Siempre hemos destacado que Venezuela es un país de enorme importancia para Argentina. La amistad se remonta al periodo de la independencia, a la Doctrina Drago, a los apoyos en la causa de las Islas Malvinas, al asilo generoso ofrecido cuando la guerrilla guevarista empezó a operar en plena democracia, a su extensión todavía más amplia cuando irrumpió la dictadura -llegando a brindar becas (Pérez Guerrero) a los hijos de los exilados para estudios en los Estados Unidos-, a la visita de la CIDH negociada y dirigida por el embajador venezolano, Manuel Aguilar, que también presidio la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, cuyas normas hicieron posible la extensión de nuestra Plataforma Continental, conforme un mapa oficial difundido semanas atrás. Pero hay más: si leemos el Informe elevado por el canciller Jorge Faurie al concluir su gestión, apreciamos que el interés por la suerte de los venezolanos se incrementó, facilitando el ingreso de un mayor número de desplazados y llevando adelante delicados esfuerzos regionales pacíficos, para presionar al Gobierno de Maduro a fin de que respete los derechos humanos y las instituciones democráticas, esenciales en América Latina hoy.
Frente a este contexto, no debe extrañar que acontecimientos que tienen lugar en Venezuela repercutan de inmediato en nuestro país, con más razón si se trata de violaciones graves y continuadas a los derechos humanos. En efecto, el segundo Informe de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos humanos, la ex presidenta socialista de Chile Michelle Bachelet, es más escalofriante que el anterior. Recorrer sus párrafos preocupa fuertemente, porque los datos son precisos y corroborados. Sus reflexiones están en todo concordantes con las palabras del secretario general Antonio Guterres que, en su discurso inaugural de la presente Asamblea General, en Nueva York, destacó la importancia y también el retroceso de los derechos humanos en muchas partes del mundo. No fue el único: numerosos mandatarios pusieron acento en esta circunstancia. Que esto ultimo incluya a América Latina no puede dejar indiferente a la Argentina, país que ha hecho de su defensa y puesta en práctica una de las bases de la política exterior a lo largo de todos sus gobiernos libremente elegidos. El presidente Alberto Fernández en su reciente y primer mensaje a la Asamblea General, hace pocos días, acertadamente enfatizó este punto: “Priorizar los derechos humanos sobre todo lo demás”.
Por lo expuesto, llamó fuertemente la atención y motivó estupor generalizado que el representante permanente de la Argentina ante la OEA se haya manifestado de manera confusa, inoportuna, seguramente inconsulta, en sentido contrario a la visión de la enorme mayoría de los gobiernos del Hemisferio sobre el Informe Bachelet relativo a Venezuela. Pero lo que sorprende todavía más es que contradice la posición de acompañamiento que expresó en su momento nuestro representante en las Naciones Unidas, Ginebra, al considerarse el Primer Informe de Bachelet. Ginebra es y no la OEA -sin perjuicio de su relevancia- el ámbito donde deberá manifestarse la opinión oficial argentina ya que allí se confirió mandato a la alta comisionada para investigar la situación de Venezuela en materia de derechos humanos. Por esto, ese es el lugar indicado para manifestarse sobre el Informe y no otro.
Felizmente, casi de inmediato, el Gobierno argentino al máximo nivel y reflejando la posición de la Cancillería que dirige Felipe Solá aclaró que la posición tradicional no había cambiado y que la protección de los derechos humanos conforme a los Informes de Bachelet representan básicamente la postura de la administración. De no haberse reaccionado con rapidez y claridad, la tarea diplomática en muchas capitales latinoamericanas, occidentales y particularmente en Estados Unidos, se hubiese complicado, atento la demanda de explicaciones, casi de rigor, frente a los medios, los think tanks, el cuerpo diplomático y el Departamento de Estado, justamente en un año muy delicado en razón de las elecciones.
Este delicado episodio sugiere que, sin perjuicio de cualidades personales, la buena diplomacia exige poseer sólida experiencia y “olfato” para actuar en escenarios multilaterales, con más razón en un organismo de gran importancia hemisférica como la OEA (Canadá hasta Tierra del Fuego) con una agenda que repercute cotidianamente en Washington así como en las capitales de los países miembros.
Argentina es un país con una historia diplomática que posee muchas más grandezas que claudicaciones. Afortunadamente no hemos alterado esa trayectoria ahora. Sobre todo si atendemos a las generaciones jóvenes de todos los sectores políticos que observan y sacan conclusiones. Por un momento pareció que el desaliño personal que nos embarga con motivo de tanta cuarentena y pandemia hubiese, involuntariamente, impregnado algunos aspectos de la política exterior. Felizmente no fue el caso.