En su libro más conocido, Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, John Maynard Keynes, considera a los empresarios poco menos que irracionales, atribuyéndoles una conducta bipolar, que los lleva del optimismo y la euforia inversora a la apatía, el desinterés y el desapego por el crecimiento de sus empresas.
Esta supuesta falta de constancia, que el autor atribuye a la volatilidad del “espíritu animal” que guía el accionar de los hombres de negocios, hace necesario que el Estado intervenga para suplir la “falta de demanda” en los períodos de menor interés inversor.
El supuesto crítico es que “la demanda crea su propia oferta”. El mayor gasto del Estado, estimula el consumo, haciendo que las empresas afronten mejores perspectivas, generándose así un círculo virtuoso de crecimiento de la producción, el empleo y los salarios.
Jean-Baptiste Say, en cambio, sostiene la hipótesis contraria: “es la oferta la que crea su propia demanda”. Con el paso del tiempo, este aserto fue bautizado como “La ley de Say”. Según este autor, quien inicia la actividad productiva es el empresario. Luego de decidir comenzar un nuevo proyecto o ampliar uno existente, el emprendedor moviliza recursos en la compra de diferentes activos que le permitan llevar a cabo su iniciativa.
Mientras el “proyecto” siga en marcha, la rueda se realimentará genuinamente, mes tras mes, con las altas y las bajas naturales del ciclo de los negocios
La puesta en marcha del nuevo negocio, implica la contratación de trabajadores y la compra de insumos, de manera continua y permanente. Los pagos de los salarios de los nuevos empleados y de los insumos, que se transformarán en productos finales, suponen la creación de una demanda antes inexistente. Mientras el “proyecto” siga en marcha, la rueda se realimentará genuinamente, mes tras mes, con las altas y las bajas naturales del ciclo de los negocios que prevalezca en cada situación.
La inversión pública
Los políticos de todo el mundo aman las obras públicas. La justificación económica de un proyecto de inversión estatal debería depender exclusivamente de los beneficios tangibles que éste producirá, una vez finalizado.
En los países ricos, puede tener sentido invertir grandes sumas de dinero en proyectos recreacionales o de ostentación de poderío económico. En los países de bajos ingresos, en cambio, sólo debería considerarse la contribución que la obra agregaría al mejoramiento de la capacidad y/o competitividad del sector productivo.
En un país con altos niveles de pobreza, como es el caso de Argentina, la contribución de un proyecto “faraónico”, que no produzca “externalidades positivas”, es nulo.
En un país con altos niveles de pobreza la contribución de un proyecto ‘faraónico’, que no produzca ‘externalidades positivas’, es nulo
En lugar de esta sólida argumentación, de características neoclásicas, los políticos defienden mayoritariamente cualquier tipo de inversión estatal. El ejemplo extremo es la cita de Keynes: “cavar hoyos durante el día y cubrirlos nuevamente con tierra por la noche”.
Se argumenta que la obra pública tiene efectos multiplicadores, lo cual es cierto, pero se descuida el aspecto más importante: es transitorio. Una vez finalizada, los obreros dejan de recibir salarios, los proveedores de materiales de construcción ven mermados sus pedidos, los pequeños negocios que se establecieron para atender las necesidades de los trabajadores deben cerrar, y en general, todo retorna a la “normalidad”.
Lo único que queda es el fruto de la inversión. Si ésta contribuye a mejorar el proceso productivo, la sociedad habrá salido gananciosa. Si, en cambio, se trata de un mausoleo o una estatua para agasajar la memoria de un prócer, debería ser considerada un gasto superfluo, que solo aportó salarios y consumo por un período de tiempo, finalizando sus beneficios en el momento mismo de terminarse de construir.
La enseñanza es obvia, la demanda que genera la obra pública, es transitoria y contribuye, en cambio, a generar fluctuaciones más acentuadas en la oferta y en el ciclo económico.
El rol empresarial
Cuando existe mayor libertad de comercio y un mejor clima empresarial, bajos impuestos y pocas regulaciones, el sector productivo busca ávidamente nuevas oportunidades de negocios a fin de obtener un mayor lucro personal.
Incentivar la oferta, confiando en la “Ley de Say” paga altos dividendos a los gobiernos que actúan de esta inteligente manera. Los empleos que se crean son permanentes, los salarios se pagan y se gastan todos los meses, aumentando genuinamente el consumo. Toda la economía tiene una mayor demanda que, debe insistirse, ha sido creada por la “nueva oferta”.
El talento natural del emprendedor vernáculo es incomparable. A pesar de portar la enorme mochila de un sector parasitario que extrae gran parte de las riquezas que se producen, son evidentes sus logros, en términos de creación de empresas exitosas a nivel mundial, los llamados “unicornios”.
También es notable el éxito relativo de quienes se radican en el exterior, destacándose claramente, en igualdad de condiciones, de quienes provienen de países más prósperos.
Quizás esto se deba al entrenamiento vernáculo, que implica soportar la enorme carga adicional mencionada anteriormente. Pareciera que, como sociedad, estuviéramos invirtiendo recursos para mejorar el rendimiento de nuestros emprendedores, obligándolos luego, por falta de oportunidades, a emigrar con nuestra “inversión social en capital humano” a cuestas.
Si agregamos la considerable dotación de recursos naturales con que cuenta nuestro país, no es sencillo explicar el lugar en el ránking internacional de prosperidad que ocupamos actualmente.
El complejo de Penélope
En La Odisea, poema épico de Homero, Penélope espera el regreso de su esposo de la Guerra de Troya. Su prolongada ausencia, la obliga a prometer cumplir una innoble tarea, cuando termine de tejer un sudario para su suegro, el rey Laertes.
A fin de prolongar indefinidamente el cumplimiento de su promesa, desteje de noche lo que tejió de día, haciendo inútiles los esfuerzos de sus celadores, que ansiaban verla cumplir con su obligación.
El nuevo “impuesto a la riqueza” parece un insulto imperdonable a la inteligencia de los argentinos, cuyas consecuencias serán pagadas por los más necesitados
En el poema griego, Odiseo regresa a tiempo y evita el deshonor de su esposa. En la economía argentina, un sector dinámico de la sociedad, creativo y digno de admiración, teje en silencio, con bravura, ahínco y convicción, mientras que otro sector, con envidia, odio y resentimiento, desteje una y otra vez la obra de sus “enemigos”.
La reconciliación de la política con la sociedad solo será posible si se admira y se respeta a los generadores de riqueza, en lugar de abrumarlos con nuevos impuestos, controles de precios, regulaciones y prohibiciones.
El nuevo “impuesto a la riqueza” parece un insulto imperdonable a la inteligencia de los argentinos, cuyas consecuencias serán pagadas, como siempre, por los más necesitados.
Podría considerarse una burda maniobra de distracción, para ocultar el brutal ajuste al que están sometiendo al sector privado, especialmente a los jubilados, mientras “sigue la fiesta” de los políticos y su coro de cortesanos.
El autor es Economista y asesor financiero
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