Los sistemas jubilatorios estatales nacieron como esquemas de solidaridad intergeneracional. Los jóvenes activos aportaban parte de su sueldo, para que aquéllos que llegaran a la edad de retiro pudieran cobrar una jubilación hasta su muerte. Obviamente, estos sistemas nacieron superavitarios, porque había muchos jóvenes trabajando y aportando durante muchos años y pocas personas mayores retiradas, las que, además, vivían pocos años. Este sistema solidario requería que siempre hubiera una relación activos/pasivos lo suficientemente amplia para que, con poco aporte de los trabajadores en actividad, los jubilados recibieran una buena remuneración. Además, se necesitaba que lo que iba “sobrando” cada año, se invirtiera de manera rentable, para que, en caso de empeorar la relación activos/pasivos, o en momentos negativos del ciclo económico (desempleo), siempre se le pudiera pagar a los jubilados la remuneración comprometida.
Pero sucedió que, primero y gracias a los avances de la medicina, la expectativa de vida aumentó, sin que se moviera, al mismo ritmo, la edad de retiro y, segundo, muchos gobiernos se “patinaron” el dinero acumulado en aventuras redistributivas electorales. Es decir, el sistema se fue degradando, porque empeoró la relación activos/pasivos, y porque se administraron mal sus cajas.
En el caso argentino, la cuestión se degeneró aún más porque no sólo los gobiernos se gastaron los “fondos de reserva”, sino que, además, la inflación redujo el valor real de los aportes y por lo tanto, de las jubilaciones. En el medio, y sin ningún cálculo actuarial confiable, se establecieron “reglas” para compensar a quienes aportaban más dinero por más tiempo a ese pozo común. Se armó, entonces, un sistema mixto, solidario y compensatorio a la vez.
Como el sistema empezó a ser deficitario, no tuvieron mejor idea que aumentar los impuestos al trabajo, al mismo tiempo que se destruía la productividad del trabajo (no quiero hacer esto demasiado largo, otro día entro en detalles). Con costos laborales más altos y productividad del trabajo más baja, aumentó el trabajo en negro. Es decir, se logró el efecto inverso, en lugar de recaudar más se recaudaba menos. A eso se le sumaron, demagógicamente, regímenes especiales de jubilación temprana, en muchos casos sin financiamiento, regímenes provinciales deficitarios, financiados con impuestos coparticipados (¿solidaridad regional?). Luego, para no “blanquear” que el sistema no resistía su aspecto compensatorio, se ajustaron diferencialmente las jubilaciones más altas, y se empezaron a liquidar mal dichas jubilaciones. En otras palabras, se incumplieron los compromisos de ley, con “equivocaciones” en los cálculos de los importes a pagar. Esto llevó a judicializar estos pagos. Una parte del gasto en las jubilaciones mínimas se pagó liquidando mal el resto de las categorías. En la década del 90, se decidió, como en otros países del mundo, pasar de este sistema pseudo solidario compensatorio, a un sistema de capitalización individual obligatorio (no de privatización porque había AFJP públicas, como la del Banco Nación, o el Banco Provincia) en donde cada uno, en lugar de pagar un impuesto al trabajo, ahorraba obligatoriamente en fondos de pensión administrados profesionalmente.
Pero un sistema de capitalización individual, para ser exitoso, necesita de buenos salarios (para que el aporte a ahorrar sea lo suficientemente alto), de buenos rendimientos reales y de bajos costos de administración. En promedio, nada de esto estuvo disponible. Pero, en lugar de revisar el sistema para corregir estos desvíos (hay varias formas en el mundo), el primer gobierno de la actual Vicepresidenta, apoyada por casi todo el arco político, justo es decirlo, decidió expropiar a cada uno de nosotros los fondos que teníamos ahorrados y pasarlos a una gran AFJP llamado rimbombantemente (los políticos argentinos son malos para administrar, pero genios marketineros) Fondo de Garantía de Sustentabilidad, y, además, se convirtió, nuevamente, nuestro ahorro mensual, en un impuesto solidario, contra la promesa de pagarnos una jubilación solidaria compensatoria en el futuro.
No contento con esta estafa, el gobierno de entonces decidió ampliar el beneficio de la jubilación a más de 4 millones de personas, sin tener fondos adicionales para pagarles. Muchos de estos nuevos jubilados “se merecían” un “subsidio universal a la vejez” pero muchos otros tenían un nivel de vida y de ingresos, que no justificaba la “solidaridad”.
A partir de allí, todo fue barranca abajo. La poca liquidez del FGS -el 70% de su cartera son títulos públicos- se destinó a créditos subsidiados, a inversiones en obras públicas de dudosa rentabilidad, o a proyectos “productivos” -transferencia intergeneracional al revés, de los jubilados al resto- y el flujo fue cada vez más deficitario, al punto de necesitar ser cubierto con impuestos fuera de los aportes jubilatorios.
Por si esto fuera poco, se sumaron a los gastos netamente previsionales, otros que nada tienen que ver con las jubilaciones (desde las asignaciones familiares hasta las computadoras para los colegios, el Procrear, o ahora el IFE y otros pagos). El déficit siguió creciendo, y no sólo se cubrió con impuestos generales, sino que también se destinaron (y se destinan hoy), la “renta” de los títulos públicos en cartera del FGS. Pero como el Estado tiene déficit financiero, esa renta se paga con más deuda. Es decir, una gran parte de los gastos corrientes de las jubilaciones se pagan con impuestos generales y endeudamiento.
Sobre llovido mojado, el gobierno del presidente Macri inventó un gasto permanente “la reparación histórica”, financiado con un ingreso por única vez -el blanqueo- (a “truco” populista, “quiero retruco” neoliberal), y la Corte “ayudó” quitándole el ingreso del 15% de la coparticipación que aportaban las provincias. En síntesis, hoy el gasto jubilatorio se acerca al 45% del presupuesto de gastos nacionales y el déficit -aportes jubilatorios menos gastos en jubilaciones- llegará este año aproximadamente a 1,2 billones de pesos. En proporción del PBI, gastamos en jubilaciones como un país europeo y cada jubilado cobra como si viviera en Etiopía. El sistema está totalmente quebrado, y requiere, como casi todo en la Argentina, una reformulación integral.
Para eludir esta reformulación y obligados, política y legalmente por la Corte a establecer alguna regla de movilidad automática de las jubilaciones, los gobiernos de turno inventan “fórmulas de ajuste” coyunturales, que, como se proponen con anticipación, tienen resultado incierto. A veces mejora la situación de los jubilados, en otros momentos la empeora. A veces, el gobierno cree que está armando una fórmula para ahorrar y termina perdiendo y otras veces, pretendiendo mejorar la situación de los jubilados, la empeora. De allí que, periódicamente, se propone una fórmula nueva.
Pero si el amable lector y la amable lectora llegaron hasta acá sin dormirse, se habrán dado cuenta que las fórmulas pasan y el problema queda.
Y el problema es que, como en la mayoría de las políticas públicas, en lugar de buscar soluciones “sustentables” seguimos contándonos mentiras.
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