El filósofo Jurgen Habermas se pregunta “cómo hemos de comportarnos con la tradición y con la historia con la cual está indisolublemente ligada nuestra identidad, la de nuestros hijos y la de los hijos de nuestros hijos”.
Una respuesta ineludible pasa por desligar la leyenda de la historia, el mito de la realidad. De tanto en tanto la historia de los trágicos 70 irrumpe con hechos de los que la memoria “formateada” prescinde por incómodos, inquietantes. Veamos.
El 6 de octubre de 1975 arriba al aeropuerto metropolitano de Buenos Aires un féretro envuelto en la bandera argentina con el cadáver del Subteniente de 21 años Ricardo Eduardo Massaferro. Su padre, el Mayor Ricardo Alfredo Massaferro y su madre Tisbe, lo lloran desgarradoramente.
Alejandra, su hermana menor de 18 años, sostiene una entereza transida de dolor. Los rodean muchos de compañeros de su promoción 105 del Colegio Militar de la Nación venidos de distintos regimientos. Uno de ellos ha logrado llegar desde muy lejos al velorio del Regimiento de Infantería I Patricios. Quebrado en llanto el subteniente jujeño Rubén Sánchez que se siente su hermano e hijo adoptivo de su familia, viaja desde Colonia Sarmiento, Chubut. Pasa la noche en la capilla ardiente limpiando la frente del querido amigo, partida por un escopetazo de Itaka. Maldice la hora en que Ricardo no eligió irse con él destinado a la Patagonia. No hubiese muerto aquel 5 de octubre en Formosa, justo a la misma edad y con el mismo grado inicial de egreso que el desconsolado padre tenía en 1947. Poco tiempo antes, el 17 de octubre de 1945, se había iniciado el “siglo de Perón” (Alain Rouquié dixit). El sepulcro en que la Argentina se transformó en los 70 volvería a enlutar la patria, llevando al paroxismo la violencia fratricida iniciada en 1955/1956.
Caminar atento por la CABA y el GBA nos trae a la memoria miles de víctimas de los “años de plomo”. Masacre parapolicial y militar de oponentes, armados o no. Réplica brutal y terrorífica por los ataques del Ejército Revolucionario del Pueblo contra unidades del Ejército Argentino entre 1973 y 1975, y por los atentados terroristas de los Montoneros hasta el fin de la década.
La guerrilla mata y muere en furiosos y suicidas combates. También practica el terrorismo: ejecuta a decenas de oficiales indefensos. Indiscriminada, inmoral e inútil venganza por sus compañeros torturados, masacrados y desaparecidos. O los embosca y elimina para robar armas, como al joven Teniente Mario C. Azúa, primer oficial del ejército asesinado en 1971 en Pilar. Acribillado y rematado en el suelo por un grupo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, con él es herido el soldado de 20 años. Hugo A. Vacca, que queda parapléjico y muere cuatro años después.
La insurgencia se ha cavado su propia fosa. Será exterminada con pena y sin gloria hacia 1979.
En uno de los arcos de entrada al Patio de Honor del Colegio Militar de la Nación, destella en letras doradas una penúltima acción de guerra, previa a la de Malvinas: el “Operativo Independencia” (1975/1978). Actual nombre de una causa judicial de lesa humanidad que procesa a longevos militares partícipes de esa acción, en su mayoría subalternos para esa época con nulas responsabilidades decisorias. Caso emblemático del ex Subteniente César Milani de la promoción 106 de 1975, acusado y sobreseído de complicidad en la cobarde desaparición de un soldado, militante izquierdista, de su compañía del arma de ingenieros en Tucumán. Sin la protección política del actual oficialismo de la que goza, ha habido, y hay en curso, alrededor de mil procesos a oficiales y suboficiales subalternos.
Aquel compañero entrañable de Ricardo E. Massaferro, el Mayor Rubén Sánchez, cumple prisión preventiva en Campo de Mayo hace cuatro años. La “prueba” procesal: haber sido teniente ayudante del jefe del Regimiento de Infantería 7 de La Plata en los 70. Es acusado junto al resto viviente de los oficiales allí destinados de un hecho hipotético; tendría que haber sabido lo que pasaba en los centros clandestinos de detención donde se torturaba, asesinaba y desaparecía. Seguramente lo sabría, pero aun así, hubiese o no abrigado íntimos sentimientos de venganza por su amigo, no tenía ninguna posibilidad de evitarlo. Y con 67 años y contagiado de Covid-19, Sánchez se curó y salvó de la muerte. No así otros cuatro reclusos que el virus mató.
Dos memorias, una castrense y en sordina; la otra pública y hegemónica, que se ignoran entre sí. ¿Podrá soldar algo de ese abismo la campaña de asistencia militar humanitaria en la pandemia -Operativo “Manuel Belgrano”- en la que están empeñados descendientes de militares presos o fallecidos en prisión? ¿Compensará los huecos el intento de seducción oficial con un eventual tardío resarcimiento a los familiares de todos los militares y policías caídos en los 70? Difícil, mientras las víctimas de esa década sean divididas en malas y buenas. Y las primeras se recuerden sólo en ámbito local o con un pudor culposo de intramuros en formaciones militares, además de algunos libros, mientras las segundas lo son a cuatro vientos en veredas, muros, museos y films, única memoria autorizada por una parcial conciencia.
De cabo a general, 32 cuadros mueren en Tucumán de 1974 a 1977. Más 14 soldados. Una enorme fuerza aplastará a la pequeña y aguerrida Compañía de Monte Ramón Rosa Giménez del ERP y su aparato logístico urbano. Entre los caídos en 1975 figuran los subtenientes de infantería Rodolfo Berdina y de caballería Diego Barceló, promoción 105 “Independencia”. Cadetes entre 1970 y 1974, en diciembre de éste año reciben sus diplomas y sables. Los rubrica la presidenta Isabel Martínez de Perón. Presionada por las FF.AA. va a dictar el decreto 261 del 5/2/75 para “aniquilar el accionar subversivo”. El primer día de ese mismo mes la guerrilla ha asesinado al Capitán Humberto Viola y una pequeña hija en la ciudad de Tucumán.
Se cierne la impiadosa venganza. Un elefante sin freno pisará al hormiguero guerrillero.
Los Masaferro en el fratricidio argentino
El desafío al monopolio estatal de la violencia legal –legítima o no según la óptica del relato- tendrá desde el inicio de
la guerrilla en los años 60, impacto indeleble en la formación doctrinaria de las nuevas camadas de oficiales. La Doctrina de Seguridad Nacional vs. la Tricontinental del Tercer Mundo en el marco de la Guerra Fría, alimentadas con la carne de cañón iberoamericana, asiática y africana, los convoca a primera fila. Cuadros y tropa pasarán la prueba de fidelidad del soldado: “Juráis a la Patria seguir constantemente a su bandera hasta perder la vida”. Del otro lado caerán en pos de una utopía revolucionaria.
El 5 de octubre de 1975 el foquismo guevarista, enfrentado con el peronismo, ataca su primer y único cuartel, y pierde doce combatientes. Es el “Operativo Primicia”. Allí cae un tercer miembro de la “105”. No en Tucumán sino en Formosa. No por balas del ERP, sino de Montoneros. Muere el Subteneinte Massaferro, de traición familiar peronista. ¿Quién es su padre?
Dado de baja como Teniente 1ro. en junio 1956, luego de participar en la conspiración del general Juan J. Valle contra la “Revolución Libertadora”, y fracasado el intento de tomar el Regimiento de Infantería Mecanizada de La Tablada donde revista, se salva de ser fusilado o ametrallado sin parodia de juicio, como lo serán 17 oficiales y 10 civiles. Falsamente acusado de intento de asesinato de camaradas no comprometidos en la asonada, cumple prisión en la cárcel de Magdalena durante el resto de 1956 y 1957, hasta que el presidente Arturo Frondizi lo amnistía en 1958. Reconocido militante de la “resistencia” contra la proscripción del justicialismo, con el regreso del líder a la presidencia en septiembre de 1973 es ascendido dos grados en retiro e incorporado al gobierno.
Participante ese año del “Operativo Dorrego”, revival de la mítica unión pueblo y ejército, éste viejo soldado de Perón es nombrado director general en la Comisión Municipal de la Vivienda de la Ciudad de Bs. As. Él y todo su directorio será apuntado en abril de 1974 por el diario montonero Noticias al dar prensa militante a una comisión de delegados de base de empleados y obreros, a raíz del conflicto generalizado que mide la relación de fuerzas entre la ortodoxia peronista y la izquierda gremial.
Mientras la lucha ideológica en el peronismo se ha trasladado al interior del Estado, Perón ya ha sacado a relucir su uniforme de general para alentar el combate, legal e ilegal, contra la sangrienta ofensiva insurgente. Los activistas sindicales, barriales, estudiantiles y profesionales, serán víctimas propiciatorias y blancos fáciles de la ultraderechista Triple A. Ensayo de la “guerra sucia” que el golpe de 24/3/76 consagra.
Corriendo el año 1975 las torturas y desapariciones de prisioneros sembrarán el terror. Método contrainsurgente aprendido de la batalla francesa contra el FLN en Argelia –de cuya derrota nuestra guerrilla no tomó nota- perfeccionado en los cursos de la Escuela de las Américas del Comando Sur de USA en Panamá.
Comenzada su carrera militar en medio de la apoteosis de la “tercera posición” en los 40, Massaferro padre perderá a su único vástago varón cuando iniciaba la propia en el efímero tercer gobierno justicialista. Por su leal disciplina partidaria y tenaz lucha por el “Perón vuelve”, desespera que jóvenes que se dicen peronistas hayan matado a su hijo.
Allá, en las calles y plazas de Formosa, se honra la memoria de los defensores del Regimiento de Infantería de Monte 29 caídos y el último grito del soldado Herminio Luna “¡Aquí no se rinde nadie, mierda!”. Momento, el de su coraje, en que habrá sentido que su patria le exigía la entrega de su humilde sangre. Su martirio y el de otros nueve soldados, desnuda el extravío criminal montonero. Y el delirio de sus epígonos contemporáneos.
“Muerto heroicamente en combate” dice el diploma de honor con medalla de oro, “luchando en defensa de la sociedad, sus instituciones y valores que sustenta la Nación Argentina”, otorgado al Subteniente D. Ricardo Eduardo Massaferro. Está firmado el 24/9/1976 por el comandante general del ejército, Teniente general Jorge R. Videla.
Omite decir que cayó en primer término defendiendo la Constitución Nacional de la República Argentina, al correr alarmado por los estampidos a ponerse al frente de sus treinta ciudadanos conscriptos de la “sección retén”. Un refuerzo de la guardia para empleo rápido en caso de ataque o siniestro. Ese domingo tuvo la mala suerte de hacerse cargo de ese puesto en reemplazo de otro oficial al que debía un favor similar el domingo anterior. Su madre contaba que había observado angustiada en la palma de su manito de niño una corta línea de la vida.
¿Y el diploma del Congreso Nacional que fue clausurado por todas las dictaduras? ¿Habrá placas alguna vez en las veredas in memoriam de los tenientes post mortem, Berdina de Puerto Belgrano, y Massaferro y Barceló de la CABA ¿Y de todas las víctimas militares y policías de nuestra “guerra civil” intermitente? Tal como se honra en múltiples baldosas porteñas la vida de miles de desaparecidos y de cientos de guerrilleros caídos en combate. ¿O los uniformados no han dejado padres, madres, novias e hijos en el intenso dolor para toda su vida? Son los “desaparecidos” de la memoria oficial.
Memorias en pugna. Cada una cultiva sus verdades y mitos. Clío, musa de la historia, vendrá a separar la paja del trigo. Será cuando la vida de todos los argentinos tenga igual valor, cualesquiera fueren las circunstancias en las que la hubiesen perdido por violencia política.
“Serás lo que hay que ser” escribió textual José de San Martín. Y si no ¿acaso los argentinos seguiremos ocupados en ser nada? Podría preguntarse nuestro exiliado padre de la patria bajando del bronce. Claro que lo sabía. Nuestra idiosincrasia no le resultaba apta para convivir en la paz de la convivencia civilizada. Por eso su ostracismo y muerte donde su gesta fue enaltecida mucho antes de que en su patria natal. No aprendimos nada.