Conocí personalmente a Néstor el 23 de mayo de 2003: dos días antes de asumir como su ministro de Educación. El 26 de mayo, en nuestro primer día de gestión, lo visité en su despacho de la Casa Rosada por la noche para informarle que en la provincia de Entre Ríos aún no habían comenzado las clases porque no se pagaban los salarios docentes. También le comenté que había otras seis provincias que debían enormes sumas a sus maestros, maestras, profesoras y profesores. Confieso que estaba preparado para escuchar una larga y justificada explicación sobre la causa por la cual no íbamos a poder hacer nada frente a esa grave situación. La crisis económica y fiscal en la que se encontraba el país y el hecho de que constitucionalmente se trataba de un tema que debían resolver las propias provincias, no el Estado nacional, le daban razones suficientes para argumentar una negativa a mi pedido. La respuesta fue inmediata: “Daniel, ayer en el discurso ante el Parlamento afirmé que la educación es una de las prioridades de nuestro gobierno. No podemos mirar para otro lado. Sin escuela, los chicos no tienen futuro y los docentes, que fueron uno de los sectores más castigados en la década neoliberal necesitan que los apoyemos. Decime cuánta plata hace falta para atender a las siete provincias. La vamos a aportar desde el Estado nacional”.
No lo podía creer. Mientras trataba de contener mi alegría por la actitud de Néstor, le escuché decir: “Resolvé los temas logísticos y mañana vamos juntos a solucionar personalmente el conflicto en Entre Ríos, no se debe perder un día más de clases”. Cuando salí del despacho me encontré en la antesala con el ministro de Economía. Por un momento sentí cierto temor y dudé. Sabía que muchas veces los presidentes jugaban el papel de “buenos”, pero cuando llegaba la hora de poner la plata, el encargado de manejar las finanzas decía que los recursos no estaban disponibles. Así que volví a entrar rápidamente al despacho y le consulté al Presidente con algo de miedo: “¿Le pregunto a Lavagna si está la plata?”. Néstor me miró sorprendido, sonrió, me puso una mano en el hombro y me dio una enorme lección, con una frase que cambió mi manera de entender la política: “Danielito, todavía no me conocés, pero el Presidente soy yo”.
Con esa afirmación, Néstor echaba por tierra uno de los principales apotegmas del neoliberalimo, acuñado por Bill Clinton: “Es la economía, estúpido”. Néstor, en cambio, estaba diciendo que es la política, no la economía, la que fija las prioridades. Que es siempre la política la que debe definir el proyecto de país, y la que tiene la capacidad de colocar la economía al servicio de ese modelo. Sólo conduciendo el Estado desde esta concepción, entendida en profundidad, fue posible realizar las transformaciones profundas que se produjeron a partir del 2003. Esta es la mirada que le permitió a Néstor partir de la endeble legitimidad que le había otorgado el 22% de los votos, para alcanzar el enorme apoyo popular que concitó el kirchnerismo en el gobierno, producto de una enorme voluntad política de decidir y colocar la economía siempre a favor de quienes más necesitan.
Lo extrañamos, y en momentos tan difíciles como el que nos toca vivir, sentimos que lo necesitamos. Pero por suerte, los diez años de ausencia física no nos alejan de sus enseñanzas. A quienes tuvimos la oportunidad de trabajar a su lado, de aprender de su accionar cotidiano, Néstor nos cambió la mirada política para siempre. Comprendimos que no se trataba de llegar a los cargos públicos para dejar de lado las utopías. Que precisamente esas utopías son el motor y el horizonte que nos impulsa a continuar trabajando por una Argentina y un mundo más justo. Seguir luchando por este ideal es el mejor homenaje que podemos hacerle.
El autor es secretario de Malvinas, Antártida y Atlántico Sur de la Cancillería