Empiezo describiendo dos escenas.
Una protesta contra la suba de precios en las afueras de un estadio deportivo y un taxista rechazando recibir el pago del viaje en cierta moneda, porque baja de precio todo el tiempo. Cualquiera podría ubicar estas escenas en alguna fecha no muy lejana, en Buenos Aires o en Caracas. Sin embargo, la primera se produjo en San Francisco, en las afueras del estadio de baseball, Candlestick Park, en junio de 1979, en dónde un fanático de los Giants protestaba por la suba de precios de “un pancho y una cerveza”. La segunda, transcurría, por la misma fecha, en Frankfurt, cuando un taxista rechazaba recibir dólares en pago del viaje, porque se devaluaba todo el tiempo contra el Marco alemán. La inflación, en los Estados Unidos, había llegado a dos dígitos, y las expectativas eran aún peores. El gobierno del presidente Jimmy Carter, se desmoronaba y, camino a las elecciones, Don Jimmy decidió desembarazarse de la “mafia del maní” (sus amigotes de siempre de Georgia) y convocar a nuevos ministros a su gabinete. Entre ellos, nombró Secretario del Tesoro a quien hasta entonces había sido el presidente de la Reserva Federal, William Miller. Don Miller, a su vez, le recomendó para su reemplazo a quién, paradójicamente, era su peor enemigo dentro del Comité de política monetaria de la FED, un tal Paul Volcker, el presidente de la Reserva Federal de New York.
Si hay que fechar el principio del fin de la era de la alta inflación en el mundo desarrollado, esa fecha es el 25 de julio de 1979, cuando Paul Volcker aceptó la designación de Presidente de la Reserva Federal (lo que, de paso, significaba para él una rebaja de su sueldo a la mitad).
Volcker pudo instrumentar, finalmente, la política monetaria contractiva a la que, como presidente de la Reserva Federal, Miller se oponía. Esta política, por no ser creída -todos suponían que no aguantaría la presión política, en un período electoral-, estancó la economía norteamericana sin bajar sustancialmente la tasa de inflación. Carter perdió las elecciones, pero Volcker siguió al frente de la Reserva Federal. Dos años después, la tasa de inflación en Estados Unidos había bajado a menos del 4% anual. La FED resultó creíble y ganó la guerra. Desde allí, el mundo desarrollado aprendió la lección acerca de cómo no tener inflación: Bancos Centrales con profesionales de primera categoría y, sobre todo, creíbles. Para ser creíbles, dichos profesionales deberían tener mandatos prolongados, ser designados como los jueces de la Suprema Corte y ser removidos de la misma manera. Dieciocho años más tarde, apenas llegado al poder, Tony Blair, para demostrar que el fin del ciclo conservador no significaba que el viejo laborismo volvería a las andadas inflacionarias, disolvió el Consejo Monetario y le concedió total autonomía a la Banca de Inglaterra. Por su parte, el Banco Central de Alemania, Bundesbank para los amigos, una fortaleza inexpugnable para la política, y su heredero el Banco Central Europeo exportó, con el Euro, la estabilidad al resto de Europa. Ya en los 2000, el mundo emergente “copió esa tecnología”, con Bancos Centrales independientes, con autoridades difícilmente removibles y, en el caso de este tipo de economías, con apertura comercial y generando competencia internacional.
La autonomía operacional no convertía a los Bancos Centrales en independientes de la política económica, ni en un “Estado dentro del Estado”, simplemente enviaba la señal a los llamados “formadores de precios y salarios”, de que sus autoridades harían lo que hiciera falta para cumplir con sus objetivos y que la política partidaria no podría interferir para torcer estas decisiones. Sólo un acuerdo político amplio, o la comisión de un delito, o el vencimiento de su mandato, podría destituir a los directores de un Banco Central. Bancos centrales independientes e imposibilitados legalmente de financiar a sus gobiernos, imponen, indirectamente, disciplina fiscal y racionalidad económica. Sin el financiamiento de la maquinita de imprimir billetes, los gobiernos dependen del mercado de deuda para financiar sus déficits. Pero el mercado pone un límite al financiamiento y no le compra deuda a cualquiera, sino a aquellos que proponen “buenas políticas”.
La inflación de dos dígitos quedó circunscripta, entonces, a países en donde las autoridades de los Bancos Centrales no tienen independencia política, carecen de credibilidad de mediano y largo plazo, y son removidos con un simple llamado telefónico.
La historia inflacionaria de la Argentina se inserta en este contexto. Banqueros centrales designados por el poder de turno y removidos sin problemas, con cualquier excusa. Cada tanto, en medio de una situación inflacionaria desesperada, se “inventa” una carta orgánica para el Banco Central que, en principio, hace difícil la remoción de sus autoridades y el financiamiento al gobierno. Pero en cuanto surge una necesidad de corto plazo, o se modifica la carta orgánica, con una nueva ley, o se logra, “a cambio de algo”, que el Senado apoye la remoción de las autoridades del Banco Central. Así pasó en el gobierno de De la Rúa-Cavallo, que “rajaron” por decreto al entonces presidente del Banco Central, Pedro Pou -¿casualidad o parte de la causalidad de la crisis del 2001?-. Así pasó con sus sucesores a los que “se les pidió la renuncia”. Así pasó con Martín Redrado, echado por la presidenta Cristina Kirchner por no querer entregar las reservas del BCRA contra un vale de caja que aún hoy luce en el patrimonio del Banco Central, valuado como si fuera algo más que simple papelito. (Dicho sea de paso, dada la carta orgánica de ese momento, sólo pudieron echar a Redrado con la complicidad del radicalismo, que parece tener una extraña dualidad cuando se trata de la “defensa de las instituciones”, o cierta fobia contra las autoridades del Banco Central).
Luego, la escribanía del Congreso que respondía a la presidenta Cristina Kirchner, para evitar tener que negociar con lo radicales, o para evitarle a los radicales el papelón de ser echadores seriales de autoridades del Banco Central, votó la modificación de la carta orgánica del Banco Central, que aún rige, y por la cual designar y echar al Directorio del Banco Central es bastante fácil. De hecho, la mayoría de las autoridades del Banco Central que sucedieron a Redrado no contaron con el acuerdo del Senado y se desempeñaron “en comisión”. No hubo, en nuestro país, Bancos Centrales autónomos institucionalmente. Sólo autonomías por personalidad o respeto profesional, que terminaron sucumbiendo a las necesidades u objetivos políticos del momento.
La Argentina, con autoridades del Banco Central dependientes del Poder Ejecutivo, está condenada a no tener política monetaria independiente. Es decir, condenada a alta inflación, salvo cuando la crisis de turno genera espanto y miedo.
Sin política monetaria independiente, la dolarización es consecuencia y no una conspiración.
Pero no contentos con haber terminado con la moneda, ahora se pretende completar la destrucción institucional del ya bastante comprometido poder judicial, con el cambio en la forma de designación y remoción del jefe de los fiscales, y modificaciones en la composición de los órganos responsables de designar y remover a los jueces, etc. La política, cansada de tener que seguir el consejo del Viejo Vizcacha de “hacerse amigo de la justicia”, ahora quiere obligar a la justicia a “hacerse amigo del político que lo designa, o que lo puede rajar”. Nada de justicia independiente, simplemente la flecha de la “dependencia” que iba de la política a la justicia, ahora cambia de norte, y va de la justicia a la política.
El amable lector y la amable lectora se preguntarán por qué mezclo a Miguel Angel Pesce con Daniel Rafecas. Muy sencillo, cualquiera que hunde capital en un país -inversión y generación de empleo que le dicen- pregunta, entre otras cosas, ¿es el Banco Central independiente del poder de turno? ¿Es la justicia independiente del poder de turno? Como vimos, un Banco Central independiente le asegura cierta estabilidad en los cálculos de rentabilidad de su inversión. Mientras tanto, una justicia independiente le asegura al inversor, la propiedad de esa inversión.
En la Argentina, la respuesta a esas dos preguntas es NO. Y las perspectivas, con las reformas que se proponen, son que sigan siendo no positivas.
Con esos dos NO en la lista, la tasa de retorno que se le pide a un proyecto en la Argentina resulta, en promedio, casi inalcanzable. Por eso, entre otras cosas, la tasa de inversión es baja, muchas empresas se van, tenemos la pobreza que tenemos y la economía está estancada. Por eso, para bajar ese riesgo se recurre al capitalismo de amigos, a la promoción (evasión legal de impuestos), a la evasión de impuestos lisa y llana, o en ciertos sectores, termina invirtiendo mal y poco sólo el Estado.
Seguimos sin poder unir causas con efectos y esperando que Dios nos dé una mano.