La sesión convocada en el Congreso de la Nación para el día martes parecía, en principio, una jornada más dentro de la “nueva” rutina virtual parlamentaria. El temario consistía en tratar un proyecto de asistencia al turismo, y otro enviado por el Poder Ejecutivo, que aumenta penas para la pesca ilegal. Sin embargo, nada de lo que terminó sucediendo allí puede calificarse de normal, ordinario o reglamentario.
A fines de abril y por motivos de público conocimiento, la Cámara de Diputados de la Nación, decidió adoptar un “Protocolo de Funcionamiento Parlamentario Remoto”, aprobado por 248 votos afirmativos contra 2 negativos, es decir, por un amplio consenso político. Claro está que la dinámica social en nuestro país cambia de manera vertiginosa, y en septiembre nos encontramos con una galopante crisis económica, y un importante hastío social fruto de meses de confinamiento obligatorio.
La historia será la que juzgue los resultados del confinamiento, las vidas que se salvaron y las que se perdieron. Lo que ahora tenemos es un punto de gran tensión social, en el medio de un importante aumento de casos de COVID-19 en todo el país. Una situación que no le es ajena a la clase política.
Lo acontecido el último martes en el Congreso es un cóctel muy volátil de inestabilidad social y crisis institucional. Lejos quedaron los tiempos de consenso parlamentario para gestionar la emergencia. Ahora los partidos son interpelados por sus votantes, la gestión de la pandemia se convirtió en un campo de batalla cultural, ideológico y sanitario.
En este contexto, el Protocolo de Funcionamiento Parlamentario se encontraba caído desde el 7 de agosto. Había sido prorrogado por última vez a finales de junio, y desde entonces no hubo acuerdo para una extensión o modificación del mismo, por lo que la sesión fue convocada mediante un procedimiento caducado. La oposición no se prestó a una sesión virtual que consideraron inválida, y muchos legisladores asistieron presencialmente a la Cámara. Insólito: estaban presentes en la banca, pero ausentes en la modalidad virtual. Postales de una democracia pandémica.
La bandera argentina izándose en medio de gritos e insultos es un panorama verdaderamente triste, además de bochornoso. La sesión será impugnada, y la justicia deberá determinar la validez de los actos administrativos que allí sucedieron.
No es una cuestión de formas lo que está en juego, sino una verdadera crisis de representación. Es el pueblo el que no pudo sesionar, somos nosotros los que no pudimos llegar a un acuerdo para un funcionamiento coherente en tiempos difíciles.
El artículo 22 de la Constitución establece: “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”. La representación popular no es una superchería, o un tema de color, sino una cuestión de legitimidad, es la esencia misma de la democracia republicana.
Los tiempos difíciles exigen medidas sacrificadas. Si la crisis sanitaria representa un punto crítico en la joven democracia argentina, no debemos caer en la anarquía, sino en el consenso.
Aceptar acuerdos tampoco implica legitimar el autoritarismo. Toda intención de obstrucción democrática debe ser denunciada, no debemos prestarnos a ningún tipo de colaboración para mantener una institucionalidad teatral. Todo lo contrario. Debemos exigir el cumplimiento democrático de los procedimientos.
Es vital recordar que la democracia no es un fenómeno estático, sino dinámico. Cambia, evoluciona, encuentra nuevas formas de participación. Debemos cuidarla y protegerla.
Sin ella, no hay vacuna contra el autoritarismo.
*Abogado. Docente de Derechos Humanos desde la Perspectiva Internacional, Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, sede San Isidro, extensión áulica Tigre, Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales.