La muerte de Ruth Bader Ginsburg y su impacto en la campaña presidencial La muerte de la jueza Ruth Bader Ginsburg el viernes pasado no sólo deja a la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos sin su líder progresista sino que la oportunidad conlleva, inevitablemente, una lucha titánica por su sucesor con implicaciones trascendentales para las elecciones a tan solo 45 días de suceder.
De las cuatro mujeres miembros de la Corte Suprema, dos de ellas progresistas, la jueza Ginsburg, de 87 años, fue la más notoria no solo por ser la heroína feminista del tribunal sino también como primera profesora titular en la Facultad de Derecho de Columbia y fundadora del Proyecto de Derechos de la Mujer en la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), por el cual promovió la equidad de género con notable éxito incluso antes de incorporarse al Tribunal Superior en 1993. Aún así, miraba con escepticismo últimamente el abuso de juicios políticos llegando hace cuatro años a disculparse por hacer comentarios críticos sobre el entonces candidato Donald Trump.
Su muerte deja a solo tres, aunque sólidos, progresistas como minoría en una Corte de nueve miembros. La jueza Ginsburg entendió lo que estaba en juego respecto de quién tomaría su lugar por lo que emitió un comunicado, pocos días antes de su muerte, expresando su ferviente deseo de no ser reemplazada hasta el nombramiento de un nuevo presidente. Su deseo, sin embargo, no es un mandato constitucional; el presidente tiene el poder de nombrar un sucesor tan pronto como lo desee, y el Senado tiene el poder de confirmarlo o no. El momento de esa votación es una cuestión que debe decidir el Senado actual por lo que el líder de la mayoría, Mitch McConnell, ha confirmado ya que “el candidato del presidente Trump recibirá una votación en el pleno del Senado de los Estados Unidos”. Tiene razón al celebrar esa votación.
El Partido Republicano retuvo su mayoría en la Cámara Alta en 2018 en gran parte debido a la reacción política por la difamación demócrata del juez Brett Kavanaugh. Aún así, no está claro que los republicanos logren la confirmación. Tienen 53 senadores pero Lisa Murkowski (AK) ha declarado que no apoyará a nadie hasta después de las elecciones, Susan Collins se enfrenta a difíciles comicios en un estado demócrata como es Maine y Mitt Romney (MI) podría votar en contra basado en su rechazo a Trump. Además este proceso suele llevar al menos dos meses, y queda mes y medio para la cita electoral en la que el tercio de los senadores cuyo cargo debe someterse a las urnas es mayoritariamente republicano (23 a 12).
Los demócratas quieren sentar como precedente de su negativa a tratar al candidato de Trump, la otrora negativa de McConnell en 2016 de permitir una votación en el Senado sobre el candidato de Barack Obama, después de la muerte del juez Antonin Scalia. Pero entonces se trató de un uso constitucional de la mayoría republicana que los demócratas también habrían empleado, como declaró nada menos que el demócrata de Nueva York y ahora líder de la minoría Chuck Schumer, hacia el final del segundo mandato de Bush.
La vacante de Ginsburg pasará ahora a ser centro de la campaña pero cómo se desarrollará esta batalla es una incógnita. Trump ha dicho que hacia el fin de semana presentará una lista de cinco potenciales candidatas. Quien más chances tiene de ser nominada es Amy Coney Barrett ya que fue evaluada antes de que Trump se decidiera por Kavanaugh y no sólo cumple con el criterio de seguir la doctrina originalista -- que basa sus decisiones en lo que dicen la Constitución y las leyes tal y como fueron escritas – sino que los demócratas no fueron capaces de encontrarle nada en 2017 cuando fue nominada para el Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito aunque - como se vio con las acusaciones contra Kavanaugh - aún sin nada real podrían inventar algo y usar a los medios para dar cobertura a sus balas de fogueo. Mientras, Joe Biden se ha negado a publicar una lista similar, tal vez porque su comité de campaña siente que sus candidatos de izquierda movilizarán a los votantes conservadores para quienes la Corte se ha convertido en un tema dominante.
Es lamentable que la Corte y el poder judicial se hayan vuelto tan centrales en la política estadounidense, pero ese es el legado de décadas de activismo judicial demócrata. El activismo judicial es la mala práctica de ciertos jueces de retorcer la ley lo que sea necesario hasta hacerla coincidir con su propia ideología. Dadas las formas de pensar de conservadores y progresistas, esa costumbre de tomarse la ley a beneficio de inventario ha sido seguida casi en exclusiva por los jueces progresistas. Mientras que los conservadores confían en las instituciones y en el Estado de Derecho, y en consecuencia creen que la opinión personal no debe condicionar la interpretación de la ley por lo que reciben el nombre de “originalistas”, los progresistas ven en la Constitución un obstáculo para alcanzar su su sociedad deseada y creen justificado retorcer la ley con tal de poder interpretarla en coincidencia con su ideología. De este modo se violenta la función de los jueces, que es la de juzgar ateniéndose a lo que dice la ley, no en convertirse en legisladores no elegidos democráticamente. Por otro lado con esa práctica se anula el Estado de Derecho, que se fundamenta en el gobierno de la ley, y no de los hombres. Este activismo judicial termina con la certeza en la ley que da sentido y eficacia al Estado de Derecho, porque lo que ocurra no depende de lo que diga la ley, sino de las opiniones personales de los jueces. Y, como la letra de la ley deja de ser importante frente a la decisión arbitraria del juez, se fomenta la actividad de los grupos organizados en torno a intereses concretos, los lobbies, que pueden llegar a ganarse el favor del juez mientras que de otro modo tendrían que limitar sus pretensiones a las que les reconociera la Constitución y la jurisprudencia.
¿A quién puede favorecer electoralmente una lucha encarnizada como la que se prevé que tendrá lugar en el Senado por esta nominación? Un proceso kafkiano como el que sufrió Kavanaugh podría movilizar a las bases republicanas más tradicionales; un éxito en la confirmación o un candidato poco firme podría desmovilizarlas. Argumentos similares podrían hacerse con los demócratas, aunque las encuestas indican que, al menos en 2016, las nominaciones al Tribunal Supremo fueron un factor más importante de movilización para los republicanos que para ellos. Por otro lado, si el Senado logra confirmar a un sustituto, resulta muy improbable que durante los próximos cuatro años se jubile o muera ninguno de los ocho jueces restantes, lo cual podría suponer un desincentivo al voto republicano.
En momentos en que todos los flashes dispararán contra Trump y el Senado republicano por esta nominación y eventual confirmación, es útil recordar, también, que los demócratas tienen una larga historia de romper las normas procesales sobre nombramiento de jueces. Si bien aumentar el número de jueces de la Corte a 11 o 13 como ha dicho el líder de la minoría sería su decisión más radical, encajaría dentro de su patrón de escalada. Cuando Ronald Reagan seleccionó a Robert Bork en 1987, el juez estaba entre los más calificados jamás nominados, pero fue derrotado debido a mentirosas distorsiones de los demócratas sobre su jurisprudencia.
Ello inició la era moderna de nominaciones judiciales hiper politizadas de parte de los demócratas: Clarence Thomas fue injustamente difamado en vísperas de una votación en el Senado y apenas fue confirmado; Samuel Alito fue acusado de racismo y sexismo por pertenecer décadas antes a un grupo de ex alumnos de Princeton y promovieron acusaciones no corroboradas contra Brett Kavanaugh de su época secundaria. En cambio, ningún candidato demócrata ha sido mal tratado por los republicanos; incluso la jueza Sonia Sotomayor, cuyas opiniones legales de izquierda eran obvias, recibió una respetuosa audiencia republicana y fue confirmada 68-31 con nueve votos republicanos; la jueza Ruth Bader Ginsburg fue confirmada 96-3, Stephen Breyer 87-9 y Elena Kagan 63-37, todos sin pasar por ningún episodio vergonzoso en el proceso.
Trump ha colocado un total de 216 magistrados - incluidos dos en el Supremo - con depuradas credenciales conservadoras. Con independencia de cómo termine la saga de la vacante creada por el fallecimiento de Ruth Bader Ginsburg, no falta a la verdad el presidente cuando presume de que ningún otro magistrado (incluido el primero, George Washington) ha logrado tamaña plusmarca judicial con la ayuda de la mayoría republicana en la Cámara Alta. Es por esto que el impacto del trumpismo en Estados Unidos se prolongará mucho más allá de su mandato presidencial y supera cualquier otro rasgo que haya sido característico de su mandato.
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