Una de las principales atribuciones del Congreso es la aprobación del presupuesto. Tan importante ha sido considerada siempre que es habitual referirse a la ley de presupuesto como la ley de leyes. Y así debería ser en una república robusta, ya que se trata de una norma que, al formular una estimación de los recursos públicos de que dispondrá el Estado y ordenar la asignación de los gastos, tiene un carácter fundamentalmente político. En efecto, la determinación de las prioridades para los siempre escasos recursos refleja una valoración de la sociedad a través de sus representantes. No es una mera determinación contable. Es el rumbo general del país el que se pone de manifiesto en esa ley. Por lo tanto, la Constitución ha resuelto que sea una atribución del órgano que de forma más eminente representa la voluntad general y el Estado federal.
Así, el artículo 75, inciso 8 de la Constitución Nacional establece como atribución del Congreso: “Fijar anualmente, conforme a las pautas establecidas en el tercer párrafo del inciso 2 de este artículo, el presupuesto general de gastos y recursos de la administración nacional, en base al programa general de gobierno y al plan de inversiones públicas y aprobar o desechar la cuenta de inversión”. El Poder Ejecutivo elabora el proyecto de presupuesto, pero su aprobación es una facultad netamente legislativa.
Esta delimitación de competencias se trastocó en 2006, cuando el kirchnerismo logró modificar la ley de administración financiera para otorgarle al Jefe de Gabinete de Ministros la atribución de reasignar partidas presupuestarias a su voluntad. Esta facultad daba vuelta el esquema constitucional. Ahora el Poder Ejecutivo elaboraba primero un proyecto, el Congreso lo aprobaba y finalmente el Poder Ejecutivo hacía lo que se le daba la gana. El paso por el Congreso era una mera formalidad. La competencia presupuestaria se había transferido al Poder Ejecutivo.
En 2016, durante la presidencia de Mauricio Macri, se modificó la ley de administración financiera para acotar considerablemente el margen del Jefe de Gabinete para reasignar partidas: sería hasta el 7,5% durante 2017 y hasta el 5% a partir de 2018.
Pero hace unos meses el presidente Fernández, mediante el artículo 4° del DNU 457/2020, volvió a modificar la ley de administración financiera para otorgarle al Jefe de Gabinete (es decir, a él mismo a través de un subordinado) la facultad más absoluta de reasignación de partidas presupuestarias con la finalidad, extraordinariamente vaga, de enfrentar la pandemia.
Si la delegación realizada en 2006 era muy cuestionable, por lo menos la había decidido el Congreso. En esta oportunidad se ha superado todo lo conocido: Alberto Fernández le concede a Alberto Fernández la facultad de diseñar el presupuesto. Y sin ningún límite objetivo. Basta que invoque al talismán de la emergencia sanitaria.
Esta decisión le sustrae al Congreso una atribución constitucional. No puede ser fundada en el ejercicio de un poder delegado, ya que excede largamente los extremos que fija el artículo 76 de la Constitución Nacional. El Congreso podría considerar en la emergencia ampliar el tope que existía a los efectos de la reasignación de partidas por parte del Jefe de Gabinete, pero no puede admitirse que el propio Poder Ejecutivo se transfiera a sí mismo, de manera absoluta, una competencia que es de las más trascendentes que la Constitución les asigna al Poder Legislativo.
De manera que lo que hoy estamos considerando es puro humo. La ley que se apruebe será papel pintado. El Poder Ejecutivo hará con ella lo que se le antoje.
Y a esa mentira estructural se le agrega la mentira del contenido del proyecto. Es la mentira al cuadrado. Porque las previsiones que se formulan son una ficción que ni el más fanático de los oficialistas se podría creer. Todos los datos macroeconómicos son puro relato, completamente divorciado de la realidad.
La situación económica es desesperante, debido a dos factores: la clausura absoluta de la actividad, inédita en el mundo, que ni siquiera tuvo efectos positivos en el aspecto sanitario, ya que contamos con niveles de positividad que se hallan entre los más altos a nivel internacional; y para colmo se agregó la extraordinaria impericia de un gobierno sin gestión y sin rumbo, que oscila entre algunas manifestaciones de moderación (cada vez menores y más aisladas) e iniciativas de neto corte chavista, como la intervención a Vicentin o la tolerancia rayana con la activa participación en tomas y usurpaciones.
Todo esto ha reducido drásticamente la confianza en la Argentina. Es ese déficit, y no ninguna conspiración de la sinarquía internacional, lo que empuja el dólar a valores estratosféricos.
En ese marco, aparece ayer nomás la vicepresidente con una carta muy curiosa, en la que por un lado afirma que el presidente es Alberto Fernández, para deslindar su responsabilidad en esta catástrofe, y por el otro sugiere la necesidad de un gran acuerdo nacional.
No podemos ser ingenuos. La conocemos hace muchos años. No es precisamente el espíritu acuerdista el que ha guiado sus acciones en la política. ¿Ve muy cerca el abismo y quiere socializar las pérdidas?
Por otro lado, ¿cómo vamos a creer en la sinceridad de ese propósito cuando todas las posturas que surgen del Instituto Patria van en sentido opuesto? Lo primero que debería hacer, si realmente quisiera alcanzar ese consenso, es desactivar la reforma judicial y el plan de impunidad para ella y su círculo íntimo.
Los acuerdos básicos ya están formulados en la Constitución Nacional. Si tan solo diera señales claras de respetarla, ya se habría despejado gran parte del camino. Y para el resto de los acuerdos, que tienen que ver con la política económica, social, cultural, internacional, entre otras, la propia Constitución ha creado el ámbito para que se lleven adelante: se llama Congreso de la Nación. Cualquier otro acuerdo será corporativo, no republicano.
Si acepta esas premisas fundamentales, Juntos por el Cambio está dispuesto a aprobar todas las iniciativas razonables que sirvan para salir de este atolladero y pavimentar el camino del desarrollo con equidad social. Para lograrlo, es imprescindible recuperar la confianza de los ciudadanos en su propio país. Y eso solo se conseguirá con instituciones fuertes, con respeto a la división de poderes y en especial a una justicia independiente, con equilibrios macroeconómicos sostenibles en el tiempo, que nos permitan tener moneda, con seguridad jurídica y plena garantía de la propiedad privada, con estímulos para que se invierta y se cree empleo genuino; en fin, con una lista de cuestiones que de su sola enunciación nos dan idea de un programa opuesto al del kirchnerismo.
Si aceptan esas condiciones básicas, serán bienvenidos todos los acuerdos en este Congreso. Si no, no habrá ningún acuerdo posible. Para nosotros, la Constitución, la República y el Estado de Derecho no son negociables.
El autor es diputado nacional