En esta Argentina de errores no forzados y como si no hubiera sido poco con las experiencias traumáticas de Vicentin, la intervención al sector telecomunicaciones o la inoportuna reforma judicial, hoy aparece en la escena pública la falta de respuesta contundente del Gobierno -que llega hasta la complacencia- frente a la toma de tierras y desmanes en el sur de grupos autodenominados mapuches.
El tema no es nuevo, pero está en plena expansión. A los recurrentes incidentes en las provincias patagónicas, se suman ahora tomas de tierras en el conurbano bonaerense y otras regiones del país y hasta de viviendas desocupadas en la Ciudad de Buenos Aires.
Es claro que lo que toman tierras no lo hacen, en general, por una simple y pura “necesidad habitacional”. Más bien, conforman grupos perfectamente organizados, en general provenientes de sectores violentos de izquierda, con propósitos determinados y, algunos de ellos, con conexiones y apoyo internacional. Esto da idea de un plan político-social detrás de la ola de usurpaciones, que debilita el estado de derecho y hasta en algunas situaciones socava la soberanía nacional.
No hay que olvidar que esa Argentina próspera e ilustrada, hoy un poco venida a menos, siempre fue percibida como un objetivo privilegiado en la acción de la izquierda combativa internacional. Los intentos de hacerse con el poder fueron muchos y por diversos medios. Mirando hacia atrás, lo que no se logró con las armas en los ’70, se obtuvo en buena medida de la infiltración en la educación, la cultura y los medios. Desde allí se atacaron en forma sistemática valores e instituciones, instalando en la sociedad la confusión entre lo correcto y lo incorrecto, lo legal y lo ilegal, lo honesto y lo deshonesto. Se instalaron también falsas creencias y, por qué no, falsos derechos, fogoneados hasta el cansancio a través comunicadores muy bien pagos, en un combo peligroso entre ideología, ambición e intereses.
Se degradaron los conceptos de autoridad, orden, seguridad, justicia, mérito, trabajo y tantos otros reemplazándolos por sucedáneos disfuncionales. A través del tiempo, y hoy más que nunca, Argentina enfrenta una carencia de liderazgo y una severa degradación del desempeño de las instituciones y de la investidura y credibilidad de los funcionarios, tanto en los dichos como en los hechos. A este vacío se contrapone, por fortuna, una sociedad cada vez pensante, más alerta y movilizada que demanda de sus líderes que estén a la altura de las circunstancias.
Esos ciudadanos lúcidos esperan que los poderes constituidos del estado actúen con firmeza ante cualquier individuo o grupo que en el territorio nacional vulnere principios constitucionales, tal como el derecho de propiedad, contemplados en los artículos 14 y 17 de nuestra Carta Magna. Otro punto esencial, aunque menos conocido, tiene que ver con que, según el artículo 75 de la Constitución, el reconocimiento de preexistencia étnica y el otorgamiento de tierras, de corresponder, sólo debe realizarse por ley (y no por la fuerza). Todas estas son cuestiones de sentido común que a veces funcionarios y políticos parecen dejar de lado.
En otras palabras, la usurpación de propiedad privada ajena y de tierras fiscales es delito y como tal debe ser tratado, usando las atribuciones que el estado tiene a tales efectos.
La falla sistemática de los poderes del Estado en cumplir con los mandatos de la Constitución y las leyes y, en consecuencia, con las funciones esenciales que por ellas se les otorga pone a la nación en estado de peligro inminente.
Hasta que no se ataque esta falla esencial, que trasciende lo técnico y avanza sobre lo ideológico y cultural, los riesgos para la integridad nacional irán en aumento.
Cuando la ministra de Seguridad de la nación, desconociendo sus funciones específicas, indica que las tomas de tierras en el sur no son un tema de su competencia, pero a la vez denuncia penalmente a los ciudadanos honestos de Bariloche que, en medio de la inseguridad, protestan contra estos avances a la propiedad privada y fiscal y reclaman el cumplimiento de la ley, se abre una profunda contradicción.
Cuando el Gobierno pierde del control del territorio o da un paso al costado. Cuando las fuerzas de seguridad son estigmatizadas o humilladas si actúan según sus mandatos. Cuando los fiscales y jueces se paralizan en vez de lograr administrar justicia, cuando los altos funcionarios miran para otro lado, promueven la impunidad y se concentran en sus intereses particulares, muy alejados del bien común. Cuando se persigue a los defensores del orden institucional en vez de enaltecerlos. En síntesis, cuando se dan estas señales, el país corre el riesgo de convertirse en una gran zona liberada, a lo largo y ancho del territorio, de desintegrarse como nación, de convertirse en un estado fallido atractivo para el crimen organizado y grupos desestabilizadores, en el que impera el caos y se institucionaliza la depredación.
Depende de nosotros los ciudadanos reclamar una vez más a las autoridades que se cumpla con la ley y se preserve el Estado de derecho.