El peor enemigo de Alberto Fernández no es su vicepresidenta, por más que tenga una relación tortuosa con ella. Tampoco es el coronavirus, aunque le haya impuesto al inicio de su gestión un estrés de dimensiones sobrehumanas. No es Horacio Rodríguez Larreta, más allá de que el jefe de Gobierno porteño haya empezado a picar en las encuestas, ni Mauricio Macri, con quien el oficialismo parece ahora obsesionado. No son tampoco sus propias limitaciones, que las tiene, como cualquiera, sólo que en los presidentes se hacen tanto más visibles. Ni siquiera los “medios hegemónicos”. Todas esas cosas son divertimentos menores, papel picado.
El enemigo más peligroso de Fernández es el mismo que enfrentaron sin éxito sus antecesores. Más tarde o más temprano se los llevó puestos a todos. Esta semana, ese enemigo, luego de haber cedido por unos meses el protagonismo a un extraño virus, volvió a hacer sentir su presencia de manera categórica. Se desplegó, imponente, como si hiciera falta algún recordatorio de que estaba ahí, agazapado, esperando para dar el zarpazo que ha acabado con la ambición de eternidad, o al menos de supervivencia, de todos los presidentes.
El poderoso enemigo de Fernández es apenas un producto que tiene un precio arbitrario. Pero ese producto tiene dos o tres características muy peculiares. Una de ellas es que su precio no se forma como el de los demás productos. En la mayoría de los casos cuanto más sube el precio de un producto, más cae la cantidad de gente que está dispuesta a pagar por él. Así es como, en un sistema ideal, se regulan los precios. En este caso, no. No importa cuanto suba el precio de ese producto, no baja la cantidad de argentinos dispuestos a adquirirlo porque todos creen que nunca está demasiado alto, que siempre seguirá subiendo.
El segundo rasgo de ese enemigo poderoso está implícito en la descripción anterior: los argentinos lo desean, desesperadamente, más que a ningún otro. La verdad es que nuestra conducta es un poco autodestructiva porque si todos vamos por él, se acaba. Y si se acaba, explota todo por el aire. Pero igual vamos por él. Porque sabemos que todos los demás van por él. Y, entonces, cuando se acabe y todo explote –eso ha sido cíclico e inevitable-- el que lo tenga en el bolsillo podrá zafar.
Y el tercer rasgo es más terrible aún. El precio de ese producto maldito define gran parte de los precios del resto de la economía. Entonces, cuando su precio se dispara, se instala el caos.
Muchas culturas creen que a los enemigos poderosos no conviene siquiera mencionarlos. Por eso, por ejemplo, al enemigo de Harry Potter, que se llamaba Voldemort, nadie lo mencionaba por su nombre, salvo el héroe de la saga. Era “you-know-who”. En argentino sería “el que te jedi”. Por cábala, en esta nota se aplicará el mismo método. Será “el enemigo de Fernández”, “you-know-who” o “el-que-te-jedi”.
Cualquiera que intente entender lo que pasa en la Argentina no podrá prescindir de esto que ocurre con “you-know-who”, que explica todo o casi todo. Cada vez que hay un problemita en el país, que los tiene, como todos los países del mundo, buscamos al que te jedi y ese refugio transforma el problemita en problemón, y cuando hay un problemón nos desesperamos por el enemigo de Fernández y, entonces, sí, la cosa se pone brava de verdad.
El enemigo de Fernández fue, antes, el enemigo de Alfonsín. Lo torturó sin piedad. Hasta que el Padre de la Democracia no pudo más y, entonces, el enemigo produjo un aumento imparable de precios. Alfonsín debió renunciar antes de tiempo. Luego fue el enemigo de Carlos Menem. Lo tuvo a maltraer durante el primer año de Gobierno. Pero entonces Menem le colocó un corsé al precio de ese producto, y lo inmovilizó. Por un tiempo, parecía derrotado. Por eso Menem fue reelecto. Pero el costo de mantenerlo atado fue horadando todo: la deuda crecía, las fábricas cerraban, porque eso pasa cuando el precio de you-know-who está barato. Hasta que Menem se fue, también, desgastado, derrotado, rechazado por la sociedad que lo había aclamado como un triunfador, cuando parecía –tamaña ilusión—que lo era.
De la Rúa no le duró ni un soplido. Y luego, gracias a circunstancias excepcionales, porque había cantidades inéditas de “el que te jedi”, pareció que Néstor Kirchner iba a ser quién terminara con él. No fue así. Néstor y su esposa, Cristina, lo subestimaron, gastaron a cuenta, creían que no les iba a pasar lo que les pasó a todos. Grave error. El enemigo de todos se despertó. Entonces, primero, le pusieron un límite a la gente: no podrían comprar demasiado el producto maldito. Eso lo hizo más atractivo y muchos empezaron a buscarlo en lugares oscuros llamados cuevas. Luego le subieron brutalmente el precio. Todo eso puso nervioso al país, la producción cayó, el gobierno se cansó de pelear contra molinos de viento, y perdió.
Mauricio Macri pensó que liberarlo de todas las ataduras era la solución. Encima, lo ofreció barato. El baile que se comió. ¿Qué ocurre cuando un bien está barato y es el fetiche de una sociedad? Se produce una avalancha. Todos fueron por él. Lo guardaron, se lo llevaron lejos. Estaba casi escrito. Pequé de optimismo, dijo después, cuando ya estaba cansado, avejentado, ojeroso e iba camino a la derrota. Cuando estaba al borde del knock out, Macri volvió a apelar a los corsés, a impedir que quien lo quiera lo tenga.
En cada una de esas derrotas, la sociedad argentina dejó jirones.
Y ahora le toca a Fernández.
Si mirara hacia atrás, descubriría que en esa historia hay una moraleja fenomenal: el enemigo de todos los presidentes, el que los derrotó, los arrinconó, los desgastó, los humilló, no debe ser subestimado. Casi todos los esfuerzos, la articulación de políticas coherentes, la inteligencia, deben estar dirigidos, si no a vencerlo, a convivir con él de manera más o menos armónica, advirtiendo que, en cualquier momento, se vuelve peligrosísimo. No es seguro que de esta manera un presidente sobreviva. Pero si se distrae, las cosas serán de verdad mucho peores.
Algunas personas creen que es un momento ideal para derrotar al que te jedi, porque hay superávit comercial y porque no hay que pagar deuda. ¿Y entonces por qué será que los argentinos lo quieren más que nunca? Sería razonable que Fernández tuviera alguna hipótesis sobre las razones por las que pasa esto, porque si el diagnóstico fuera incorrecto, eso acrecentaría las chances de su enemigo más peligroso. ¿Será por la herencia recibida? ¿Será por la pandemia? ¿O harán también un aporte notable las peleas incomprensibles, su súbita necesidad de revivir el conflicto entre unitarios y federales, la brutal agresión que acaba de recibir su antecesor en la Casa Rosada, su relación ciclotímica con los empresarios? Esas pequeñas miserias y frivolidades, ¿favorecerán a Fernández o al enemigo de Fernández?
Esta semana, ante un nuevo desborde, Fernández repitió la receta de limitar el acceso al enemigo de Fernández. Para que eso funcione, aquellos que tienen algo de dinero no deberían asustarse: o sea, deberían entender qué les propone Fernández para el futuro. Si eso es confuso, tal vez se abalancen de nuevo por la vía que fuera, para adquirirlo. Y, tarde o temprano, Fernández la pasará horrible, lo que sería un tema menor, de no ser porque el destino de millones está atado al suyo.
No serán tiempos sencillos para Fernández.
No funcionó prohibirlo ni liberarlo. No funcionó ponerlo barato ni ponerlo caro. El único método que funcionó es que el país tenga mucho “you know who”. Pero eso es difícil. Requiere esfuerzo, paciencia, un orden de prioridades medianamente razonable, mirada de largo plazo: cosas que, como se sabe, no abundan alrededor de Fernández, ni de sus antecesores, tan acostumbrados a los atajos todos ellos, a hacerse daño los unos a los otros, a bailar en la cubierta del Titanic.
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