Una apostilla sobre la “batalla cultural”

El concepto de cultura es contradictorio con el de imposición, y por eso pienso que el uso de términos militares o bélicos para referirse a la evolución de la cultura resulta incorrecto, y lleva la discusión hacia otro lugar

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FOTO DE ARCHIVO: Una bandera
FOTO DE ARCHIVO: Una bandera argentina flamea sobre el Palacio Presidencial Casa Rosada en Buenos Aires, Argentina 29 octubre, 2019. REUTERS/Carlos Garcia Rawlins

La expresión “batalla cultural” se ha vuelto particularmente vigente en los últimos tiempos, para representar una lucha en el campo de la filosofía social, la política y los valores. Se popularizó a partir del trabajo de Antonio Gramsci sobre la superestructura, que llevaba a la necesidad de alcanzar la hegemonía política a partir de una penetración cultural, que requería la lucha por reemplazar los paradigmas imperantes en todos los ámbitos en los que se desarrollan y discuten: incluyendo la educación, manifestaciones culturales diversas, periodismo, etcétera.

Pero la expresión “batalla cultural” supone, a mi juicio, la formulación de una contradicción en términos. La cultura es la síntesis de un intercambio evolutivo entre personas, que afirman ciertos valores y están dispuestas a modificar otros, a través de decisiones voluntarias por las cuáles procuran una mejor forma de convivencia que les permita alcanzar sus propias metas. Las culturas evolucionan y crecen cuando las personas sintetizan valores en formas novedosas, tras una discusión abierta y sin coacción.

El concepto de cultura es contradictorio con el de imposición, y por eso pienso que el uso de términos militares o bélicos para referirse a la evolución de la cultura resulta incorrecto, y lleva la discusión hacia otro lugar. Las culturas trascendentes se han generado de ese modo libre. Tanto Grecia como Roma u otras más crecieron culturalmente a partir de intercambios voluntarios y la libre discusión. De hecho ese modo de discutir ha sido la base de la ciencia moderna (como explicó muy bien Popper en El mundo de Parménides al explicar el surgimiento de la filosofía en Grecia); y los intentos por imponer la propia cultura a los vencidos en guerras u ocupaciones, sólo sirvió como base para formar una nueva cultura, en la medida en que de manera libre se la haya tomado como punto de partida para una nueva evolución.

No se desarrolla la cultura combatiendo a los que piensan distinto, o a los que sostienen valores diferentes. La máxima expresión de la cultura radica en desarrollar procesos para que todos puedan convivir pacíficamente, cada uno sosteniendo libremente sus propios valores y principios. Las principales instituciones, reglas y hasta normas jurídicas surgidas en el mundo han sido el producto de esta interacción valorativa, que en algún caso, al reiterarse, se convirtió en costumbre y ella en fuente normativa.

Pero de lo que Gramsci y muchos otros han hablado, no es de una evolución cultural, sino de una verdadera guerra entre paradigmas opuestos, entre ideologías enfrentadas, que intentan destruirse entre sí. Gramsci entendía que para sellar el éxito de su propuesta revolucionaria, era necesario cambiar pautas culturales que permitieran echar los cimientos para el crecimiento del nuevo orden. No se lo veía como un avance en la evolución de la cultura, sino como un intento de matar una cultura para reemplazarla por otra. En última instancia, no era la cultura lo que estaba en juego, sino un orden político y económico que debía imponerse por la fuerza para derrotar al orden imperante.

Esto es lo que ocurre entre quienes, deliberadamente, intentan imponer un paradigma como base del sostenimiento de un monopolio político, sea conservador o progresista, sea de izquierda o de derecha. En este contexto, la reacción de quienes intentaron evitar verse envueltos en tal lucha política y preservar sus ámbitos de libertad, han librado otro tipo de batalla, a la cual debe entenderse más bien como el ejercicio de una legítima defensa de sus propios valores frente al intento de imposición forzada de otros. En este último sentido, la “batalla” cultural adquiere la misma entidad que la de alguien que se traba en lucha con un ratero que quiere adueñarse de sus bienes.

El motivo por el cual la expresión “batalla cultural” ha tenido tanta aceptación en los últimos tiempos, probablemente sea porque se refiere a la contienda entre dos expresiones del mismo estatismo que intenta imponerse. Para Gramsci, la batalla cultural debía iniciarla la izquierda para vencer a los paradigmas de la derecha. Pero hoy también es invocada por la derecha, por imponer sus propios paradigmas frente a la izquierda. Ambas expresiones de estatismo compiten por imponer sus estandartes.

Pero esta parece ser una batalla perdida de antemano, pues los cambios políticos producidos por ella suelen ser temporales, duran hasta que el otro “bando” se rearma y vuelve a la carga.

La Argentina ha estado en una de estas “batallas” desde los mismos inicios de su institucionalización. Moreno y Saavedra libraban una de esas “batallas culturales” en la Revolución de Mayo, que terminó con la muerte de Moreno y el enjuiciamiento de Saavedra y el inicio de una larga sucesión de fusilamientos y cambios de gobierno. Desde entonces hasta hoy, Argentina se vio inmersa en tal batalla, en la cual el cambio de ideas y cultura es el camino, o a veces la excusa, para imponer cambios políticos. Lo que se busca no es sintetizar libremente distintas formas de pensar en una nueva (lo que haría la evolución cultural), sino destruir una forma de pensar que nos parece horrible, y sustituirla por la nuestra, que nos parece correcta. Eso es una batalla, lo de cultural sobra.

La verdadera cultura se forma ejerciendo la libertad, o como decía Alberdi en Las Bases, con el “ejercicio de la libertad práctica”. Explicaba el mentor de nuestra Constitución que no hay sustituto educativo que supere a la experiencia personal de trabajar, producir y prosperar por los propios medios, y por ese camino, formar los propios valores y perseguir las propias metas guiados por ellos. La Constitución de 1853-60 fue un intento por crear un ámbito institucional que permitiera ese desarrollo cultural en libertad. Pero al ser el producto de un cambio de paradigmas implementado a raíz de una batalla, sus logros finalmente fueron neutralizados tiempo después por el triunfo de una ideología opuesta.

Por eso me parece importante hacer una distinción cuando se utiliza la expresión “batalla cultural”. Puede tratarse de la verdadera batalla entre ideologías distintas que pugnan por ocupar por la fuerza o la política un mismo espacio; o puede tratarse de la resistencia de quienes quieren guiarse por sus propios valores, para que no se les impongan otros ajenos, que no han elegido. Esta última “batalla defensiva” es la que ha distinguido al liberalismo, que a lo largo de la historia no ha intentado imponer culturas, sino permitir el desarrollo de la verdadera cultura, que es el producto de la interacción libre y voluntaria.

Hoy, más que nunca, el liberalismo enfrenta su propia batalla defensiva, contra los intentos que, con diversos argumentos y disfraces, en definitiva pretenden avanzar hacia formas de colectivismo. No es la “batalla cultural” entre la izquierda y la derecha la que preocupa a los amantes de la libertad, sino la batalla entre las imposiciones culturales de la izquierda y la derecha (ambas expresiones de estatismo), contra el reconocimiento y protección del derecho de cada individuo para poder expresar y sostener sus propios valores y, de ese modo, formar una cultura.

En este sentido, la batalla por la cultura es la batalla por la libertad individual.

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