¿Tenemos arreglo?

La desconfianza se ha entronizado en el país. Su raíz es más honda que la mera disidencia política o ideológica. La causa es mucho más compleja

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FOTO DE ARCHIVO: Una bandera
FOTO DE ARCHIVO: Una bandera argentina flamea sobre el Palacio Presidencial Casa Rosada en Buenos Aires, Argentina 29 octubre, 2019. REUTERS/Carlos Garcia Rawlins

El pesimismo es el óxido corrosivo social por antonomasia. La Argentina desde hace décadas que se caracteriza por quejosa. Que existen sobrados motivos es indudable. Y que se presentan abundantes razones para ser un poco más entusiastas también.

La desconfianza se ha entronizado en el país. Su raíz es más honda que la mera disidencia política o ideológica. La causa es mucho más compleja. Se trata de que da la impresión que el entretejido, la maraña de los intereses creados, de las mafias instaladas y el sistema clientelar instaurado será harto difícil de remover, aun con sólido respaldo político. Las “lunas de miel” de los nuevos gobiernos son cada vez menos melosas y más cortas. La ansiedad, en contraste, aflora con rapidez. Esa virtud de la política –y por extensión, de los pueblos– que es la paciencia es un bien escaso. Acá no rige eso de estar en las duras y en las maduras. Las duras tienen pocos adeptos. Las maduras, legiones de “amigos”.

En los últimos sesenta años –los que sellaron la marcha decadente del país– no faltaron iniciales buenas expectativas para los flamantes gobernantes. Frondizi y su programa “para 20 millones de argentinos” recogió el apoyo de vastos sectores, incluyendo a los jóvenes de entonces. Pero la inestabilidad suscitada por dos factores concurrentes –los planteos prejuiciosos de sectores militares y la abrupta modificación del programa de gobierno que minó la base política del presidente– lo fueron debilitando hasta su derrumbe en 1962. Illia –quizás el mejor de todos los jefes de Estado de estas seis décadas– administró con probidad y con un balance de gestión positivo, sobre todo viéndolo en perspectiva. Pero se negó –y no lo digo como una elipsis, sino describiendo un hecho– a difundir su gobierno, a pesar de las imploraciones de muchos de sus allegados. En esa carencia de publicidad se impuso la propaganda desestabilizadora que lo pintaba como una “tortuga” caminando por la Plaza en medio de las palomas. Aditemos el “plan de lucha” de Vandor y el socavamiento del presidente era de público y notorio, como decimos los abogados. Sí, así de cruel fue la campaña combinada militar-sindical-parte del periodismo hasta su caída en 1966, sin pena –en ese momento– y sin gloria – en aquella ocasión. Después vendría, tarde, la reivindicación. Onganía nunca se sabrá cómo devino en caudillo militar, aunque un indicio podría detectarse en la fama que le hizo esa difusión que descalificaba a Illia y encomiaba a su anunciado sucesor de facto. Llegó para modernizar la Argentina y con sus insensatos tres tiempos –primero económico, luego social y recién al último político– sucumbió en el más absoluto fracaso. No pudo aprehender que la gestión puede tener etapas, pero que lo político siempre debe encabezar la estrategia porque es el pan y el agua de la gestión gubernamental. Lanusse se encegueció por su ambición política. Fue la causal del desafío a Perón y finalmente la frustración del militar y el triunfo del peronismo en 1973. El tercer Perón intentó genuinamente la unión nacional y la reparación de anteriores excesos. Su fallecimiento truncó esa tentativa superadora. Su cónyuge nunca pudo estar a la altura de la enorme responsabilidad y el partido tampoco. La decisión de Videla de reprimir al terrorismo ilegalmente fue nefasta, al igual que su enamoramiento con Martínez de Hoz, su tablita y su “plata dulce”. Al terminar Videla, todo lo que sobrevino fue penoso, incluyendo la Guerra, que por encima de todo es censurable por el sencillo y gravoso motivo de que “no hay peor guerra que la que se pierde”. Alfonsín accedió en el marco de una apoteosis de entusiasmo, pero fue diluyéndose especialmente porque no confió en la fortaleza propia y la fue a buscar vanamente en las huestes adversarias. A ello se adunaron los 13 paros generales de Ubaldini, de los que antes de morir se arrepintió. Con Alfonsín se puede analizar cómo debe ser la unión y el diálogo para que resulten fructíferos. Dialogar para acordar con firmeza Políticas de Estado y coejecutarlas, no para neutralizar el poder que se ejerce o, peor, robustecer al adversario. Este último modo lleva inexorablemente a abortar la propia gestión y facilitar la aspiración de relevo del opositor. Menem fue un pintoresco gobernante, plagado de falencias. Su aferramiento al 1 a 1 le dio aire varios años, pero ineluctablemente su mantenimiento artificial contenía una bomba de tiempo que le explotó a De la Rúa, cuyo sostén - su alianza primero, su partido a la postre – se fue disfumando hasta su penosa renuncia. Duhalde lo mejor que hizo en su vida fue su corta gestión presidencial, favorecida porque la caída fue tan grande que la recuperación resultó relativamente sencilla, máxime si coayuvaban los buenos precios de nuestra soja y una dosis de optimismo social. Los Kirchner desaprovecharon una oportunidad excepcional, obnubilados por sus codicias y por su vocación inocultable por el autoritarismo, el mismo que ejercieron en su terruño provincial. Cierto que tuvieron una débil oposición, pero eso los confundió y por ello no resistieron la tentación del ‘vamos por todo’. Además, se recargaron de ideología atrasada y eso es letal para los cambios que el país necesita.

Las directrices de Macri fueron correctas y amoldadas al cambio que votó la mayoría. Pero la falla radicó en la política: mucha rosca por un lado, demasiada fe en las redes por el otro, a la par de no darle naturaleza de gobierno de coalición a su presidencia. Lo rescatable, políticamente hablando, es la remontada final, la de la campaña de los 30 días porque nos da una pista para la respuesta al título de esta nota. Ese 41% prueba que no está perdida la posibilidad de que tengamos “arreglo”. Se requiere mucha unidad de las filas de la alternativa republicana, un programa transformador, alto grado de ejemplaridad moral de los dirigentes, un compromiso solemne de que esta vez será a fondo, en serio y definitivo porque lo crucial de la circunstancia histórica así lo exige. Si el pueblo se convence de que sus próximos representantes irán al gobierno por el bronce póstumo y no por el oro en vida, la Argentina tiene futuro. Hoy hay mucho miedo por el porvenir de la Argentina. La clave es si ese temor nos paraliza o nos moviliza.

El autor es diputado nacional (UNIR, Juntos por el Cambio).

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