La llamada tragedia de Once ha sido posiblemente uno de los episodios que en mayor grado ha enlutado la vida de los argentinos. El dolor ha sido tanto y tan profundo, que para que unos y otros -periodistas, abogados, incluso las propias víctimas- se refieran al episodio con precisión y con objetividad, hay que hacer un esfuerzo enorme para que ese dolor no condicione nuestras descripciones y la propia atribución de responsabilidad. Ya es histórico, en la República Argentina –y quizás en otros países del mundo-, que, en los casos de mayor gravedad, de mayor dolor, de mayor impacto social, en esos casos, el sistema de justicia se presenta con su cara más impotente. Por alguna razón, quizás de explicación compleja, el sistema de justicia -particularmente penal- tiene una enorme incapacidad para producir las tres consecuencias que en una sociedad democrática con mayor ahínco se espera de ese sistema de resolución de conflictos.
En primer lugar, se espera una explicación convincente, cierta, precisa, de qué pasó el día del hecho.
En segundo lugar, se espera una comunicación del sistema a la comunidad que sea absolutamente creíble de esa descripción.
Y, en tercer lugar, se espera una atribución de responsabilidad coherente con esa descripción del hecho. La justicia penal argentina, en los casos más importantes de las últimas décadas, expresa, en estos tres niveles, fracasos asombrosos.
La tragedia de Once no fue una excepción.
Cualquier expectativa, en particular de las víctimas, por conocer la verdad en primer lugar, ha estado duramente lesionada, fuertemente incumplida.
El llamado caso del juicio “Once 1”: la primera vez que se juzgó esta suerte de tragedia evaluada irracionalmente en varias etapas judiciales, el sistema de justicia penal se expresó del peor modo.
Hemos visto: testigos que declararon falsamente, testigos malinterpretados o condicionados, manipuleos judiciales del caso, seccionamientos arbitrarios, peritos fieles y serios pero cuya explicación no convenía a los intereses coyunturales que fueron ninguneados, y peritos absolutamente desprovistos de cualquier honestidad, pero que estaban dispuestos a dar una explicación sistémica con los intereses coyunturales que fueron colocados en el altar más visible.
Hemos asistido a una distribución de castigo orientada solo por lo político, una distribución de lesiones a trayectorias políticas y sus respectivas honorabilidades absolutamente discrecional, privaciones de la libertad sin ningún tipo de criterio, y eso entre otros costos que hoy se siguen pagando día tras día. A lo que hay que sumar la construcción de tribunales sistémicos a las necesidades coyunturales del caso, incluso reconocido por miembros del máximo tribunal, que eventualmente fueron partícipes de esos manipuleos. Todo eso concluyó en una primera tanda de condenas injustas.
Luego siguió “Once 2”. Con la carga de influencia inaudita que traía la primera condena, hubo que encarar una segunda etapa, en donde se pretendió ampliar de modo irracional la responsabilidad por esa tragedia a funcionarios todavía de más alto rango. Un juicio, este que denominamos “Once 2”, totalmente limitado en cuanto a la posibilidad de realizar nueva prueba, que tomaba como cierto todo el descalabro informativo, vergonzoso, del llamado caso “Once 1”, que no llegó a emitir una condena en relación las muertes, con lo cual no pudo facilitarle el uso inmoral de la frase “la corrupción mata” que se pretendió instalar, pero que sin embargo no se privó de justificar de cualquier modo algún tipo de condena que todavía se está discutiendo en los niveles más altos de la administración de justicia. Siempre estuvo claro para abogados, periodistas, y la enorme mayoría de los familiares de las víctimas, que el impacto se produjo porque el motorman había incumplido sus deberes de cuidado, como mínimo. Insisto, eso siempre se supo. Pero lo que es más triste, lo que es más doloroso, es que los primeros que supieron que la tragedia tenía una sola explicación causal, y que tenía que ver con el comportamiento del motorman, fueron los jueces, y fueron los fiscales, quienes, sin embargo, se sometieron de un modo inmoral a una explicación del episodio que fuera, en todo caso, sistémica con el objetivo, que no era otro, de continuar con la destrucción social e ideológica de un sector político en la República Argentina. Lamentablemente, hace mucho tiempo que la política argentina descubrió que la víctima de un delito puede tener, además de su dolor, una carga legitimadora absolutamente potente. Construir alternativas políticas mediante la utilización del dolor de las víctimas debe ser una de las instancias morales de mayor bajeza que uno puede imaginar. Siempre estuvo claro que la tragedia de Once estuvo vinculada con las características del comportamiento del maquinista, y nunca estuvo vinculada con otras dimensiones de la administración política, institucional, o incluso empresaria, del servicio prestado.
La tragedia ese día tuvo una sola explicación, y es la que hoy empieza a salir a la luz, y que ya no puede ser ocultada.
Durante el debate del llamado caso de “Once 2”, se propuso una especie de ejercicio, si se quiere mental, o de sustitución hipotética: la idea consistía en un tipo de argumentación que los juristas del derecho penal utilizan a menudo, que es comprobar hipotéticamente, suprimiendo ciertas situaciones, e incorporándolas por otras, qué hubiera pasado si ciertas cosas hubiesen sido distintas, pero algunas otras hubiesen quedado intactas. Ese día en el alegato, los abogados defensores, en lo que se llamó el caso “Once 2”, invitamos a todos a imaginarnos qué hubiera pasado si el tren hubiera sido absolutamente nuevo, sin ningún tipo de uso, si las vías hubieran sido también flamantes, absolutamente nuevas, sin ningún tipo de desgaste, lo mismo que los frenos, y todas las instalaciones; e incluso invitamos a imaginar a ministros, funcionarios y empresarios de máximo nivel posible de autorresponsabilidad –supongamos que hubiera una diferencia entre la realidad y nuestros deseos-, e invitamos a que imaginemos un escenario en donde todo, si uno pudiera medirlo de 1 a 10, obtenía el puntaje de 10. Sin embargo, propusimos que lo único que no se modificara fuera el comportamiento del motorman. El motorman, en ese ejercicio, debía ser Córdoba y actuar como ese día lo hizo. La pregunta es: ¿la tragedia se hubiera podido evitar? Y la respuesta sincera, la respuesta que debe surgir de nuestras mentes y nuestros corazones, es que la tragedia hubiera sucedido del mismo modo. De 1 a 10, si todo hubiera recibido un puntaje de 10, y Córdoba hubiese seguido haciendo lo que hizo, la tragedia no se hubiera evitado. Eso define en qué lugar tiene que estar de modo exclusivo la responsabilidad.
Ahora bien, si la responsabilidad de Córdoba no permite utilizaciones políticas, no permite dar respuestas políticas o condicionar elecciones, esto es algo de lo que no puede hacerse cargo el sistema de justicia penal. Con esta información, ¿hasta cuándo jueces, camaristas, instancias revisoras, van a hacer oídos sordos y ojos ciegos a estas verdades? ¿Tendremos en la Argentina un funcionario judicial con la dignidad y la valentía, alguna vez, de decir la verdad en un caso de envergadura social? Ojalá. Nuestro país tiene que esperar que esto suceda. Nuestro país necesita y merece que esto suceda.
* Doctor en Derecho. Abogado defensor