Si la Argentina aspira a convertirse algún día en un país normal y salir del cono de decadencia en que está inmersa -y evitar que ese proceso se acelere, como parece constatarse en estos días- tiene dos grandes desafíos que enfrentar: preservar el republicanismo, que podría perderse si el oficialismo concreta las reformas en el Poder Judicial, y adaptar su sistema impositivo para que haga posible la inversión y el empleo.
Este sistema tiene dos misiones fundamentales que deberían ser compatibles: por un lado, ser la fuente de recursos para el sostenimiento del Estado, y por el otro, ser la llave que facilite la inversión y el empleo, sobre todo en un país donde la inversión y el empleo son la única vía posible para reducir la inmoral tasa de pobreza que hoy nos atormenta.
Sin embargo, el actual sistema desalienta ambas necesidades, y más grave aún, el nuevo Presupuesto incluye aumentos de alícuotas y nuevos gravámenes que van en sentido contrario de las exigencias de la hora.
Al margen del Presupuesto (o en paralelo), en ciertas jurisdicciones se cometen desvaríos como el llamado “impuesto al viento”, que constituye un atropello no solo a los que invirtieron en energía eólica en Chubut, sino a la inversión en general en el país, ya que pone en evidencia que una vez hecho el desembolso el sistema político/administrativo tolera que se aplique un impuesto que cambia las condiciones con las que se decidió originalmente la inversión. Es como un gran cartel que invita: “No inviertan en el país, que apenas lo haga lo van a estafar”. Tal vez algunos miren para otro lado por considerar que fueron inversiones promovidas por el anterior gobierno, pero en el fondo es advertir que la ley y los impuestos se adecúan al oficialismo de turno.
Algo similar puede señalarse respecto al diferencial de tasas en el negocio del “juego” a favor de las empresas de capital nacional, como si se tratara de un sector estratégico que al país le interesa desarrollar. Como es una actividad aleatoria que no afecta intereses sensibles, nadie va a salir a la calle por esa anomalía. O posiblemente sea una forma sutil para que la sociedad se acostumbre a tolerar cualquier aberración, que ya todo nos parezca normal.
Y que hablar del absurdo e inconstitucional impuesto a la riqueza, que no es más que una frutilla a la torta de un sistema impositivo confiscatorio. En el mundo, los sistemas tributarios alcanzan a una parte de los ingresos de las personas o las sociedades. En países muy desarrollados, que no precisan inversión porque ya están sobreinvertidos o no existe la pobreza, la tasa a las utilidades puede ser significativamente alta, pero afecta siempre a una parte de los ingresos, nunca a todos los ingresos, menos aún a quedarse con una porción del patrimonio de los individuos o las compañías. Ya en la época feudal, el tributo era concebido como una parte de la cosecha, nunca toda la cosecha. Era una forma de preservar la paz social y el equilibrio productivo.
El sistema impositivo argentino se convirtió en una bola de nieve que ha venido acumulando impuestos, buena parte de ellos aplicados por única vez -como el impuesto al cheque o a los bienes personales- que en su conjunto constituyen un acto confiscatorio hacia los patrimonios.
El impuesto a los bienes personales se implantó en 1991, luego del rebote hiperinflacionario del inicio de la gestión de Menem, como un gravamen de excepción, en una sociedad sensibilizada por haber vivido la hiperinflación, pero esperanzada a su vez por un gobierno peronista que dio señales que alentaron la inversión (y quitó otros impuestos distorsivos como las retenciones al agro, lo que posibilitó la explosión productiva que se dio en esa década y se pudo capitalizar en la siguiente cuando subieron los precios internacionales).
Sin embargo, bienes personales quedó enquistado en el sistema impositivo disimulado en una tasa nominalmente baja. No obstante, constituye una aberración: o se gravan las rentas o se grava el patrimonio, nunca ambos. Pero a finales del año pasado, apenas asumió el nuevo gobierno, elevó la tasa de ese tributo a niveles que ya bien podrían considerarse confiscatorios: superaban la renta de cualquier colocación financiera en una plaza confiable del mundo, donde las colocaciones van del 0.5 al 1.5 por ciento anual -y sin considerar aquellos destinos donde hay que pagar para dejar el dinero en custodia-.
Hasta ese entonces, ningún impuesto de manera aislada podía ser considerado confiscatorio, pero ya lo era el conjunto. No hay que soslayar que quienes están alcanzados por bienes personales a las tasas aumentadas, ya estaban pagando el IVA en todo lo que compraban, retenciones si son productores agropecuarios o exportadores industriales o de servicios, impuesto a los débitos bancarios en cada cheque que emiten, ingresos brutos en cada factura, tasas municipales en muchas actividades, impuesto inmobiliario en las propiedades, aportes patronales en cada pago al personal en dependencia, un anticipo del impuesto a las ganancias correspondiente al próximo año, que tiene de por sí una tasa considerable, aun cuando no tenga la más remota idea si las tendrá.
Y sobre este páramo desolador para los que son los grandes sostenedores del sistema, se viene este nuevo impuesto a la riqueza que no es más que una superposición al ya abusivo bienes personales. ¿Cómo sorprenderse de que se haya producido esta estampida de los grandes contribuyentes del país? ¿Cómo piensan los “genios” que pergeñaron este tributo que van a compensar la sangría que sufrirá la recaudación? ¿Acaso subiendo los impuestos a los que se queden? ¿Alguien les advirtió que la pobreza ha venido creciendo a la par que se aumentaban los impuestos? ¿Sopesaron las nefastas consecuencias que tendrá su iniciativa para el país? ¿Son conscientes que están descabezando al empresariado nacional, forzando la partida de los más talentosos y exitosos que ha generado la Argentina en las últimas décadas? ¿Quién arriesgará capital en nuevos emprendimientos para generar empleo?
Y respecto del otro gran desafío, preservar el republicanismo es algo esencial: la democracia sin el republicanismo es una falacia. Si el Poder Judicial pasa a ser manipulado y controlado por los otros dos poderes (el Ejecutivo y el Legislativo) eso le posibilitará al gobierno en ejercicio perpetuarse en el poder -tal como está sucediendo en Venezuela- ya que controlará el sistema de reglas de juego y los veredictos de la Justicia que tornará por legal cualquier arbitrariedad de su parte.
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