El 10 de julio de 1992, publiqué una columna de opinión titulada “Diana, una mujer maltratada más” en el diario El Cronista. El reciente femicidio de Silvia Saravia a manos de su esposo Jorge Neuss me hizo recordar ese texto y me llevó a reflexionar sobre una problemática que en la actualidad ganó algo de visibilidad pero todavía está lejos de ser resuelta. Este era el texto de aquella nota.
¿Quién no recuerda las crónicas almibaradas del casamiento de Diana y Carlos? La muchacha rubia, de sonrisa dulce y gesto tímido, la que iba a guardar en el cajón de los recuerdos adolescentes sus labores de maestra jardinera porque una varita mágica salida del más moderno cuento de hadas la había tocado y la haría volar desde un selecto barrio londinense hasta el centro del palacio real. Sería princesa, después reina, porque la mirada del príncipe más azul de la tierra se había posado sobre ella. Millones de mujeres tratarían de imitarla pero ella sería para siempre única, porque único es el reino de Inglaterra.
Pasaron los meses, pasaron algunos años -pocos más de diez- y después nos enteramos que los sinsabores matrimoniales de Diana ya no la hacían única. Las suyas fueron las mismas desdichas de miles, millones de mujeres del resto del planeta. Nos enteramos que protagonizó varios intentos de suicidio -según parece no fueron decisiones firmes de quitarse la vida, fueron pedidos de ayuda-; el príncipe más azul de la tierra la trataba con indiferencia y disgusto, era prepotente y autoritario, la hacía sentir intelectualmente insegura e inferior; cuando él estaba presente ella cambiaba su voz, y su manera de hablar, usualmente rápida y enérgica, degeneraba en su presencia, se hacía monosilábica y cansada.
Diana fue una mujer maltratada más.
La mujer maltratada se encuentra en todos los estratos sociales, en todas las edades, en cualquier nivel de escolaridad. Estadísticas de los últimos veinte años indican que el promedio de mujeres que han recibido maltrato en una relación íntima, al menos en una oportunidad, supera el 50% y las mujeres que viven en una situación de violencia permanente superan el 25%.
El maltrato no implica necesariamente castigo corporal, comporta cualquier tipo de abuso que produzca consecuencias dañinas en otra persona, ya sea en el orden físico, emocional, sexual o moral. Muchas veces estos daños tratan de justificarse responsabilizando a la víctima, olvidando que no hay ninguna característica individual o conducta que pueda justificar el uso de violencia de una persona sobre otra.
Cuando hay una mujer maltratada un hermético sistema de complicidades se cierra, potenciando su condición de víctima. Cuando hay una mujer maltratada -golpeada, por ejemplo- no hay sólo uno, sino varios responsables: el victimario, que trata de no actuar ante testigos y, si los hay, estos después ‘no saben nada’ ; el vecino que cierra la ventana para no escuchar los gritos; el médico que cuando la atiende trata de disuadirla de hacer la denuncia; el funcionario policial que le pregunta qué le hizo a su marido para que la dejara así; el juez que termina sobreseyendo porque el golpeador niega, los testigos no aparecen y las lesiones prueban el delito pero no su autor. Al poco tiempo el hombre violento reincide, el vecino vuelve a cerrar la ventana y el círculo sigue hasta cerrarse convirtiendo a la sociedad entera en defensora no de la víctima sino de un sistema autoritario y patriarcal.
“La mujer es una esclava a la que es preciso saber entronizar”, escribió Balzac. De los reinos “encantados” es difícil escapar pero, por suerte, cada vez hay más personas de sexo femenino que descreen de los tronos de flores y perfumes y buscan hacerse a ellas mismas en el seno de la historia, que están dejando atrás el miedo, que están asumiendo nuevas responsabilidades, que están recuperando el poder sobre sus propias vidas, ese poder que históricamente delegaron en hombres, familias y gobernantes.
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