Comienza una nueva etapa de la pandemia en la Argentina; y podríamos decir que este no es el final, este no es siquiera el principio del final; este es solo, quizás, el final del principio. Los brotes en el interior ya saturan los sistemas de salud. Los aumentos de movilidad avanzan junto a altos niveles de circulación viral, y presagian fuertes rebrotes. Las familias no pueden sostener un solo día más de confinamiento, luego los riesgos de contagio serán mayores. Ha salido de agenda la indispensable cuestión de los testeos a gran escala y la adopción de alguna tecnología de trazabilidad adecuada. Una visión más realista sobre los tiempos de la vacuna disipa el pensamiento mágico de aquel avión salvador que borrará la pandemia de un plumazo. Y la posibilidad de una estrategia nacional contra el COVID-19 se diluye en la imprevisión de la política.
Estamos en situación crítica: entonces pensemos. Debemos pensar ahora, en los albores de las horas más duras de la pandemia, las reformas necesarias para un sistema nacional de salud. Como dijo William Beveridge al Parlamento Británico en 1942 cuando promovía el Estado de Bienestar: “Ahora, cuando la Guerra está superando límites de todo tipo, es la oportunidad de usar la experiencia de una forma concreta y clara. Un momento revolucionario de la historia del mundo es tiempo para revoluciones, no para parches”. Nosotros ahora, cuando la situación arrecia, ¿podremos usar adecuadamente este momento revolucionario de la historia? ¿O discutiremos parches?
El primer mundo nos muestra con antelación nuestro futuro inmediato. Allí crece el abandono de los calendarios de vacunación (la Fundación de Bill Gates estimó 25 años de retroceso), con graves consecuencias sanitarias. Los embarazos no se controlan y aumentan las muertes intrauterinas (en Gran Bretaña se cuadruplicaron). Las complicaciones por diabetes o hipertensión arterial crecen por falta de controles. El mundo se ha vuelto más enfermo y lo será por algunas décadas. La Argentina, con más de la mitad de su población bajo la línea de pobreza seguirá la tendencia, agravada por el brutal abandono escolar que dañará la salud materno-infantil por generaciones. Ciertamente habrá mucho trabajo nuevo para la salud y conviene actuar desde ahora con la mira puesta en el mediano plazo.
El propio sistema ha entrado en crisis. Más enfermedad significa mayores costos, más desempleo y pobreza implican menores ingresos sea cual sea el modelo financiador. La precariedad que caracterizaba los recursos para la salud se hace evidente. Y surge una nueva conciencia entre los trabajadores de la salud, una identidad forjada en trincheras mal remuneradas y la incomprensión de quienes prefirieron asumir insensiblemente las muertes por COVID-19 como daño colateral de una economía “que no podía parar”. Cambiará mucho la visión sobre la salud y la sociedad; el sufrimiento radicalizará los discursos y las expectativas de cambio. Debemos actuar entonces como parte del mundo que viene y no del que se va.
En salud tanto como en educación hace falta una revolución. Una revolución de la igualdad, la ciencia, la vocación de servicio, y la planificación. Actuando desde ahora con un plan a quince años podremos tener resultados ciertos y duraderos hacia mediados de siglo (no antes). No nos engañemos; ese pregonado plan de estabilización macroeconómica y reforma impositiva que traería desarrollo no existe. Para desarrollarse los países se focalizan en crear comunidad mediante educación, salud, ciencia, medioambiente, y participación ciudadana. Macroeconomía, regulaciones, e impuestos, son herramientas para ese genuino proyecto de desarrollo, y no a la inversa.
Un plan nacional de salud comenzaría por objetivos nacionales cada tres años, establecidos por ley, con un sistema mixto (Parlamento más ejecutivo) para gestionar su ejecución y monitorear su cumplimiento. Ya podríamos comenzar planificando los próximos dos años de pandemia y recuperación. ¿Cuánto ha discutido esto el Congreso en estos meses? Poco o nada. Además necesitamos un plan de convergencia de las jurisdicciones para garantizar que el país será finalmente igualitario en materia sanitaria al cabo de 10 o 15 años, y desde allí proyectarnos hasta el final de Siglo; este plan recibirá estímulos especiales con la coparticipación. Frente a Tartagal hoy, ¿alguien cree que hay equidad en salud en la Argentina? Necesitamos un plan nacional de formación de recurso humano en salud que recomponga los fuertes desequilibrios de calidad y cantidad que la pandemia hizo explícitos. Y parte de esta visión será un plan nacional de capacidades sanitarias que garantice equipamiento e infraestructura de manera igualitaria para todo el territorio. Promover la industria nacional en salud será el trampolín para un sistema innovador en biociencias que espera su oportunidad, como fue para la ingeniería el INVAP.
Los resultados de una práctica médica cualquiera pueden variar mucho entre jurisdicciones. Necesitamos entonces un plan nacional de estándares de desempeño que garantice prácticas médicas homologadas para todo el territorio. Lo mismo ocurre con la recopilación de datos e indicadores en salud. ¿Aprenderemos de los desajustes en el registro de muertes por COVID-19? Finalmente, una profunda reforma para el PAMI; hacer más transparentes las compras de las Obras Sociales; y crear un servicio de asistencia sanitaria para el sector informal, organizado en torno a una estrategia nacional unificada con hospitales regionales y claros objetivos sanitarios condensados en el marco de los Objetivos Nacionales de Salud que proponemos.
El temporal golpea con fuerza y zozobramos; mala idea aferrarse al pasado y esperar a que pase. La historia busca otra cosa. La historia nos propone sus crisis para que surjan revoluciones, y para dejar atrás lo anterior como vetusto. Podemos y debemos regenerarnos. Sólo así derrotaremos al virus; cuando de lo que ya es viejo hagamos emerger lo nuevo.
*Ex titular del PAMI