La discusión es tan insólita y está tan contaminada por las ideologías que conviene empezar con una obviedad: a diferencia de las armas de fuego, las de electrochoque no son letales. Lo que hacen es disparar una descarga eléctrica suficiente para inmovilizar brevemente y reducir a un delincuente. Previenen o reprimen delitos.
Así ocurre hace más de dos décadas en países como Estados Unidos, España, Francia y el Reino Unido, con distintos contextos sociales y distintos abordajes sobre la seguridad pública, pero con un objetivo común: adquirir cada vez mejor tecnología para ofrecer una protección mayor.
Durante esos mismos 20 años, y mientras los índices delictivos creían de manera exponencial, en la Argentina quedamos presos de un debate político agitado por una minoría dedicada a militar por nuevos y renovados derechos de asesinos, narcotraficantes, secuestradores y violadores.
Algo de eso se pudo ver en la escena de la cruenta muerte del inspector Juan Pablo Roldán, en el barrio de Palermo. Mientras ninguno de los agentes pudo utilizar su pistola reglamentaria, el atacante recién fue reducido cuando ya había dado su puñalada mortal. Un sector de la política se enojó con los policías.
Las hipótesis respecto a por qué no dispararon antes son varias: desde el cuidado de los ocasionales peatones hasta la falta de respaldo institucional, pasando por órdenes no escritas de mandos superiores. En cualquiera de los escenarios, hay una única coincidencia: con una pistola de electrochoque, las posibilidades de lamentar víctimas hubieran sido infinitamente menores.
Por supuesto que el uso de las Taser no es la única solución al problema de la seguridad. Resolver el drama estructural del delito en nuestro país requiere de una multiplicidad de herramientas coordinadas estratégicamente entre el gobierno nacional, los gobiernos provinciales y los municipales.
En los últimos años, uno de esos elementos clave en la lucha contra la inseguridad fue la creación de policía locales, que se ocuparon de integrarse de manera eficiente al esquema de patrullaje y controles de cada lugar. En el caso de Lanús, contribuyeron de manera decisiva a pasar más de 400 días sin un solo homicidio en ocasión de robo.
Para tener una dimensión de la importancia: con 650 efectivos, la policía local llegó a hacer hasta 900 detenciones por mes.
El municipio tuvo a cargo la formación de más de 500 agentes, incluyendo los nombramientos de los jefes del cuerpo. También construyó la propia escuela de policía, la dotó de 60 móviles, 40 motos, 30 bicicletas, chalecos antibalas y los sistemas de comunicación.
La policía local aportó cercanía, agilidad, confianza y, sobre todo, soluciones. Lo logró a partir de un liderazgo claro y municipal, coordinado no solamente con las fuerzas provinciales, sino también, cuando hizo falta, con las fuerzas federales.
Los operativos, los patrullajes y las capacitaciones de los agentes locales están a cargo en gran parte por los intendentes porque vienen a complementar los esfuerzos que ya hacen los gobiernos provinciales. No son una competencia; al contrario, son un enorme aporte.
Poner en discusión la eficacia de las fuerzas locales es retomar un discurso falso que históricamente ha pertenecido a sectores desplazados de la Bonaerense, que hubieran querido tenerlas a cargo para sus propios intereses. Ni siquiera el ministro Berni, quien sí tiene compromiso y una evidente vocación de lucha contra el delito, debería permitírselo.
Por eso, y por encima de cualquier posición política, urge llegar a un acuerdo básico sobre puntos fundamentales que hacen al cuidado de la gente. Más allá de la perspectiva de los distintos gobiernos, lo que está en juego es el control la calle, si el Estado hace cargo o queda en manos de los delincuentes.