Somos tontas. Re tontas. Tontitas. Tontis. Taradas. Bolu. Boludas. Y no seguimos con la lista para no aburrir. Y porque tantas palabra pueden ser muchas, a ver si caen mal, si son desafortunadas, si estamos hablando demasiado. Mejor callarnos. O mutearnos para estar a tono con la vida por redes y zoom.
A ver si somos tontas en cómo decimos que sí, que tienen razón, qué tontas. Tan tontas que el señor de Tik Tok se toca el dedo en la cabeza y explica: “Les falta seso”. A ver si no entendemos. Nos necesitan explicar que somos tontas. A veces, incluso, a tontas y a locas.
“A tontas y a locas” quiere decir “hacer una cosa sin poner atención, sin pensar o de manera apurada e irreflexiva”. O sea: tontas, como hacen las cosas las mujeres. ¿En dónde tienen la cabeza? En pavadas. No somos racionales, lúcidas, ni eficientes. Tenemos cabecita de novia –porque si pensamos en un hombre no podemos pensar en nada más- y hacemos las cosas sin pensar. A lo tontas.
Don Quijote no estaba en sus cabales, pero los molinos de viento eran épicos, no pavadas. En cambio, Urganda la Desconocida, en la pluma de Cervantes, hacía cosas “a tontas y a locas” porque era una doncella que se divertía con frívolas locuras que era la explicación literal de esa frase acuñada desde el castellano original.
Tantas veces nos lo dijeron. Tanto nos machacaron que no servimos para nada, que no nos da la cabeza, que por qué queremos tanto, que para qué necesitamos ganar más, que para qué queremos otro trabajo o seguir estudiando. Tantas veces nos advirtieron que no lo intentemos, tantas veces nos subestimaron o nos dijeron que por estar demasiado preparadas estábamos sobrecalificadas para el trabajo que el tik toker nos lo recuerda en un video por si nos agarró amnesia por efecto del empoderamiento colectivo.
Es difícil no recordar que nuestras madres, abuelas, tías o amigas nos desaconsejaron que seamos demasiado inteligentes porque eso espanta a los hombres que no quieren sentirse menos, ni más bajos, ni menos cultos, ni peor informados que su novia, esposa o amante. El consejo era un ladrillazo, igual al que vimos en Tik Tok: si son inteligentes, mejor háganse pasar por tontas y si son tontas, no se hagan las inteligentes. El resultado es igual: una tontería.
Tantas veces también nos dijeron que si no somos tontas disimulemos y que si nos gustan tonterías (frivolidades) tampoco lo confesemos. Que hagamos un esfuercito. ¿Qué nos cuesta? Que nos hagamos las muertitas para no tener sexo, que nos hagamos las tontas para dejar pasar los comentarios despectivos. Ser tontas no es una tontera, es dejar pasar al machismo como si no pasara nada.
Desde niñas nos educaron para que simulemos no saber para no dejar mal parado al esposo que sabe menos, que no hagamos pasar por desinformado al diputado que va primero en la lista, que miremos con detalle y aplaudamos como una obra de arte al plomero que hace gala de su sabiduría y pide la observación fija de nuestra mirada para quedar obnubiladas por la destreza en el arte de solucionar frente a nuestra tontera en el desastre de desarreglar.
En fin, no es que es la primera vez, pero para algo está Tik Tok y el muchacho que nos arenga -sin gentileza porque para caballeros me quedo con los de antes- a quedarnos en casa. No es una campaña de distancia social por COVID-19. Es una invitación permanente. No se va ni con vacuna. Y la cartita tiene dedicatoria: “Es para cuidarlas, tontas”. Menos mal.
No sabemos por qué alguna vez se nos ocurrió salir. Ni por qué no deberíamos quedarnos como nos dejó la pandemia con cuarentena all inclusive (no por cuidado ocasional, sino por cuidado como vigilancia permanente), puertas para adentro, en estado de atención y protección. Pero, para no correr más riesgos, ni tener más dudas, está la argumentación en el video.
“Ustedes las mujeres que quieren igualdad, igualdad de género, que el patriarcado y todas esas cosas... Dale, vengan. Venga a acarrear ladrillos acá, dale. Venga a acarrear ladrillos, dale. ¿No se dan cuenta que las estamos cuidando, tontas? Que las queremos en la casa para cuidarlas. No para que vengan a hacer esto, para laburar, para romperse las manos. Dios mío... les falta un poquito de seso, eh. Tontas, las cuidamos. No es patriarcado”, argumentó, en una escena con ladrillos a la vista.
Igual, la viralización lo llevó a deletear el posteo. Pero después aclaró en una segunda apuesta viral: “No hablo igualmente de todas las mujeres, porque hay mujeres que realmente valen la pena y se ponen la camiseta” y destacó a las que “llevan adelante sola una casa, hasta con sus hijos”. Recriminó que “es muy fácil decir que quieren igualdad de género, muchas, que están en sus casas, sin hacer nada”. Y remató: “La igualdad no se pide... se demuestra”.
La descalificación por tontas, aunque parece banal, no es tonta. En principio, apunta a reforzar la descalificación que el patriarcado –sí- construyó en las mujeres para poder someterlas. Tanto que el taladro en la cabeza que dice todo el tiempo que somos tontas genera inseguridades, angustias, baja autoestima, ganas de abandonar o no disputar carreras o puestos.
Ser nombradas como tontas, de distintas maneras, de frente o con sinónimos o sugerencias hace efecto en un hueco de la fortaleza femenina. El agujero tiene nombre: el síndrome de la impostora. ¿Qué significa? Esa señal que llega cuando aparece una buena oportunidad y las mujeres sienten que no están a la altura para poder aprovecharla.
En ese momento que se presenta una oferta laboral soñada y las aspirantes creen que no se merecen el puesto y que si lo obtienen los demás se van a dar cuenta de que no son capaces, sino impostoras con una máscara de eficiencia.
El síndrome de la tonta es creer que no se está preparada, pero tampoco se puede aprender. Y ni bien llega uno o una a tirar la moral por el piso (ser barata o no ser competitiva es un logro de mercado que está basado en la descalificación), una se tira a rodar por todas las personas que le enseñaron a no sentirse valoradas ni hacerse valer.
Una casa se construye con ladrillos. Una baja autoestima con ladrillazos machistas (vengan de quien vengan). Y, a muchas, cuando escuchan una descalificación se les arma (o desarma) un mundo. Porque no es una vez, sino un ladrido permanente sobre sus capacidades y deseos.
A algunas se les viene el recuerdo de la maestra de inglés que subía los ojos ante cada error, el novio que las hacía sentir que no podían hablar con él porque no tenían leídas las obras completas de Jean Paul Sartre y el amigo que pedía la revisión de sus papers, pero jamás ojeaba sus escritos.
Todas las voces que les dijeron, les insinuaron, las miraron como tontas (o no les prestaron la atención que merecían por no serlo) se vuelven como una avalancha que grita “¡¡¡sos tonta!!!” y de la que no hay escapatoria al final del camino. La deconstrucción de género no es que no se construyan más casas (mucho menos que no se valore el trabajo de fuerza e inteligencia que hacen tantos obreros y albañiles) sino que se deconstruyan las malas construcciones que derrumban la potencialidad de mujeres y disidencias sexuales.
Pero la descalificación no es tonta, sino que tiene como objetivo la erosión emocional para generar dependencia y docilidad. Es violencia. “Estuve un año y cuatro meses con mi novio y él me decía que no me daba la cabeza y que yo no era capaz. Él se creía superior y de tanto que te lo meten en la cabeza te lo terminás creyendo”, me contó María José que, recién a partir de Ni Una Menos, el 3 de junio del 2015 –y de las clases de educación sexual en la biblioteca del colegio- pudo cortar con un noviazgo violento, cuando estaba en cuarto año del secundario en Neuquén.
Lo viral no es azaroso, sino que el tic toc es un pensamiento que sigue poniendo barreras en las carreras de las mujeres. Todavía no hay mujeres conductoras de trenes. Y los argumentos de La Fraternidad, la central sindical, apuntaban a intentar justificar una discriminación protectora. El argumento era que las trabajadoras no tenían que hacer el trabajo porque es demasiado duro –por tener que enfrentarse a los suicidios en las vías- y que era mejor cuidar a las mujeres que tienen como función la maternidad.
La protección no puede ser una trampa para desproteger, ganar más que las mujeres y quitar autonomía. Hoy todavía no hay mujeres conductoras de trenes. Y es una deuda imperdonable. En muchos sectores las mujeres son minoría -como en la construcción- por razones que no son biológicas, ni naturales, sino de la construcción de la discriminación a las mujeres y otras identidades.
Hay muchas mujeres que quieren y muchas que son albañiles o que no lo son por las barreras, las cerraduras y los desalientos. Hay muchos hombres que no saben cambiar una lamparita y clavar un clavo y no tienen que crecer sintiendo que son menos hombres por no ser fuertes o levantar paredes. Hay muchas mujeres que se quedan en su casa cocinando, limpiando y cuidando a sus hijas e hijos y no son tontas o sometidas por esa elección o necesidad. No se trata de encasillar, sino de desencasillar y que las elecciones sean personales, cambiantes, válidas. Y los deseos también.
Pero hay algo central para desarmar en la pared que construyen los discursos que –como este video- se vuelven virales: el machismo no protege. Las mujeres no necesitamos protección por ser tontas. Ni rechazamos la protección por una tontería. Pero lo que está mal no es ser protegidas, ni proteger, sino la protección como si fuera una coima que se le paga a una mafia para que te cuide en la cuadra cuando, en realidad, solo te cobra un precio por tu libertad.
Ahí es donde muchas mujeres gritan: “Yo quiero un hombre así, que me mantenga y me cuide” y refunfuñan contra los discursos que apelan a la independencia porque –por muchas razones válidas- desean protección. El problema es que el machismo no protege, sino que expone a más peligros con la excusa de dar protección.
No hay que comprar ilusiones falsas como si de los discursos rancios naciera un Superman de machismo prehistórico que pudiera salvarlas de sus dolores, exigencias y sacrificios. En cambio, sí se puede buscar y apelar a una protección verdadera, justa, real y con intercambio de cuidados según cada cual quiera o pueda.
El Siglo XXI empezó realmente en el 2020: ya no hay forma de creer que nos salvamos solos y solas, sin Estado, comunidad, lazos sociales, afectos, amparo, familias, amistades y amores. El problema no es solo cuándo comenzó, sino cuándo puede terminar.
En este mundo en el que la pandemia desnudó el colapso sanitario, ambiental, social y económico ya no se puede rechazar la protección, sino rechazar el peaje de la dominación y la violencia a cambio de protección.
No es que somos tontas por no aceptar ser cuidadas, ni que somos tontas si somos cuidadas o cuidamos. Ahora la única estrategia posible es revalorizar los vínculos de cuidado. Pero los ladrillos de esa construcción no pueden levantar los muros del hogar como una cárcel, sino de nuevas formas de amparo. Sin tonteras a cambio.
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