictos no resueltos, las conversaciones adeudadas, la actitud tibia ante aquella injusticia, el silencio ante el dolor, el reconocimiento tan esperado que nunca llegó o la lágrima reprimida, sólo agigantaba su tristeza en noches de recuerdo.
El texto de esta semana nos muestra a Jacob regresando a la casa de su padre después de haberse alejado durante más de veinte años de los suyos y sus viejas deudas. En el camino deberá enfrentarse a su hermano Esav, de quien había huido. Que Esav en el relato sea un hermano lo coloca como ejemplo de todo vínculo que nos ate fuerte. Esav es un símbolo. Es la representación del enojo nunca elaborado, del conflicto no cerrado, del problema no abordado, la charla dilatada o el perdón jamás concedido. Esav son todos esos fantasmas que nos aterra enfrentar. Es el motor de todo escape a intentar seguir con nuestra vida, mientras no dejamos de añorar la vida que tendríamos.
Al seguir la ruta que toma Jacob en el mapa desde que sale de Jarán hacia Jebrón, la ciudad donde vive su padre, podemos notar que para encontrarse con Esav en la ciudad de Seir debe desviarse al menos 500 kilómetros. El de Jacob no es un encuentro casual, ni inevitable. Es meditado, pensado, necesario. Cerrar historias exige ir a buscarlas a su lugar. Jacob, siempre escondido en sus tiendas, decide salir e ingresar dentro del problema. El texto menciona que se dirige “al campo de Seir”, terreno y dominio de Esav, el hombre de campo. Enfrentar el problema exige ingresar dentro de él.
De pronto en plena noche, el relato nos dice que “Jacob quedó solo, y peleó un hombre con él, hasta la madrugada” (Gen 32:25). Asombra tanto la extensión de la pelea como lo contradictorio de esa soledad. Los exégetas vieron en la imagen a Jacob peleando con un ángel. El texto llano nos dice que la lucha fue consigo mismo. En soledad, sólo se lucha dentro. Es la pelea interior entre avanzar o permanecer en dónde estamos. Entre finalmente decir o continuar con el silencio, entre dar la cara a riesgo de salir lastimado, o permanecer con la herida de la ausencia. Es la lucha entre lo que somos y lo que queremos ser.
Finalizada la lucha, terminada la larga noche y ese sueño agotador, Jacob se sabe otro, se siente fortalecido y cambia su nombre. El texto a la vez nos dice que en la lucha quedó dañada una de sus piernas en el nervio ciático, lo que le provoca cierta renguera. Es el curioso motivo por el que al día de hoy, entre los cortes de comida Kosher aptos según la ley judía, no se permiten ingerir los cuartos traseros del animal. ¿Pudo acaso un sueño haberlo dejado con un dolor físico? Sin dudas. A veces es más doloroso emerger de la lucha interna, que de cualquier otra pelea.
Pero el texto es más profundo en su simbolismo: esa lucha interior nos hace otros, y nos hace a la vez caminar de otra manera. En hebreo, el nombre de ese nervio (Nashé) tiene la misma raíz que la palabra “olvido” (Nashui). Lo que no tenemos permitido es el olvido. No podemos olvidar lo sucedido, como tampoco atar nuestra vida a ese pasado. No debemos olvidar lo que nos haya tocado, como tampoco la transformación de nuestro ser al aprender a repararlo. Tenemos prohibido olvidar que aprender a cerrar historias abre camino a nuevas y mejores historias.
Amigos queridos. Amigos todos.
Esta semana comienza la hermosa fiesta de Jánuca, la fiesta de las luces y los milagros. La fiesta que nos recuerda que cualquier situación de angustia y oscuridad espera su milagro. Y que el milagro nace en el momento en que decidimos enfrentar nuestras propias historias, aprender a caminar diferente y entonces, encender esa primera luz.
* El autor es Rabino de la Comunidad Amijai, y Presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.
Seguí leyendo: