13 de noviembre de 1955: el día que se profundizó la grieta entre peronistas y antiperonistas

Una fecha en la que el odio venció a la concordia y en la que un camino de convergencia fue descartado por uno de confrontación

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Pedro Eugenio Aramburu
Pedro Eugenio Aramburu

Pocas semanas después de haber derrocado al gobierno del general Juan Domingo Perón, el gobierno militar surgido del pronunciamiento que pasó a la historia con el autodenominado título de la “Revolución Libertadora” enfrentaba una severa crisis. Desde su asunción como presidente de la Nación a fines de septiembre de 1955, el general Eduardo Lonardi era hostigado por sectores duros del régimen nacido tras el golpe contra Perón. Insistentemente se advertía que Clemente Villada Achával ganaba terreno en el entorno de su cuñado, el presidente Lonardi. Su designación como “secretario de asesoramiento” de la Presidencia -con rango de ministro- había indignado a varios jerarcas de la cúpula militar.

La caída de Perón, el 16 de septiembre, había sido seguida por una bifurcación en el poder del gobierno de facto. De inmediato se perfilaron dos corrientes en el seno del gobierno militar. Aquella que enfrentaba a los partidarios de una tendencia nacionalista dispuestos a una cierta tolerancia con el peronismo y los sindicatos frente a los liberales (“gorilas”) quienes manifestaban una completa intolerancia al movimiento peronista y buscaban erradicar todo vestigio del régimen depuesto.

En su biografía sobre Aramburu, Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi (2005) sostienen que Lonardi no estuvo dispuesto a nombrar ministro de Guerra al general Pedro Eugenio Aramburu, aparentemente molesto con su trato poco amistoso durante los prolegómenos del pronunciamiento contra Perón. Fraga así lo explicó: no designar a Aramburu en el gabinete constituyó un importante error de Lonardi dado que “la paradoja es que si hubiera nombrado a Aramburu, la tradicional lealtad del ministro hacia el Presidente -solo quebrada en 1943 por Pedro Pablo Ramírez- hubiera impedido que Aramburu reemplazara a Lonardi en la Presidencia de facto”.

En tanto, el día 2 Perón había abandonado Paraguay rumbo a Panamá, la segunda escala de su largo exilio. Más tarde seguiría en Venezuela, República Dominicana y España. Una semana más tarde se había conformado la “Junta Consultiva Nacional”, presidida por el vicepresidente Isaac Rojas. Con funciones de “asesoramiento” al nuevo gobierno, la misma estaba integrada por Alicia Moreau de Justo, José Aguirre Cámara, Miguel Angel Zavala Ortíz, Julio A. Noble, Horacio Thedy, Rodolfo Martínez, Nicolas Repetto, Oscar López Serrot, Manuel Ordoñez, Américo Ghioldi y Luciano Molinas.

En medio de enormes presiones, Lonardi había perdido a uno de sus más cercanos colaboradores el día 10 cuando se vio obligado a renunciar el secretario de Prensa de la Presidencia, Juan Carlos Goyenenche. El funcionario era acusado de “filonazi”. El sector “liberal” de las fuerzas armadas acechaba a Lonardi. Sus horas al frente del gobierno estaban contadas.

El día siguiente, el titular del PEN emitió un documento que pasaría a la historia como el “testamento político” del general Lonardi. En un comunicado, intentaba sostener su fórmula de que no habría “vencedores ni vencidos” y afirmaba que “no es posible calificar de antipatriotas o de partidarios de la tiranía a todos lo que prestaron una adhesión desinteresada y de buena fe” (al gobierno peronista). Lonardi aseguró que “las legítimas conquistas de los trabajadores serán mantenidas y acrecentadas”.

Pero la proclama estaría llamada a acelerar el proceso político dado que dos días más tarde, el sector “liberal” de la revolución decidió el derrocamiento de Lonardi y su reemplazo por el general Aramburu, identificado con los antiperonistas más extremistas.

Una serie de acontecimientos encadenados provocarían el desenlace. El día 12, Lonardi nombró a Luis María de Pablo Pardo y a Julio Velar Irigoyen como ministros del Interior y Justicia, respectivamente. Los funcionarios designados reemplazaban a Eduardo Busso, quien hasta entonces concentraba ambas funciones. El cambio suponía un avance de los nacionalistas sobre los liberales. El cambio de gabinete provocó la disconformidad del sector más antiperonista. El golpe de palacio contra Lonardi terminó perfeccionándose el día 13, un día como hoy, hace exactamente 65 años, cuando las Fuerzas Armadas decidieron destituir a Lonardi.

Su caída significó el fracaso del sector nacionalista del Ejército de encauzar la revolución por un carril de mantenimiento de las conquistas sociales del peronismo si bien sin la presencia de la figura de Perón. A partir de entonces, primaría la tendencia “gorila” que buscaría extirpar todos los vestigios del peronismo existentes en la Argentina. El propio Goyeneche explicó así el proceso: “en el gobierno de Lonardi había dos tendencias: una, liberal, llena de odios y deseos de venganza; otra, la línea nacional –o para decir mejor, nacionalista–. Esta quería que se confirmaran todas las conquistas justas y sociales de Perón y se eliminaran sus errores. Abogaba, incluso, por integrar en el gabinete ministerial a algunas personalidades del justicialismo, para no producir una ruptura que sólo podía dar lugar al odio y la injusticia. En tal sentido, yo mismo me entrevisté con el doctor (Juan Atilio) Bramuglia (ex canciller) el cual vio al día siguiente al presidente. Se había pensado en él como ministro de Trabajo. Pero no pudo ser. El apasionamiento fue propicio al fanatismo”.

De alguna manera Lonardi, recorría cien años después el camino del general Justo José de Urquiza a la caída de Juan Manuel de Rosas, pero con una suerte inversa. Esta vez la política de “ni vencedores ni vencidos” sería desplazada por el odio y la profundización de la división de los argentinos. Una noción política trazada en la idea de ruptura y no de síntesis que hoy se grafica en la repetida imagen de la grieta.

En un testimonio recogido en la obra de María Sáenz Quesada sobre La Libertadora (2007), el embajador Carlos Manuel Muñiz -entonces subsecretario del Interior- recordó que “fue un período terrible con gente de buena fe que operó muy apasionadamente. Así era el viejo gorilismo. Es que el período de Perón había sido muy denso...”.

Por su parte, Emilio Perina reflexionó en su obra Detrás de la crisis (1963) que el golpe de palacio del 13 de noviembre había significado que los hombres que se habían rebelado para destituir a Perón y corregir los errores de su régimen, resolvían ampliar sus facultades y se disponían a gobernar transformando toda la estructura económica, política y social de la República. “En otras palabras, habían resuelto arrogarse una facultad basada exclusivamente en la fuerza, no en la razón ni tampoco en el mandato histórico de la revolución que habían realizado victoriosamente (...) la política de conciliación definida por el lema “ni vencedores ni vencidos” sería rápidamente sustituida por una persecución implacable; el odio, como motor del quehacer político, se transformaría en el gran instrumento para una reestructuración económica de fondo; el resentimiento actuaría a manera de esponja destinada a borrar violentamente el pasado, como si ese pasado, con todo lo que tenía de bueno y de malo, no nos perteneciera”.

El propio Arturo Frondizi sostuvo más tarde que cuando el general Aramburu irrumpió en la sede del gobierno para hacerse cargo de la conducción revolucionaria, buena parte de la población se enteró de la noticia mientras asistía a los habituales espectáculos deportivos dominicales. Seguidamente se intervino la CGT, hasta entonces bajo la custodia de dos dirigentes de extracción peronista, como así la totalidad de los sindicatos; se inició una sañuda persecución contra el justicialismo, sus dirigentes e incluso sus militantes de base; se prohibió su actividad y sus símbolos; se encarceló indiscriminadamente a millares de personas; se decretó la interdicción de bienes y se confiscaron patrimonios personales. Frondizi advirtió que “un vendaval de revancha pareció irrumpir en la República. El intento de colocar un algodón entre dos cristales ideado por Lonardi y sus colaboradores había fracasado. La antinomia, lejos de superarse, se había convertido en fractura. La Argentina quedaba partida en dos”.

Aramburu asumió la Presidencia horas más tarde. Fortalecido por el giro “gorila” de la Revolución, Rojas continuaría como vicepresidente. La Confederación General del Trabajo (CGT) fue intervenida días después y se decretó la disolución del Partido Peronista. En 1956 la locura se apoderaría del país cuando el gobierno militar ordenó los fusilamientos de militantes peronistas que buscaban restaurar el movimiento depuesto.

El 13 de noviembre de 1955 quedaría marcado en la historia de los argentinos como una fecha en la que el odio venció a la concordia y en la que un camino de convergencia fue descartado por uno de confrontación. Lamentablemente no sería la última oportunidad en que un fenómeno similar tuvo lugar.

El autor es profesor de historia contemporánea y política exterior argentina. Sirvió como embajador en Israel y Costa Rica.

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