En todas las organizaciones, el “espíritu” del jefe define no solo las relaciones internas y externas, sino también el camino para el ascenso de los empleados.
Esto, que es obvio para las empresas, es mucho más fuerte aún en el mundo político. Hay miles de casos de políticos en toda la historia cuyo único mérito para progresar ha sido el de ser un fiel interprete los pensamientos y deseos de sus jefes.
Ese discurso, cuando es muy denso y proviene de líderes con mucho poder, no solo no deja espacio para el disenso, sino que tiñe todas las decisiones desde modos muy explícitos hasta mas sutiles. Nada puede escapar al ojo del amo, so pena de desaparecer del escenario. Y uso el verbo “teñir” a propósito, porque define no solo lo que se puede hacer, sino también los límites de las palabras y sus sentidos. En los extremos de izquierda y derecha se establecen culturas rígidas y muchas veces inamovibles.
Toda esta introducción es para referirnos al monopolio conceptual que ejerce -y ha ejercido- Cristina Fernández en su espacio político. Durante mi paso por la Cámara de Diputados conocí legisladores que hablaban como si estuviesen controlados permanentemente por la “Gran Hermana”, quien les exigía, para ser aplaudidos, niveles de violencia discursiva como no se recuerdan en la historia de la Cámara. Pero además de estos ejemplos extremos, CFK ha marcado los límites de lo aceptable anatematizando todo lo que pudiese tener olor a “neoliberal”, incluyendo conceptos y palabras, tal como lo hemos visto en los últimos días inclusive con expresiones del presidente Fernández. Forman parte de ese conjunto repudiable ideas como meritocracia, estabilidad, inversión, autoridad (salvo la propia), propiedad, justicia independiente, productividad, instituciones, Constitución, etcétera.
El problema principal es que estas palabras y conceptos se van convirtiendo en el marco aceptable, no solo de las decisiones coyunturales, sino también de la construcción de largo plazo de las relaciones económicas, sociales e institucionales. La no existencia de esas palabras, y la primacía de las propias, marca el modelo de país que se está pretendiendo construir. El presidente Fernández ha abandonado cualquier matiz para convertirse en un seguidor fiel cuyas palabras y acciones se concentran solo en complacer a CFK.
Tuvimos un ejemplo clarísimo en la pelea con Trump por el BID, y en el discurso delirante de Parrili, donde se privilegió el aplauso progresista a las necesidades de nuestra inevitable negociación con el FMI. La terrible derrota de esta movida diplomática primitiva es valorada por el “ejemplo” de animarse a enfrentarse con el imperialismo. O sea, el aplauso militante vale más que el impacto sobre la economía, incluyendo el aumento de la pobreza y la generación de empleo. Así lo demostraron los mensajes de “alegría” en las redes por la retirada de Falabella, tomada como otro ejemplo de primacía de lo nacional sobre lo extranjero a pesar de su costo social.
La pregunta entonces es si CFK estará dispuesta a ceder a las demandas “liberales” del empresariado para poder retomar un camino de crecimiento, o por el contrario intentará derrotar definitivamente a las palabras (y demandas) como productividad, inversión, confianza, que ella detesta por sus implicancias capitalistas. Y, por tanto, si su proyecto pasa por fortalecer los componentes progresistas en el discurso y en la acción aunque ello implique un aumento en la pobreza, confiando en que de tal manera consolidará su poder territorial (y político) independientemente del impacto humano de esta decisión, como ha sucedido con tantos proyectos crueles en la historia.
En el corto plazo, la reacción de los argentinos con la demanda por dólares muestra que hay una fuerte posibilidad que así sea, y ello le quita capacidad de maniobra al modelo “utópico”, aunque con consecuencias ciertamente impredecibles. Nosotros, desde Juntos por el Cambio, estamos dispuestos a intentar otro rumbo. Pero si Alberto Fernández sigue mirando solo a CFK, no será fácil construirlo.