La tierra en Argentina, un problema sin solución

Se trata de una cuestión de larga data en el país que regresa hoy manipulada políticamente y como espejo de grupos humanos desamparados que ven agravada su realidad y que tienen sus necesidades básicas insatisfechas

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Luis Etchevehere en su campo
Luis Etchevehere en su campo de Entre Ríos (Franco Fafasuli)

El tema de la tenencia de la tierra aflora en estos días como lo hizo en varias oportunidades a lo largo de la historia nacional. Ahora vuelve, pero manipulado políticamente y además como espejo de grupos humanos desamparados que ven agravada su realidad cotidiana y que tiene sus necesidades básicas insatisfechas.

La tenencia de la tierra en la Argentina fue demasiado exagerada desde un comienzo. Antes y después de la Conquista del Desierto, cuando Julio Argentino Roca otorgó beneficios a los oficiales y a la tropa cediéndoles increíbles extensiones geográficas. Los mejor considerados por Roca y el régimen conservador debían salir a caballo al amanecer y cabalgar por horas para conseguir la titularidad de todo el camino recorrido.

Los propietarios ingresaron a la oligarquía criolla con grandes beneficios. Por ejemplo, no pagaron impuestos por mucho tiempo. Este esquema se fue hundiendo a medida que pasaban las décadas y aparecían nuevas políticas públicas. Además los títulos de propiedad, el gran legado, pasaban a los hijos y a los nietos originando serias disputas familiares, subdivisiones, presentaciones de reclamos en los tribunales y la búsqueda de arbitrajes. Un “clásico” en el mundo de la justicia.

El problema de la tierra no estuvo presente, salvo pocas excepciones, en las agendas de los dirigentes políticos argentinos. Plantearlo en estos días sería una cuestión difícil de resolver

Esta forma de encarar la propiedad de la tierra separó a la Argentina de Canadá y Australia, naciones que tuvieron un crecimiento similar al nuestro, pero hasta poco después de la Primera Guerra Mundial. En esas colonias formales de Gran Bretaña (como sucedió en el siglo XIX en algunos estados de Norteamérica) las tierras fueron cedidas, entregadas gratuitamente con el fin de que los lotes o grandes extensiones se dedicaran a la agricultura o a la ganadería. En Argentina imperó solo el arrendamiento. El que alquilaba mantenía acuerdos de 4 años, como mínimo. Al terminar ese tiempo pasaba generalmente a otro campo y así sucesivamente. No había arraigo, no se dejaban raíces, el que pagaba el alquiler, o la entrega de la producción de granos o ganado, nunca terminaba de “tirar el ancla”.

El destacado economista Alejandro Bunge distinguió dos tipos de latifundios: el geográfico, la tenencia lisa y llana, y el social, que comprendía la posesión de varias propiedades a nombre de diferentes personas o sociedades, pero controladas por un mismo apellido. A medida que la oligarquía perdía poder político, el latifundio “social” se concretó para evadir impuestos. Pero la pelea entre hermanos era un tema de estrados judiciales permanentes.

No faltaron políticos que propusieran una salida decorosa de la pobreza entregando tierras del Estado, para no vulnerar el derecho a la propiedad de otros legítimos dueños. Esa maniobra posibilitaba anular el desamparo. El tema ganó las presentaciones en distintos Congresos sobre el uso legítimo de la tierra.

Este problema no estuvo presente, salvo pocas excepciones, en las agendas de los dirigentes políticos argentinos. Plantearlo en estos días sería una cuestión difícil de resolver frente a la urgencia que representa la deuda externa, la necesidad crediticia que ahoga al país, la pandemia, la falta de testeos efectivos y la ausencia larga de tratamientos efectivos y de infraestructura hospitalaria para los enfermos desde la segunda mitad de marzo pasado. Habría que sumar los empresarios y comerciantes quebrados para alcanzar una indispensable estabilidad.

Donald Trump y Joe Biden
Donald Trump y Joe Biden en el segundo debate presidencial en EEUU

Se sabe que el COVID-19 no puede ser aniquilado hasta que lleguen las vacunas salvadoras, aunque esta realidad contrasta con lo que viene ocurriendo en Europa y Estados Unidos.

La segunda ola de infecciones colectivas ya está en la puerta de entrada del hemisferio norte. Francia impuso el toque de queda, que recuerda a un país en guerra. Alemania está sufriendo un nuevo embate y en España e Italia hay rechazos comprensibles a los largos encierros que se agudizan con nuevas cuarentenas. Más alarma: no se sabe si es el mismo virus de siempre u otro.

En Estados Unidos la peste asusta y se multiplica, pero el país sólo piensa en las elecciones del 3 de noviembre donde se definen numerosísimos asuntos. En los sondeos de opinión saltan el rechazo al presidente Donald Trump, que en cuatro años de su administración rompió todos los moldes, descuidó la Constitución Nacional y se comportó de manera autoritaria. Joe Biden no es para muchos el candidato ideal para un programa que sensibilice a los votantes y a las víctimas de la desigualdad social y económica. De todas maneras, el partido Demócrata lo apoya y será acompañado por una vicepresidenta de gran carácter y fortaleza en innumerables temas.

Seguimos en el laberinto. Formamos parte del mundo, aunque muchos funcionarios del exterior no le tienen fe a los gobernantes argentinos.

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