¿Cuán voluble es la ley? O para decirlo con mayor precisión: ¿cuán discrecional es el poder de los jueces para desafiar la voz unánime de la ciudadanía rasa, aquella que pide a gritos seguridad? Paradójicamente, frente a la inacción de tantos otros agentes policiales, en este caso se discute si Chocobar cometió un exceso en su función policial. Y cuando uno traduce esa fórmula vacía a la realidad de los hechos comprobamos, una vez más, que el peor de los pecados cometidos por el imputado es ser policía, esa vocación en la cual hasta se da la propia vida para cuidar de los otros. Y cuando escuchamos hablar de “exceso”, nos percatamos una vez más que el término fue tan sistemáticamente empleado que hoy es un significante vacío. Por lo menos en “este mundo del revés” que es nuestra doliente Argentina, al decir de la gran María Elena Walsh. Si miramos más allá de nuestro mundo tan pero tan pequeño, sentimos perplejidad cuando nos enteramos de que una de las premisas de la Policía canadiense es que la fuerza de parte de las autoridades no debe ser proporcional a la del común de los mortales, sino que debe ser mayor. ¿Qué razón se aduce? Una de sentido común: la fuerza proporcional invita al desafío permanente de quienes nos deben cuidar, porque instaura una horizontalidad en la cual quienes violan la ley y quienes cuidan de que se respete quedan en un falso empate. Por lo tanto, concluye, el poder concedido a los agentes policiales debe ser mayor, porque es esa misma fuerza la que conduce al orden público.
La trampa argentina es que la calle rechaza esa horizontalidad, pero el hecho de que el juicio del agente del orden y del delincuente que sobrevivió al ataque al turista estadounidense se realiza en el mismo lugar, asimilando la defensa de los ciudadanos a la violenta violación de la ley. Entonces ya no se trata del imaginario colectivo ciudadano sino del imaginario de la enorme mayoría de los operadores judiciales, empezando por los jueces, teñido de una ideología vintage pero mucho más peligrosa que la de cualquiera. Porque ese imaginario ideologizado se traduce en actos concretos de dichos operadores, quienes suelen promover una presunción de culpabilidad permanente sobre la institución policial y cada uno de sus actores. Una presunción tanto más irrefutable cuanto que se basa en gran medida en el “sesgo de confirmación”, estos sesgos cognitivos que consisten en privilegiar información e hipótesis que confirman ideas preconcebidas, grabadas cada vez más profundamente en las mentes.
Sin embargo, el precio que paga la policía es dramáticamente alto, como lo constatamos a través de las cámaras en la muerte del agente Roldán, quien intuyó en sus últimos instantes de vida que, de reaccionar, se quedaría sin trabajo y sería imputado por una Justicia que desconoce la diferencia entre el bien y el mal. Pero los culpables no son sólo los jueces. Cuando nos percatamos de que, durante su agonía, Roldán sólo escuchó los insultos de esa psicóloga rubia y “paqueta” de Barrio Parque, nos estremecemos… Triste buenismo: de haber sobrevivido alguno de esos actores, de haber habido un juicio, esa buenista debería haber sido llamada en calidad de testigo.
Hoy por hoy, volviéndonos a la historia de Chocobar, todos somos responsables de hacer oír nuestra voz. Porque los jueces intervinientes en este caso absurdo tienen que confesar, sin dilaciones, a quiénes defienden. Si a quienes salen con un arma para matar inocentes o a quien nos cuida. Es cierto que los jueces “hablan por sus sentencias”. Pero en estas particulares circunstancias, lo pueden hacer por sus actos, obedeciendo a la Constitución Nacional: desde 1853, nuestra Carta Magna ordena el juicio por jurados.
Hartos de la inflación legislativa para trivialidades -“Día de…”, “Homenaje a”-, se posterga lo urgente e importante. Y en lo que concierne a los jueces, bastaba ver a Menem sentado en su banca para saber de la dilación de las causas Y en esa dilación, se nos va la vida por culpa de ese gran Leviatán, ese monstruo -el Poder Legislativo y el Poder Judicial- pagado por los ciudadanos que vivimos a la intemperie por su falta de idoneidad (entre otros vicios).