¿Una nueva normalidad?

Lo verdaderamente difícil es hacerse cargo del significado y el impacto de esta anormalidad y de sus consecuencias

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Foto de archivo: un hombre con barbijo camina al lado de un comercio cerrado por la cuarentena obligatoria dispuesta para evitar la expansión del coronavirus en una calle céntrica de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. 22 mayo, 2020. REUTERS/Agustin Marcarian
Foto de archivo: un hombre con barbijo camina al lado de un comercio cerrado por la cuarentena obligatoria dispuesta para evitar la expansión del coronavirus en una calle céntrica de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. 22 mayo, 2020. REUTERS/Agustin Marcarian

Normal es aquello conforme a la pauta o el modelo común o típico, lo conforme a la regla o a lo usual. Palabra derivada del latín normalis y que refiere a la norma: la escuadra del carpintero. O sea, es la regla, precepto, pauta o modelo a que debe ajustarse una fabricación. De la misma raíz proviene enorme: poco común, irregular, ex-normis, lo que se sale de la norma.

Precisamente, lo que nos ha acontecido a nivel mundial con la pandemia de Covid19 y las diferentes cuarentenas que han afectado a miles de millones de personas es eso: enorme. O sea, anormal. Se ha salido de la norma, de lo usual, de aquello que estaba generalizado, aceptado.

¿Qué significa, en este contexto, plantear una “nueva normalidad”, frase muy en boga en medios políticos, sanitarios y mediáticos?

Esta reflexión comienza por un abordaje etimológico: ¿qué significa la palabra normal? Lejos de ser una abstracción o un recurso a la retórica, nos interesa pensar los tres momentos que definen este tiempo que estamos viviendo y padeciendo: la normalidad previa, esta anormalidad presente y una “nueva normalidad”, o sea, la necesidad de imaginar una realidad, “nueva”, que podamos pensar como “normal”.

Frente a situaciones de tal gravedad necesitamos abordajes profundos y, de algún modo, volver a los orígenes, empezando por las palabras. En este caso, “a la escuadra del carpintero”, a lo que establecía la normalidad en la que estábamos.

¿Qué expresa esta apelación a una “nueva normalidad” cuando aún estamos recorriendo las inestables etapas de esta anormalidad en pleno desarrollo, sino una actitud de “pasar el mal trago”, de cerrar este momento traumático, de “borrón y cuenta nueva”? Más que de pensar el futuro, irse del presente, esperando encontrar un futuro que se dará mágicamente: ¿cuál es la “nueva normalidad” para millones que perdieron sus negocios, emprendimientos, empresas, ocupaciones; para los cientos de millones que perdieron sus trabajos, horas de clase, espacios de contención o de afecto, a sus seres queridos? Este año en que fueron alteradas cuestiones centrales de la vida humana, como las nociones de tiempo y espacio, los vínculos personales y laborales, el contacto físico, las distancias, los espacios compartidos ¿no dejarán huellas psicológicas, actitudinales, sociales? ¿Este vacío no requiere un duelo que lo asuma y lo procese para que no nos acompañe mañana como lastre y consecuencia? Ya sabemos que todo lo que se reprime retorna como síntoma.

Va a haber, seguro, una nueva normalidad. Sospecho que no será esa que se reduce a una palabra mágica, sino aquella que surja de atravesar esta anormalidad y construir la regla, los usos, el modelo que en los años venideros vaya dando forma a una realidad que puede ser muy diferente a lo que, tal vez de modo subrepticio, queremos que vuelva a ser. Para cobrar dimensión de lo acontecido, valen las palabras de la canciller de Alemania Angela Merkel, quien expresó que esta pandemia era lo más grave que había sucedido a nivel planetario desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Una visión tremendista ? Puede ser, pero ¿y qué nombre se acomodaría, entonces, a un análisis superficial y pasajero (como todo lo superficial) de esta circunstancia?

Creo que no es posible construir esa necesaria nueva normalidad que supere los desequilibrios y rupturas de esta pandemia y sus consecuencias sin que abandonemos la fantasía que, con sólo un año de por medio, pasaremos de lo anterior a lo anterior. Porque esa es la “nueva normalidad” que evade el abordaje de los profundos impactos y desafíos que esta anormalidad ha instalado.

Nuevo y normal, ¿pueden ir juntos? ¿No es un oxímoron? ¿Lo nuevo no cuestiona la normalidad, la normalidad no excluye lo nuevo? ¿Una “nueva normalidad” no esconde el escapismo de eludir las enormes y profundas derivaciones que esta ruptura mundial del orden de lo cotidiano –aquello que más hondamente afecta a las personas, a los vínculos, a las instituciones, a los ámbitos productivos y laborales– tendrá en el desarrollo de la sociedad pospandémica?

Esta pandemia nos ha hecho conscientes de un aspecto muy significativo: la globalización se ha metido en nuestras casas, en nuestras vidas afectivas y de relación, en nuestros vínculos. El mundo se ha ido achicando en una medida tan enorme en las últimas décadas que un brote en China se hizo pandemia en pocos meses. Y se achicó por las comunicaciones, por el tránsito de personas, el transporte de bienes, la instantaneidad de la información, los servicios y las noticias. Y una primera imagen de que somos “ciudadanos del mundo” muestra, paradójicamente, por sus consecuencias y en carne viva las gigantescas diferencias y abismos entre poblaciones y sociedades que distan de ser una bucólica “aldea global”. Y, a la vez, esa invasión de nuestra más profunda, sagrada intimidad –nuestra condición humana social, vivencial, afectiva, vincular– nos aísla, distancia, separa, segrega. Nos vuelve sospechosos. La incertidumbre, además, opaca el futuro, impide proyectar, nos quita lo más hondamente humano que es vislumbrar, delinear un mañana. El tiempo de una prolongada cuarentena deviene, de pronto, un reiterado presente, una repetición, una ahuecada espera.

Este es el panorama que ha abierto el interregno que ya no contamos por días, sino por estaciones. Un mundo más cerca y, a la par, más ajeno; una intimidad más intensa, pero más invadida, vigilada, privada de sus afectos y deseos más intensos; un espacio achicado y restringido; un tiempo estancado y sin proyección. Lejos de ser una negación de las consecuencias de la pandemia y las medidas derivadas de ella, sólo me propongo reflexionar sobre el enorme (ex-normis) impacto de la anormalidad y preguntarse si ello tendrá sólo derivaciones anecdóticas: si será “el año que vivimos en peligro”, un relato, una película o si alteró la realidad que conocíamos.

¿Qué ocurrirá con la nueva brecha laboral que puede abrirse entre el teletrabajo y las actividades materiales, físicas que requieren presencialidad? ¿Mil millones de niños, adolescentes y jóvenes deben seguir yendo a clase todos los días para acceder a información que han obtenido (si bien en diferente grado, es cierto) de modos virtuales? Y si no es así, y creo que no debe serlo, ¿qué harían en clase presencial los docentes y qué formación requerirían para ello? ¿Qué características desarrollará el comercio ante las nuevas prácticas de consumo instaladas en esta cuarentena? Esta anormalidad ha venido a poner en el centro de la escena un quiebre en los modos de circular y transportar, de trabajar, de enseñar y de aprender, de comunicarse y relacionarse.

Lo verdaderamente difícil –y no debemos soslayarlo– es hacerse cargo del significado y el impacto de esta anormalidad. Y de sus consecuencias. Porque eso, y no la espera de la vacuna, es lo que va a delinear la construcción de una –ahora sí– nueva normalidad. La prolongada cuarentena que tenemos ha sido un poco más que delivery masivo, mate sin ronda y asados postergados.

En situaciones como la que estamos atravesando, resuenan con toda su sabiduría palabras de Friedrich Nietzsche: “Para pensar lo nuevo hay que pensar de nuevo”.

El autor es secretario académico UNTREF y director del Centro de Estudios del Mundo Contemporáneo UNTREF

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