Detrás de escena

Vemos, evaluamos y juzgamos todas las escenas y protagonistas que son parte del set de rodaje de nuestra vida. Pero el actor que no vemos es el que actúa de nosotros mismos

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Si lo esencial es invisible a los ojos, el texto de esta semana -uno de los más conocidos de la literatura bíblica– lo demuestra. Tres extraños caminantes del desierto aparecen en la tienda del patriarca Abraham. Él los recibe y atiende. Lo que seguirá a ese encuentro es una discusión acerca de la generosidad, los secretos, los hijos, el amor, la maldad del ser humano, la justicia y las dudas sobre la misión en el mundo. Sin embargo, hay algo esencial que no se ve en el relato:

“Se le apareció Dios en el encinar de Mamré, estando él sentado a la puerta de su tienda en el calor del día. Alzó sus ojos y vio, y he aquí que tres hombres estaban junto a él; y cuando los vio, salió corriendo de la puerta de su tienda a recibirlos, y se postró en tierra y dijo: Señores, si ahora he hallado gracia en sus ojos, les ruego que no pasen de su siervo”. (Génesis 18:1-4)

El texto nos oculta un dato fundamental. En ningún momento aparece el nombre de Abraham. Podemos deducir por el contexto que es él su protagonista, pero su nombre no aparece sino varios versículos más adelante. ¿Dónde está el actor principal de la escena? La ausencia de Abraham no es casual, ni un desliz literario. Nos enseñan los místicos que él no está allí debido a que lleva adelante una auto-anulación de su ser, para lograr verse a sí mismo pensando, dudando, decidiendo y actuando en la historia. Por un rato, como nosotros, un lector más del texto.

Vemos, evaluamos y juzgamos todas las escenas y protagonistas que son parte del set de rodaje de nuestra vida. Pero el actor que no vemos es el que actúa de nosotros mismos. Para encontrarnos, debemos empezar por el desafío de buscarnos. Solemos juzgar a los demás desde la cima de nuestro ego, antes de realizar una mirada objetiva hacia dentro de nuestro propio yo. Como así también, medimos las reacciones no deseadas o esperadas que provocamos en relación a las incapacidades de los demás, antes de revisar nuestras formas, tiempos y criterios.

El relato de esta semana nos abre una propuesta de auto-evaluación: corrernos de la historia, para mirarnos a nosotros mismos en ella. Poder observar como un testigo objetivo y exterior nuestras decisiones, respuestas, secretos, actos, palabras y silencios. Bajar del escenario para mirarnos en la historia, pero desde el palco. Dejar por un rato la ilusión egoica de creernos el centro del universo.

Según el estado de ánimo o la situación que estemos atravesando, creemos que todas las luces del teatro nos enfocan sólo a nosotros, o bien sentimos que ninguna nos alcanza. La soberbia es ese estado emocional que nos hace creer que todo depende de nosotros, que todo nos pasa a nosotros, o que cargamos con la responsabilidad o la autoridad de solucionar u opinar de lo que sea. Por otro lado, la falta de autoestima es esa sensación opuesta, en la que sentimos que nadie nos observa ni nos necesita, o escucha o espera. En ambos extremos nuestro discurso está dominado por nuestro ego. En los dos casos las frases siempre comienzan con un “YO”: “yo digo, yo opino, yo creo, yo voy a hacer”, o bien, “yo no valgo, yo no soy escuchado, yo estoy siempre solo/a”. El único actor principal allí es siempre el ego.

Correrse de la escena abre una ventana para descubrir nuestro personaje. Para poder mirar y entender quiénes somos, el primer paso consiste en la auto-anulación de nuestro ego. Dejar de ser protagonistas por un rato de la escena, para ser testigos de nuestras conductas. Correr al Yo, y entonces revelar el alma.

Abraham sale del relato y se ve a sí mismo en todos los relatos que le siguen. Se mira al encontrarse con otro que lo necesita, discutiendo acerca de la justicia, del mal en el mundo, del futuro, del lugar de los hijos, de la misión que cree tener en la vida, de su responsabilidad con lo que lo rodea, de sus dudas acerca de la justicia de Dios y del amor profundo a su pareja. Imaginen por un rato poder vernos a nosotros mismos en el escenario. Poder ver la manera en que encaramos la vida, cómo debatimos los valores, o cuánto aprovechamos cada momento. Poder contar cuántas veces, de qué manera y a quiénes decimos gracias, por favor, perdón, te felicito o te quiero. Qué prioridades le damos a nuestros amores, de qué manera nos enfrentamos a lo que está mal, qué tiempo invertimos en crecer, o qué parte del mundo espera nuestra reparación.

Amigos queridos. Amigos todos.

Unos renglones más adelante, el patriarca escucha una voz que le dice: “Abraham, Abraham”. No una, sino dos veces. Los místicos nos dicen que en ese momento él vuelve a escena, pero más completo. En su primer auto-anulación del ego, alcanza una auto-evaluación que le hace ver lo esencial. La repetición del nombre obedece a que ya no solamente es ese Abraham que se ve y que habla de su existencia, sino también el Abraham que puede llegar a ser, ése que habla de su esencia.

En la obra de nuestra vida se debate quién gobierna dentro nuestro: si nuestro ego, o nuestra alma. No se trata apenas de existir, sino de ser. Tampoco de actuar lo que no somos, sino de descubrir al protagonista real. Sentir la voz que repite nuestro nombre para salir a escena y descubrir el gran intérprete que podemos llegar a ser en la historia de la propia vida.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai, y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.

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