En agosto pasado publiqué en este medio una nota cuyo título era “La política puesta a prueba”. Allí sostuve que debíamos "reconstruir nuestro sistema político e institucional, sin el cual no tendremos desarrollo económico, ni equidad social”.
Un mes después nuestro país profundizó las divisiones y la confrontación, con lo cual si la política estaba a prueba, viene saliendo otra vez mal. El escenario aparece impredecible.
En Por qué fracasan los países, un libro escrito en 2012, un economista turco, actual residente en EEUU, Daron Acemoglu, y James Robinson, profesor de Economía en Harvard desarrollan una nueva y convincente teoría basada en que “la prosperidad de las naciones no se debe al clima, a la geografía o a la cultura, sino a las políticas dictaminadas por las instituciones de cada país”.
Sostienen “que aún la brisa del batir de las alas de una mariposa genera una deriva institucional y da lugar a grandes diferencias cuando un país o un territorio es afectado por una coyuntura crítica (por ejemplo, la Revolución Francesa o la Peste Negra en el siglo XIV en Europa) donde una gran parte de la fuerza de trabajo y la economía se vieron transformadas y crearon los cimientos sobre los cuales se forjaron los cambios futuros”.
Si miramos la Argentina en perspectiva histórica y tomamos como punto de partida diciembre de 1975 a meses de iniciar la última dictadura, éramos 26 millones de habitantes, 950 mil del total, pobres y 50 mil indigentes.
También teníamos pleno empleo, un sector industrial con buen desarrollo, alta inflación, un Estado relativamente chico, una pequeña deuda externa que no superaba los 6.000 millones de dólares, educación de calidad y mano de obra calificada, reconocidas estas dos últimas como las mejores de Latinoamérica.
Sin embargo, necesariamente había que producir reformas: éramos un país social y económicamente integrado pero a su vez políticamente violento y fragmentado. En los albores de la tragedia del terrorismo de Estado, nuestro PBI per cápita era 13.700 USD, que con altibajos no había dejado de crecer desde hacía 75 años.
Argentina en 2020 tiene aproximadamente 45 millones de habitantes, 20 millones de pobres, 1,5 millones de indigentes, dos dígitos de desempleo, 40% trabajo informal, el sector industrial en bancarrota, alta inflación, un estado elefantiásico, deficitario, con altos niveles de asistencialismo sobre amplios sectores vulnerables y una deuda externa de casi 300 mil millones de dólares (reestructurada hace muy poco, es decir pasamos el pago para más adelante).
Educación primaria y secundaria deficiente con mano de obra de baja calificación, con millones de familias hacinadas y atravesadas por el drama del narco-delito. Hoy nuestro PBI per cápita es 13.500 USD (200 dólares menos que hace 45 años), tomando valor oficial de la moneda americana, a valor de mercado no llegamos a los 9000 USD.
Al final de la pandemia o del larguísimo Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), este cuadro de situación empeorará. Hoy ya un cuarto de la población logra alimentarse con aportes del Estado nacional.
Incluso si nos apartamos de los números fríos de las estadísticas y la economía nos encontramos con degradación cultural, abandono de normas mínimas de convivencia, desorden y escaso apego al cumplimiento de las leyes, lo cual muestra que nuestro retroceso colectivo como construcción social es calamitoso y peligroso a su vez.
Estamos perfectamente ubicados en esa “coyuntura crítica” que denominan los autores del libro. Es decir el momento bisagra, donde los caminos y las decisiones políticas que se adopten son transcendentes y no coyunturales.
Ellos hablan de “políticas dictaminadas por las instituciones de cada país” y eso es verdad en el marco de la previsibilidad económica.
Pero ahora en la acción política propiamente dicha se hace imprescindible el liderazgo.
Es determinante que los ciudadanos y los actores políticos, sociales y económicos reconozcan a quien conducirá el proceso. Ningún país supero grandes crisis o logró transformaciones sin líder.
Como decía Charles de Gaulle, “el líder debe apuntar alto, ver grande, juzgar ampliamente, separándose del pensamiento común que debate en estrechos confines”
En 2016 el inglés John Keegan publicó La máscara del mando, un estudio sobre liderazgo que va desde Alejandro Magno hasta personajes de mediados del siglo XX. Allí aparecen las distintas facetas de cada personalidad: la arrogancia, la meticulosidad, la inteligencia, la templanza y hasta el fanatismo.
Una cuestión es distintiva: todos tuvieron su Waterloo cuando perdieron el rumbo, confundieron lo urgente e importante con lo secundario, se aislaron de la realidad y fundamentalmente cuando buscaron conseguir objetivos imposibles.
Perón planteaba en Conducción política: “El que conduce debe elegir pocos objetivos que se puedan realizar, es decir grandes directrices que a medida que se cumplen derivan en beneficios secundarios que completan el resultado del éxito final”.
La magnitud de la emergencia que transitamos y la que se avecina requiere que toda la energía, los recursos y la acción política estén vinculadas exclusivamente a esa problemática avasallante que está conduciendo al país a un precipicio que desconocemos en términos de desborde social.
Es muy difícil encarar este proceso en una Argentina en el desorden de estos días y con la confrontación permanente de facciones entre quienes conducen el Estado, con gobernadores encerrados en sus territorios tratando de resolver como pueden o creen la crisis y con una sociedad con la eterna ilusión del “milagro argentino” que nunca llegará o con la nostalgia de lo que ya fue.
Los países que lograron cambiar el rumbo no lo hicieron esperando los frutos de la bondad divina, sino que se reconstruyeron con esfuerzo, trabajo y sacrificio. Tampoco gobernados por CEOs, ni científicos (con respeto por ambos): lo consiguieron con la política, mediante acuerdos y consensos amplios, logrados sin prejuicios sectoriales ni ideológicos.
No estamos ante la alternativa de acordar o no. Hoy es imprescindible concretarlo. El Presidente no tiene más tiempo ni opciones: debe convocar e intentar liderar el proceso por encima de las presiones que pueda tener en su propia fuerza política.
Hoy importantes sectores de la comunidad perciben una pérdida en la autoridad presidencial, y esta no puede ser nunca parte de negociación alguna, mucho menos en estas circunstancias con un tsunami inevitable al frente, que se puede amortiguar si se actúa ahora o esperaremos el día después para reconstruir sobre las ruinas.
El autor fue defensor del Pueblo de la Nación