“¡De Gaulle, Perón, Tercera Posición!”: bajo esa consigna, el peronismo proscripto se concentró en todos los puntos por los que pasaría el entonces presidente de Francia en su visita a la Argentina.
Desde Madrid, Perón había instruido a sus seguidores: “Recíbanlo como si fuera yo”.
El General sostuvo siempre que el destino de la Argentina estaba ligado a Europa. La lucha de Charles de Gaulle por asegurarle a su país voz y voto entre los grandes coincidía con la aspiración de Perón de abrir camino a una tercera posición, no sólo equidistante de los polos políticos, militares, económicos e ideológicos que disputaban la hegemonía mundial, sino incluso superadora de ambos sistemas.
La gira de De Gaulle del año 1964 por América Latina era una manera de afirmar el liderazgo cultural, incluso moral, que ejercía Francia en el mundo, y en especial en aquellos países con los cuales, en palabras del presidente francés durante la visita, había un origen común “en la latinidad y en la cristiandad”.
La multipolaridad es la mejor protección para la soberanía de las naciones, cuando rige una desproporción de medios. Francia, aun siendo mucho más grande en relación a la Argentina, también debió luchar para que se entendiera que a través de los intersticios de un orden multipolar se podía hacer transitar a las naciones con un mayor grado de autonomía política, social y cultural.
Por eso De Gaulle, con todo el agradecimiento que abrigaba hacia Gran Bretaña y Estados Unidos, sus aliados en la guerra, no aceptó jamás subordinarse a ellos y libró un combate permanente para evitar que su país fuese humillado, no sólo por el enemigo, sino por “amigos demasiado protectores”, como solía decir.
En ese sentido, dejó lecciones impagables sobre la conducta a seguir por un auténtico líder nacional.
Cuando Alemania invadió Francia en mayo de 1940, las máximas autoridades de entonces optaron por rendirse y acomodarse a la situación. Así nació el gobierno colaboracionista con sede en Vichy mientras que el resto de Francia, capital incluida, quedaba bajo ocupación alemana. De Gaulle marchó a Londres y desde allí convocó a sus compatriotas a la resistencia y a la lucha en nombre del gobierno de la Francia Libre que él encarnaba.
Desde ese momento bregó incansablemente por reunir todas las fuerzas posibles para sostener la resistencia y a la vez evitar que Francia fuese tratada por sus aliados como una nación subordinada. Un trabajo de filigrana admirable y que no fue un camino de rosas: Washington siguió manteniendo vínculos con Vichy hasta bien entrada la guerra, y en varias ocasiones el premier inglés, Winston Churchill, y el presidente estadounidense, Franklin Roosevelt, tomaron decisiones concernientes a Francia sin consultarlo.
“Escuchando a Churchill -dijo el líder francés en enero del 44-, se convence uno de [que] para el presidente de los Estados Unidos y el Primer ministro británico, Francia es un campo donde su opción debe imponerse, y que su principal recriminación hacia el general De Gaulle es que éste no lo admita”.
Le escribe a Churchill: “¿Por qué parece usted creer que tengo que presentar delante de Roosevelt mi candidatura al poder en Francia? El Gobierno francés existe. No tengo nada que pedirle en ese plano a los Estados Unidos ni tampoco a Gran Bretaña”.
Más tarde concluyó que Churchill lo respaldó mientras creyó que él era una facción manipulable. “Me apoyó cuando no creía en mí y me combatió cuando vio que yo era Francia”. En sus Memorias, describe a Churchill como “el gran campeón de una gran empresa y el gran artista de una gran Historia”. Pero luego ironiza: “Fui muy indulgente si se sabe la cantidad de veces que quiso enviarme a Santa Helena”.
Esta lucha por la soberanía de Francia sigue en la posguerra: “¡Jamás aceptaré servirlos!”, proclama, y avisa que ni el Departamento de Estado ni el Foreing Office pueden esperar de él “un compromiso estratégico y moral”, a cambio de nada.
Se siente agradecido hacia el pueblo inglés que lo acogió durante la guerra y hacia el pueblo norteamericano que, “con un gran patriotismo y una gran generosidad”, acepta pagar impuestos para asistir a Europa, pero le molesta que el Plan Marshall incluya condicionamientos.
También Perón tuvo que maniobrar entre los grandes. Es proverbial la sagacidad con la cual, desde España, persuadió a todo núcleo de poder que pudiera obstaculizar su retorno al país de que éste sería en beneficio de ellos, para más tarde decir en un recordado discurso en la CGT en 1973: “Ellos creían que yo era uno de ellos, pero yo no era uno de ellos, yo era uno de los nuestros”.
LA TERCERA POSICIÓN
Cuando en 1958 vuelve al gobierno de Francia, De Gaulle afirma que “Europa ha adquirido, por su potencial, por su desarrollo, el derecho a ser par de Estados Unidos y no su vasalla”.
Sin embargo aclara que no es antinorteamericano: “Yo no digo que los norteamericanos son antifranceses porque no nos acompañaron siempre. Y bien. Yo no soy antiamericano porque actualmente no acompañe siempre a los norteamericanos...!”
Tampoco es equidistante. El sistema soviético le parece un “horror” y “contrario a la naturaleza del hombre”. Pero en el marco del duelo Moscú - Washington que va configurando el mundo, dice: “Permaneciendo aliados de los norteamericanos, queremos dejar de remitirnos a ellos”.
Es por eso que se aboca a dotar a Francia del arma nuclear. “La fuerza de disuasión no está hecha solamente para disuadir a un agresor. Está hecha también para disuadir a un protector abusivo”, explica.
De Gaulle considera que el excesivo poder de los Estados Unidos necesita contrapesos en su mismo campo. Claro que ni Londres ni Washington ven con buenos ojos el programa atómico francés. Eso no detiene a De Gaulle. Francia entrará al club nuclear. Y no es casual que, años más tarde, esa nación y no otra haya sido blanco predilecto de la naciente Greenpeace...
El hecho es que, gracias a De Gaulle, Francia ocupó un lugar en la mesa de los vencedores al concluir la guerra y un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.
El otro gran eje de su gobierno fue la construcción de Europa, empresa que también choca con el boicot de Inglaterra. “Para los ingleses, el Mercado Común es como el bloqueo continental [de la era napoleónica]. ¡Ja, ja!”, ríe De Gaulle. Conoce muy bien a los ingleses y dice algo premonitorio: “Quieren hacerlo saltar desde adentro [al Mercado Común], a través de los belgas y los holandeses. Si no lo logran por ese medio, tratarán ellos mismos de paralizarlo, después de lograr su admisión”.
Cuando visitó Argentina, buena parte de la prensa local lo criticó justamente por esos méritos: su aporte a la construcción de la multipolaridad. Si ésta es importante para las potencias medianas, cuánto más lo es para un país periférico. Pero en la opinión de algunos analistas de entonces -repetidores de argumentos esencialmente británicos- la política exterior de la Francia gaullista causaba “fisuras en el frente defensivo de Occidente”.
Consignaban que De Gaulle impugnaba “el satelismo”, tanto oriental como occidental. Una posición inadmisible para quienes asimilan realismo a sumisión.
Son los mismos zanatteros que consideran inaceptable que Perón haya formulado una Tercera Posición desde el sur del mundo. Qué atrevimiento. “Joven y bravucona -dicen escandalizados- la Argentina de Perón se apartaba del coro y desafiaba al orden mundial”.
Ni hablar del proyecto del ABC. Los detractores de Perón lo acusaron de imperialista… “Organicémonos -invitó Perón a sus vecinos- como hacen los eslavos, los germanos, los anglosajones, para ocupar nuestro lugar en el concierto mundial”. Pero Brasil y Chile, siempre más permeables a los intereses de las potencias, no acompañaron.
El hecho de que el avance inexorable de la Guerra Fría y el consecuente acantonamiento de los rivales en sus posiciones haya restado oxígeno a la Tercera Posición no invalida su formulación como cree el político sin imaginación.
De Gaulle, por otra parte, era consciente de la realidad de América Latina. “Comprendemos las razones que explican las particulares relaciones existentes entre América Latina y Estados Unidos -dijo en aquella visita-. Es natural que ustedes tengan fuertes vínculos cercanos con ellos. Lo que nosotros deseamos es que esos vínculos no sean tales que les impidan transformarse en una entidad internacional propia que no se confunda con los Estados Unidos”.
Y agregaba: “El devenir del mundo depende de una paz que será condicionada por la organización de Europa y por la aparición de una América Latina definida de un modo específico”.
El fortalecimiento de Francia y de Europa era una evidente bocanada de aire en el contexto de un mundo que dejaba muy pocas opciones a quien quisiera eludir el “satelismo”. La Francia gaullista y la Europa unida representaban para todo el entonces llamado Tercer Mundo la esperanza de un orden multipolar.
De Gaulle y Perón no coincidieron en sus períodos de Gobierno, ya que el primero renunció en 1946 para no regresar hasta 1958. De lo contrario, aunque no hubieran cambiado las grandes tendencias de la Historia, se habrían potenciado sus ideas y una visión común del mundo.
Con Perón, Argentina ejerció un liderazgo de concepto -al que la dirigencia actual hace tiempo ha renunciado-, análogo al que ejerció la Francia de De Gaulle y que todavía sigue irradiando al mundo.
Ambos conocieron su travesía del desierto -Perón en el exilio, De Gaulle en el retiro interior, alejado del gobierno- hasta volver a ser llamados a la conducción de los destinos de sus naciones. Maestros, los dos dedicaron esos años fuera del poder a dejar como legado el testimonio de su acción. Perón ya lo había hecho desde el Gobierno con Conducción política y La Comunidad Organizada y en el exilio no dejó nunca de escribir sobre su acción pasada y el camino a seguir, a través de varios ensayos y una frondosa correspondencia.
Las Memorias de Guerra de De Gaulle se publicaron entre 1954 y 1959. Recogen toda la riqueza de su experiencia como jefe de la Francia Libre. “En todos los dichos y escritos que acompañaron mi acción, ¿no he sido yo mismo sino alguien que trataba de enseñar?”, dijo.
ACTUANDO EN LA HISTORIA
“Habla como si portara en sí mil años de Historia, o como si se viese inscripto en ella con cien años de perspectiva”, dijo sobre Charles De Gaulle el escritor y camarada en la Resistencia Emmanuel d’Astier de la Vigerie.
Esa conciencia histórica que les hacía integrar en cada acto el pasado, el presente y el futuro, ajena al cortoplacismo de la dirigencia actual, es otro rasgo común a estos dos dirigentes que pertenecen a una era de grandes líderes que parece agotada. Repasar sus trayectorias es constatar la ausencia de liderazgos de esa talla en el presente cuando tan necesarios serían, tanto en el marco nacional, con una Argentina que navega sin rumbo y una Francia asediada por una violencia que busca dividirla, como en el plano internacional para la construcción de un orden lo más plural posible en el que todas las naciones puedan existir con dignidad.
Para Perón, el devenir histórico, en cierto modo inevitable, podía ser enfrentado de dos modos: “Sintiéndose uno un elemento del fatalismo evolutivo o aportando una dirección, es decir controlándola y equilibrándola, para no ser un juguete de ella, sino un elemento que actúe dentro de esa evolución”.
Como la organización vence al tiempo, ambos líderes construyeron sistemas para direccionar esa evolución, en la medida en que la realidad lo permitía, en el sentido de los intereses de sus países. De Gaulle veía en el parlamentarismo un riesgoso elemento de inestabilidad y por eso concibió la llamada 5a República, que le ha dado a Francia una larga estabilidad institucional. Entre otras cosas, el Presidente sería votado por sufragio universal: “Es necesario que mi sucesor sea elegido por el pueblo y no por los partidos. Si no, será su juguete”.
Conciencia histórica como base para intuir la dirección de la política pero también templanza para no violentar los tiempos, apelando a la fuerza.
“Yo soy la salvación, pero desde hace diez años no puedo hacer nada”, decía De Gaulle en enero de 1956, impotente ante el espectáculo de una Francia que se debilitaba y se perdía en querellas internas.
Ambos admiraban a Napoleón, del que Perón decía que era “brillante en todo”. A un general que desafía su liderazgo durante la guerra y se compara con Bonaparte, De Gaulle lo increpa: “El Primer Cónsul brillaba en materia legislativa y administrativa. ¿Son esas vuestras aptitudes?”
Ni De Gaulle ni Perón fueron hombres de partido, aunque los hayan creado cuando se hizo necesario el instrumento. Ellos aspiraban a encarnar el todo por encima de la parte. Por eso podían perdonar los peores agravios, si ello servía al interés superior.
Tan temprano como en mayo del 42, De Gaulle anuncia: “Después de la guerra, me reconciliaré con Alemania”. “Un día, los alemanes y nosotros caminaremos con el mismo paso, porque tenemos mucho en común”. Años más tarde, insiste: “Europa se hará o no se hará, según si Francia y Alemania se reconcilien o no”.
Como conductor, no hace seguidismo de la opinión pública. En junio del 62, cuando Konrad Adenauer visita Francia, De Gaulle le dice: “Los franceses ven en usted a un gran alemán, un gran europeo, un gran hombre, que es amigo de Francia”. Alguien le hace notar que no todos los franceses sienten lo mismo. Él no se inmuta: “Siempre hice como que… y con frecuencia eso termina por suceder”.
De Gaulle tiene una pobre opinión de los políticos: “Al político toda ola le viene bien, sea cual sea el viento que la impulsa, siempre que lo impulse a él”.
Durante años, vio a referentes, tanto de izquierda como de derecha, poner siempre su carrera o su ideología por delante del interés de Francia. “(El político) no se plantea si es capaz de gobernar: semejante pregunta no se le viene a la mente. No, para él, gobernar es, esencialmente, ‘estar, ser parte’, objetivo, fin supremo de toda su vida de político”. Un juicio que podría aplicarse al presente tanto francés como argentino.
“Yo no soy como ellos, por eso me odian”, concluía De Gaulle. Y lo mismo podría haber dicho Perón, a quien la mayoría de los dirigentes, incluso los que él mismo formó o los que hoy siguen usufructuando su legado sin honrarlo, quisieran desconocerlo porque su trayectoria dejó el listón demasiado alto en proporción a la mediocridad de sus aspiraciones y su tendencia a adherirse a la realidad antes que a transformarla.
A 50 años de su muerte, el 9 de noviembre de 1970, algo análogo sucede con De Gaulle, que no recibe siempre el reconocimiento que merece. Pero su obra es ineludible, por eso la mejor Francia es la que se inscribe en su legado, más o menos presente en casi todos los políticos que lo han sucedido, y latente sin dudas en el corazón de esa nación.
Cuando el 1° de junio de 1958, Charles de Gaulle fue llamado nuevamente a salvar a Francia y asumió el gobierno, reflexionó: “Heme aquí, obligado más que nunca a ser ese De Gaulle a quien todo lo que sucede dentro y fuera le será personalmente imputado”. “Eminente dignidad del jefe, pesada cadena del servidor”, concluía.
Una reflexión que bien podría aplicarse al general Perón cuando vemos que, a más de 70 años del surgimiento del peronismo, políticos incapaces de encarnar una misión superior o de tan siquiera estar a la altura de las circunstancias no encuentran mejor excusa a su intrascendencia que acusar al líder que los desafió invitándolos a la grandeza.
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