Otro ladrillo más en la pared

La mejor educación es aquella que nos hace preguntar, no la que nos da todas las respuestas servidas

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The Wall (1982)
The Wall (1982)

Admito que he usado hasta el hartazgo imágenes de la película The Wall (1982) en centenares de clases o conferencias. Eran tiempos del VHS y con artesanía pura me las había ingeniado para capturar una escena emblemática y así pasarla, videocasetera mediante, sobre la pantalla que hubiera en el aula o salón. No crea el lector que las disertaciones eran siempre en magistrales lugares, con todo el equipamiento tecnológico a disposición. Más de una vez debía sacar el reproductor de mi casa, cargarlo en el auto, llegar antes al lugar y acondicionar todo para que funcionara al momento de la charla. Si no había pantalla, una sábana o una simple pared blanca eran excelentes. La escena en cuestión es la de los alumnos que, prolija y militarmente sentados, tienen ante sí a un temible y represor profesor que los fustiga para memorizar, cual burros, definiciones diversas que no ayudarían en nada a sus formaciones.

Algunos han malinterpretado los versos: “We don’t need no education/ No dark sarcasm in the classroom/ Teachers leave them Kids alone…” (No necesitamos ninguna educación ... No sarcasmo oscuro en el aula…., Maestros dejen en paz a los niños…), como un rechazo a ser educados. Por el contrario, Waters nos incitaba con su memorable “All in all you’re just another brick in the wall” (Con todo, eres solo otro ladrillo en la pared), a que la educación debiera ser básicamente para ayudar a pensar y no para tener todas las respuestas a la mano. La mejor educación es aquella que nos hace preguntar. No es la que nos da todas las respuestas servidas.

Las falencias de nuestro sistema educativo son tan monumentales que para reconstruirlo sería más fácil pensar absolutamente todo desde cero. Sus pilares están quebrados, sus estructuras son arcaicas, los programas no preparan a los jóvenes para los nuevos requerimientos del hoy y del mañana. Se ofenderán varios, pero hasta la mayoría de los mismos maestros no califican para los desafíos del hoy. Nuestra sociedad está en caída libre y para pensarla nuevamente, es en la escuela donde deberemos empezar a encontrar el norte. A quién le quepa el sayo, que se lo ponga.

Juan, el Tano, es de lágrima fácil. Se formó en la enorme Universidad de la Calle y se doctoró con Honores de Sentimentales Tangos. Nunca supe si realmente nació en Italia o si es tan poderoso su amor por “La Bota” que sus relatos tienen esa mezcla de fantasía y sueños, que los vuelven totalmente verosímiles. Juan vende golosinas, que no son otra cosa que esas pequeñas gratificaciones que nos acompañan de por vida, salvo para algunos. Tiene un gran comercio en una zona muy popular, exactamente donde las vías del Tren Roca mueren luego de trajinar desde el lejano Sur hasta las puertas mismas de la gran ciudad. Lo he visitado muchas veces y cada vez que he ido no pude evitar retorcerme de angustia al ver a cientos de pibes (los buscas) que bajan corriendo del tren y con el producido de las ventas entre los vagones, le tiran sobre el mostrador, arrugados, sucios y desgastados billetes para comprar otra cajita de golosinas y volver corriendo al tren y otra vez rumbo al Sur. “Pueden hacerlo 5 o 6 veces en el día y ya sabes, van haciendo una diferencia… al final del día llevan algún mango a sus casas”. La golosina, juguete del dulce saboreo, se convierte en un intercambio comercial para poder sobrevivir. Son pibes. Son laburantes. Nunca probarán lo que tienen que vender.

Siempre que alguien habla de los chicos que luchan por vivir, pienso en mi amigo el Tano Juan, ya que creo que desde algún lugar, esos pibes no quieren ser “un ladrillo más en la pared”. Ellos están en la pelea de la vida. Nuestros brazos no alcanzarían jamás para contener tanta pobreza, tanta falta de cariño, tanta falta de enseñanza. Pero allí van los purretes, corre que te corre tras las ruedas del ferrocarril, con sus alfajorcitos o turrones cuidándolos como oro y pensando “No son para comer, son para vivir”.

Ray Bradbury (1920-2012) escribió un relato épico Todo el Verano en un Día, que nos cuenta la historia de un planeta donde el Sol solo aparece cada 7 años ya que el resto del tiempo es noche profunda o bien terribles lluvias caen sobre él. Es un planeta sin la energía del sol y los chicos que habitan allí son mustios y pálidos (son meros ladrillos en la pared). Cierto día, exultantes científicos predicen que en este sempiterno oscuro planeta, al otro día, a tal precisa hora y por espacio de no más un largo suspiro, el sol aparecerá para mostrarse radiante, para luego volver a esconderse por vaya a saber cuanto años más. En ese planeta, ningún chico había conocido el sol jamás, quizás como los pibes del Tren de Juan o los alumnos de Roger Waters y tienen ante sí una ocasión memorable, seguramente irrepetible. Por la noche todos comenzaron a prepararse con risas, sueños y alegrías compartidas ya que tendrían la posibilidad de recibir la tibieza de los rayos sobre sus caras aunque sea por unos pocos instantes. Leyeron y leyeron sobre las propiedades de la luz solar y hasta escribieron un poema sobre nuestra estrella única y final.

Esto es así para todos, menos para Margot. Margot tuvo una dura infancia y siempre fue objeto de la burla de todos. A tal punto, que los mismos chicos de la escuela deciden encerrarla dentro de un armario a manera de “broma” totalmente sádica y le advierten “jamás conocería el sol”. El tema es que los chicos se olvidaron de Margot y al aparecer el sol, mientras todo el planeta festejaba, cantaba, corría, bailaba, Margot lloraba recluida en el armario, sumergida en la mayor de las sombras, en los silencios más totales y con esos dolores que calan hondo. Cuando el Astro comienza a ocultarse para dejar en oscuridad y lluvias nuevamente a todo el planeta, alguien se acuerda de Margot encerrada, pero ya era tarde. Margot no vería el sol por muchos años más.

Ray Bradbury, Roger Waters y el Tano Juan nos arrojan con fiereza sobre nuestras caras, lo que significa vivir sin la calidez del sol, sin la libertad o, peor aún, lo que significa confinar a millones de niños a la falta de crecimiento, a la ausencia de sueños o simplemente a tener cuanto menos una esperanza. Desde el lugar en que estemos dando batalla, es bueno tener presente a los pibes. No hagamos de ellos un ladrillo más en la pared. Si no revertimos esta decadencia, el Muro será enorme. Será gris, sin sol y teñido de tristezas.

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