Todas las conmemoraciones llevan detrás una historia. En las conmemoraciones personales recordamos cumpleaños o aniversarios tanto de alegrías como de tristezas, y en las comunes las efemérides de enormes eventos del pasado, fiestas de independencia, batallas épicas, o recordatorios de grandes héroes. Sin embargo, detrás de la conmemoración del Iom Kipur o Día del Perdón del calendario judío, no hay una historia. Nada sucedió en especial en ese día en particular. Este es un día donde cada uno trae su propia historia.
En Iom Kipur, el Día del Perdón, cada uno viene con su historia de pasados propios. Venimos a recordar a esa persona única, que partió y dejó partida una parte de nuestra alma. A pedir por salud de cuerpo y tantas veces de espíritu, para amigos, para queridos, para quienes no conocemos, para la humanidad castigada por la pandemia, para nosotros mismos. Venimos a revisar la historia personal, para lograr desnudarnos en el coraje de pedir perdón, y a trabajar nuestra paz interior para saber perdonar. A veces, perdonar incluso a aquél a quien vinimos a recordar, por haber partido. Perdonar a nuestros padres o a nuestros hijos. Perdonarnos a nosotros mismos por no haber logrado lo que nos propusimos y entonces empezar otra vez. Perdonar al cielo por esas faltas tan íntimas, o a veces hasta perdonar incluso, al mismo cielo.
Este último Kipur a la vez, ha marcado historia. Por primera vez, los Templos cerrados debimos aprender a llegar a cada hogar y transformarlo en un Santuario. Generar momentos, recuerdos, emociones, imágenes, sentimientos de reparación y fe en la renovación desde lo virtual, se transformó en un dramático desafío. De pronto descubrimos que un nuevo mundo se abrió frente a todos. Miles y miles de pantallas del otro lado, abrieron cada living para llenarlo de mensaje, música, espiritualidad, luz, búsqueda, recuerdo y re-significación en cada plegaria. Pero no eran sólo miles de pantallas, sino miles de historias. Cada una experimentando una marea de emociones propia, desde su historia personal.
Familias que jamás habían pisado un Templo, descubriendo que eran parte de algo más grande de lo que creían. Otras que fueron toda su vida al Templo y no imaginaban posible traer toda esa mística a su propio living. De pronto el virus nos daba la oportunidad de re-pensarnos, re-pasar el rumbo de nuestra historia y re-calcular hacia dónde caminar a partir de hoy. De repente, descubríamos que la comunidad era el antídoto a cualquier soledad. No eran miles de pantallas, sino miles y miles de historias.
Algo similar sucede con la fiesta que comenzamos esta semana, Sucot, la Fiesta de las Cabañas. La celebración que dura ocho días recuerda el largo viaje por el desierto, durante 40 años, de los israelitas recién liberados de Egipto. Según la misma Biblia, los esclavos liberados atravesaron todas esas décadas debajo de rústicas y humildes cabañas, que recreamos al día de hoy en recuerdo.
Sucot trae el recuerdo de nuestro pasado remoto: no sólo de aquel éxodo, sino de tantos exilios de tantos siglos, de un pueblo que en cada generación se vio escapando una y otra vez de cada geografía, de diferentes pogromos y persecuciones. Recuerdo de nuestro pasado reciente: de nuestras historias propias, todos nosotros hijos y nietos de inmigrantes escapados de Egiptos varios del Siglo pasado. Recuerdo del presente que vivimos: de tantos que hoy mismo viven a la intemperie, en techos rústicos donde el frío y el hambre es lo cotidiano, esperando que nosotros reparemos nuestra parte del mundo.
Pero nada en particular hace que conmemoremos Sucot, esta Fiesta de Cabañas, justo en esta semana. El éxodo y el viaje desde Egipto a la Tierra Prometida sucedió durante 40 años, y no en esta semana en particular. Lo más lógico sería festejarlo después del Pesaj, donde recordamos la salida misma de Egipto: salir de Egipto y entrar a la cabaña. Pero no. Salimos de Kipur, el día sin historia, para entrar a la cabaña que relatará el viaje que empezamos a partir de re-descubrir nuestra historia.
Es por eso que salimos de Kipur para entrar a la Sucá, a una frágil Cabaña. Porque llenos de la potencia espiritual reparadora de estos días, ahora es tiempo de empezar otra vez el viaje. Asumiendo que la vida y el año será como esa cabaña. Endeble, quebradiza, pasajera, de paredes débiles y techo con agujeros varios, de derrotas y caídas diversas. Que el tiempo es como el viento fuerte y que la vida, el cuerpo y las fuerzas, son como esa estructura frágil, tan fácil de derrumbarse.
Sin embargo, aunque parezca paradójico, Sucot es la única Fiesta donde nos dice la Torá que es “obligatorio vivirla con alegría”. Es entonces cuando la alegría se transforma en una expresión de coraje espiritual. Alegría de tenernos. Alegría por lo cosechado en el esfuerzo, el valor, el compromiso y el amor. Alegría de sabernos ricos de espíritu, para aprender a aprovechar cada instante en plenitud, cada momento como un tesoro único. Cercados por la incertidumbre de la fragilidad que nos rodea, mirar a través de ese techo roto las estrellas, sonreírle al viaje y entonces, escribir una nueva vez nuestra propia historia.
Amigos queridos. Amigos todos.
El Rebbe jasídico Najman de Braslov decía, que la alegría no debía ser apenas incidental en la búsqueda espiritual, sino vital. Aseguraba que podemos “bailarle a la tristeza”, hasta sacarle una sonrisa. Que con sólo ingresar con una sonrisa a cualquier lugar o a cualquier conversación, podemos cambiar la energía de todo lo que nos rodea y hacer reír al universo entero.
Ingresar a la Sucá nos llama a comenzar nuestro propio viaje, para ser los autores que escriban nuestra historia. La tinta para escribirla, ya la recomendaba el Rebbe, es la alegría misma: “Encontrar la verdadera alegría es la más difícil de las tareas espirituales. Sonríe siempre. El don de la vida estará entonces en tus manos.”
El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.