Impuesto a las ganancias, aumentos del IVA, y el impuesto al cheque son sólo tres ejemplos de impuestos que prometieron ser de emergencia, pero rápidamente se transformaron en permanentes. No se puede tomar con seriedad a la promesa del oficialismo de que el nuevo impuesto a la riqueza es de única vez. Más allá de la falta de credibilidad, el problema es que el impuesto a la riqueza es una mala idea. Argentina necesita reducir su presión fiscal, no aumentarla.
La riqueza a la cual se le intenta aplicar un impuesto no son billetes escondidos en cajas de seguridad. Son fondos aplicados a inversiones que contribuyen a producir bienes y servicios, crear trabajo y, por lo tanto, disminuir la pobreza. Argentina no está en condiciones de hacer aún más costosos los emprendimientos productivos. Desde que asumió el actual gobierno, nos enteramos de empresas que dejan el país (Latam), intentos de expropiación (Vicentin), o grandes empresas que dejan de considerar a Argentina como destino de nuevas inversiones (Amazon). Es decir, el impuesto a la riqueza no es un impuesto que afecta únicamente a los ricos, sino que produce efectos negativos sobre clases medias y bajas.
Es importante tener algo de perspectiva. Según datos del Government Revenue Dataset de las Naciones Unidas, la presión fiscal ha pasado de un 12% del PBI en 1985 a un máximo del 32% del PBI en el 2015. La pregunta, por lo tanto, no es cuánto más pueden pagar los ricos, sino qué hace el gobierno con los recursos fiscales de tal aumento impositivo. Hay que agregar que esta presión fiscal no incluye impuestos provinciales, impuestos municipales, ni el impuesto inflacionario. Los impuestos en Argentina no sólo han ido en ascenso, sino que se encuentran por encima de países comparables de la región como Chile, Colombia, y Perú. La presión fiscal es, de hecho, superior a la de Estados Unidos.
El problema no es que se recaude poco, el problema es que se gasta mal. Programas sociales que no logran reducir la pobreza. Clientelismo político. Uso partidario de los fondos de coparticipación para premiar y castigar gobernadores. Mientras el contribuyente deja cerca de la mitad de sus ingresos en las arcas del Tesoro, vemos que la salud pública es ineficiente y lenta, o que la educación pública se encuentra desactualizada y politizada. El Gobierno va a contramano del mundo. En lugar de preparar el terreno para atraer inversiones en la economía pospandemia, el Gobierno hace lo posible por ahuyentar capitales. Argentina, un país sin ahorros propios, depende de ahorros externos para lograr un sostenible crecimiento económico. Ahuyentar inversiones como si el dueño de un negocio ahuyentase a sus clientes, o a potenciales socios que quieren hacer un aporte de capital para expandir la capacidad productiva. El problema es que este negocio no puede ahorrar, por lo que depende de ahorros externos para no fundirse y caer en la pobreza.
Es cierto que hay países con mayor presión fiscal que Argentina, por ejemplo, Francia, Dinamarca, Suecia, o Finlandia. Estos países poseen un mayor nivel de ingreso y calidad de vida que Argentina. Pero estos países no se desarrollaron a base de altos impuestos y despilfarro del gasto público, estos países se desarrollaron atrayendo inversiones y ofreciendo un marco institucional amigable a la iniciativa privada. A contramano de la evidencia histórica, las teorías heterodoxas del Gobierno ponen el carro por delante del caballo. Antes de cobrar impuestos como un país rico, es necesario hacer las reformas para llegar a ser un país rico. Lamentablemente, dichas reformas no forman parte siquiera de la discusión política.
El autor es economista, profesor (Metropolitan State University of Denver y UCEMA) y senior fellow del American Institute for Economic Research