Naturalmente, la llegada de un nuevo presidente a la Casa Blanca genera incertidumbre respecto al rumbo que adoptará la principal potencia del mundo. Pero no da la impresión que la gran estrategia de Estados Unidos (aquella que guía su accionar) vaya a cambiar. En efecto, durante la campaña presidencial quedó en claro que tanto republicanos como demócratas consideran que el ascenso de China como potencia global es la principal amenaza estratégica que enfrenta su país.
Para entender el concepto de gran estrategia nos servirá repasar su evolución a lo largo de la historia reciente de los Estados Unidos. Inicialmente, la joven nación aprovechó su posición geográfica ventajosa (rodeada por Océanos y países relativamente débiles) para mantenerse alejada de las disputas entre las potencias europeas. A lo largo de este período se expandió geográficamente y consolidó su poder. Más adelante, incluso adoptaría la Doctrina Monroe, la cual llamaba al no involucramiento de los europeos en el hemisferio occidental.
Durante las dos guerras mundiales, Estados Unidos se terminó involucrando militarmente en la etapa final de los conflictos, saliendo en ambos casos fortalecida. Este fue un período de transición, en donde convivían los sentimientos aislacionistas de la población (que tan buenos resultados habían producido) y los deseos de una clase dirigente por asumir la responsabilidad que significaba ser la mayor potencia del mundo. La última de las visiones se consolidaría luego de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, en aquel momento tomó fuerza la idea de que la prioridad estratégica de los Estados Unidos durante las próximas décadas consistiría en contener el ascenso de la Unión Soviética y del comunismo en general. Eventualmente el bloque occidental logró imponerse en la Guerra Fría, en parte gracias a que la dirigencia estadounidense logró mantener esta estrategia y esperó pacientemente que el imperio soviético se derrumbara como consecuencia de sus propias debilidades.
Pero mantener una misma estrategia no significó que no se produjeran cambios de una administración a la otra. Por ejemplo, se pasó del realismo de Richard Nixon, que se alió con la comunista China para aislar a los soviéticos, a un gobierno que, como fue el de Ronald Reagan, incentivó activamente su caída mediante la asfixia fiscal que le produjo al bajar sus ingresos (promoviendo una caída en el precio de sus productos de exportación) y aumentar sus gastos (al incentivar una carrera armamentística). En definitiva, si bien la retórica y las tácticas variaron, la estrategia siempre fue la misma. Una estrategia que sirvió para ordenar la política exterior de Estados Unidos.
Pero con la caída del Muro de Berlín esta gran estrategia dejó de tener sentido. Vendría entonces un período de mayor confusión. ¿Había triunfado definitivamente la democracia liberal?, ¿Estados Unidos ya no enfrentaría enemigos de peso? ¿Debería Washington incentivar la expansión del nuevo orden liberal a través de su supremacía militar o a través de la diplomacia? Estas y otras preguntas de fondo fueron respondidas de distinta forma. Por tomar un caso, las diferencias entre las políticas de George W. H. Bush (presidente entre 1989 y 1993) y las de su hijo (2001-2009) fueron enormes. Esta falta de claridad estratégica llevó a que Estados Unidos iniciara una serie de conflictos militares que resultaron ser desastrosos tanto desde el punto de vista económico como político. El caso más claro posiblemente haya sido la segunda guerra de Iraq.
En los últimos años Estados Unidos ha estado buscando una nueva estrategia. ¿Rusia es un enemigo o un potencial aliado? ¿Beijing se integrará al orden internacional defendido por Washington o intentará cambiarlo? Ya durante la presidencia de Barack Obama comenzó a observarse la intención de frenar el crecimiento de China. Muchos sostenían que una modificación en la distribución de poder mundial llevaría a un cambio en el sistema internacional que terminaría perjudicando los intereses del país. La relativa seguridad que disfruta Estados Unidos, y que le permite moverse con relativa libertad en las distintas regiones del mundo, llegaría a un fin si China se consolida como la potencia indiscutible de Asia.
Obama encaró entonces un cambio de doctrina que tendría como una de sus principales consecuencias el traslado de recursos militares desde el Medio Oriente y Europa hacia Asia. Este cambió se consolidaría aún más con Donald Trump, que terminó adoptando una retórica más confrontativa con Beijing y estuvo incluso dispuesto a modificar el sistema de instituciones y de alianzas para limitar, de esta manera, el ascenso de China como potencia mundial.
Biden continuará con esta estrategia, aunque variará la retórica y el accionar táctico de Estados Unidos. El multilateralismo y la alianza con Berlín y París volverá a ganar protagonismo. Por otra parte, la posibilidad de establecer una alianza con Moscú, lo cual hubiese sido posible durante un segundo mandato de Trump, ahora parece improbable. Temas como la violación de derechos humanos y el cambio climático serán utilizados para denunciar el accionar de China. Pero el elemento ordenador de la política exterior de Estados Unidos, más allá de diferencias tácticas y retóricas, será el mismo.
¿Podemos sacar alguna lección de todo esto? Si bien la Argentina no es una potencia, naciones como la nuestra también necesitan tener una estrategia basada en un entendimiento correcto de lo que ocurre en el mundo para guiar su accionar. Cuando Estados Unidos la tuvo fue exitoso, pero cuando esto no ocurrió así comenzó a cometer errores. No debería por lo tanto extrañarnos que la decadencia argentina haya coincidido con la falta de consensos respecto al lugar que debemos ocupar en el mundo.
Seguí leyendo: