El jueves por la noche, estaba por terminar la sesión del Senado donde se trataba la reforma judicial, cuando la presidenta del cuerpo, Cristina Fernández de Kirchner, le dio uso de la palabra a la senadora María Sacnun, que habló durante diez minutos sobre todas las reformas que se habían introducido al proyecto mientras los senadores discutían otra cosa. El opositor Martín Lousteau marcó el contrasentido: les habían hecho debatir una ley distinta a la que iban a votar. Como en los tiempos en que era comandado por Miguel Ángel Pichetto, el peronismo hizo valer su mayoría. No le dio bolilla a Lousteau ni a nadie y aprobó algo que ni siquiera conocían en detalle, como tantas otras veces, los mismos senadores que levantaban la mano a favor. Era una orden. Así son –siguen siendo, a pesar de todo- las cosas en algunas familias.
Reformar la Justicia es un hecho delicadísimo para cualquier democracia, porque el Poder Judicial es el único que no surge directamente del voto de los ciudadanos, y por lo tanto, su independencia compensa eventuales abusos de los poderes surgidos de mayorías electorales circunstanciales. De una elección puede surgir un Presidente que controle las dos cámaras del Congreso, pero no podrá actuar sin límites porque hay una instancia, cuyo poder tiene un origen distinto al suyo, que podrá revisar sus actos o, incluso, juzgarlo si comete un delito. Por eso, cualquier propuesta de reforma debería ser extremadamente cuidadosa de alejar cualquier sospecha de intento de copamiento y, en lo posible, agotar los esfuerzos para lograr mayorías de tal manera que exprese a toda la población.
En este caso, sucedieron una serie de hechos que sugieren cierto desprecio a ese necesario cuidado. El primero de esos hechos es el momento. Cada noche, el mismo gobierno informa que más de 200 argentinos han muerto por el coronavirus. En las últimas semanas, la Argentina es uno de los cinco países con más fallecidos en relación al tamaño de su población. La economía atraviesa una de sus peores crisis, lo que es mucho decir. Durante cinco meses, el gobierno nacional le pidió, con razón, a la población que establezca un rígido orden de prioridades donde la salud estuviera por encima de su propia subsistencia económica, o de las visitas entre abuelos y nietos, o incluso de la asistencia de los niños a la escuela.
Mientras tanto, de repente, es el propio Gobierno el que cambia el orden de prioridades y lo pone patas para arriba al promover un debate sobre una ambiciosa reforma del Poder Judicial. Entonces, ¿cada cual debe establecer su propio orden de prioridades o había uno que era indiscutible? Hay un evidente desacople entre las angustiantes preocupaciones sanitarias y económicas que atraviesan a toda la sociedad y el proyecto que intentan imponer en tiempo récord. ¿Qué cosa extraña está discutiendo esa gente?, se podrá preguntar cualquier persona sensata, ajena a las pasiones políticas de la militancia.
Dado lo delicado del momento, sería necesario una explicación creíble para tanto apuro. “Los que se oponen es porque quieren dejar la Justicia como está”, dijo el presidente Alberto Fernández. Es un argumento, como mínimo, muy poco elaborado porque obliga a aprobar a ciegas cualquier reforma que a su Gobierno se le ocurra. Es cierto que en su campaña electoral, Alberto Fernández anticipó una reforma del fuero penal federal. Se trata de apenas ocho juzgados de primera instancia que estarían ocupados por personas que, al parecer, no están al nivel requerido. Para reparar ese, el Senado acaba de aprobar un proyecto que crea cientos de cargos entre jueces, fiscales y camaristas y se estableció una comisión para reformar además la Corte Suprema, el Ministerio Público y el Consejo de la Magistratura. El nivel de imprecisión del oficialismo acerca del costo fiscal de todo esto es llamativo. Tampoco nadie explicó por qué se aumentan las atribuciones del fuero penal económico, tan sospechoso de irregularidades como el federal, que se propone reformar.
A primera vista, pareciera que se utiliza la existencia de un problema real para justificar la creación de una numerosa cantidad de juzgados. Otra vez: semejante poder de designación de jueces podría surgir de acuerdos con la oposición y de mecanismos y herramientas muy estudiados que alejen los fantasmas. Pero los senadores opositores ni se pudieron enterar de lo que se estaba votando. Se votó como una arremetida. No hubo tiempo de nada. Era demasiado urgente todo.
Hay un hecho aún más delicado aún. Algunos de los actores clave en la aprobación de esta reforma –la vicepresidenta Cristina Kirchner, por ejemplo— formaron parte de un gobierno integrado por personas que hoy están condenadas o procesadas por la misma justicia que se pretende reformar a velocidad del rayo. Cristina Kirchner está procesada. Su ministro de Planificación fue condenado por la tragedia de Once. Así sucedió también con dos de sus tres secretarios de Transporte. Su vicepresidente también está condenado por hechos de corrupción. Su secretario de Obras Públicas está detenido por el escándalo del revoleo de bolsos. El principal socio comercial de la familia Kirchner, el constructor de la bóveda donde reposan los restos del ex presidente Nestor Kirchner, está a punto de ser condenado. Cualquier observador neutral percibiría con extrañeza el rol de juez y parte que tienen algunos de los reformadores.
Esas mismas personas no han sido, a lo largo de sus carreras, demasiado respetuosos de la independencia del Poder Judicial. En 2012, un juez decidió allanar la vivienda del vicepresidente Amado Boudou, quien respondió con un alegato muy agresivo, después del cual le quitaron la causa al juez natural y obligaron a renunciar al procurador general de la Nación. Figuras muy diferentes entre sí, como el ex juez de la Corte Carlos Fayt y el fiscal Alberto Nisman, fueron objeto del escarnio público, el último aún después de muerto. Ante la primera indagatoria, Cristina Kirchner convocó a tribunales a miles de personas que insultaban al juez de la causa.
Si se junta todo eso –una reforma que se explica como solución a un problema que no intenta solucionar, que le podría dar un poder enorme a quienes la impulsan, que se discute en un momento dramático para el país, cuando la gente está angustiada por otros motivos mucho más serios y urgente, que se aprueba en tiempo récord sin compartir con la oposición ni siquiera el contenido de lo que se está votando, que es impulsada por personas que tienen, ellas mismas, problema serios con la Justicia-, ¿qué se supone que estará viendo la sociedad sobre la manera en que actúa su clase dirigente? ¿Cómo evaluará el ciudadano común los valores de las personas que gobiernan la Argentina?
Es cierto que nadie es inocente respecto de las cosas que pasaron con los jueces en estas últimas décadas. Durante los cuatro años de Mauricio Macri, se produjeron detenciones de opositores sin condena previa, y algunos de ellos durante períodos electorales. En esos procesos se difundían las fotografía de los reos, esposados y en pijama, para algarabía de quienes hoy se oponen a la reforma. Se difundieron escuchas de conversaciones privadas y se dispuso que, con cobertura judicial, agentes de inteligencia espiaran a periodistas y opositores.
Todo este panorama podría corregirse si los principales actores asumieran que casi nadie está limpio y que todo se repara con un proceso inteligente, paulatino, moderado de diálogo, consenso y promoción de las personas adecuadas para los puestos donde se decide la vida de la gente. Es tan importante la tarea que, con suerte, solo se puede llevar a cabo con paciencia e inteligencia. Sin embargo, el Poder Ejecutivo decidió otro camino: se vota en tiempos durísimos, a velocidad crucero, con métodos oscuros y con actuación preponderante de personas con problemas serios con el poder que intentan reformar.
Esta reforma es más moderada, de todos modos, respecto a aquella que propuso Cristina Kirchner antes del 2015, y que reivindicó esta misma semana. Lo que pretendía por entonces era que los jueces fueran elegidos directamente a través de candidaturas que figurarían a la cola de las listas partidarias. El proyecto de Cristina tenía dos problemas. Uno, que era inconstitucional, y por eso no pasó el filtro de la Corte. El segundo era de cálculo político: si se hubiera aprobado, en 2015 y 2017 el macrismo podría haber inundado de cuadros propios el Poder Judicial. El 40 por ciento de la Justicia sería hoy macrista.
En aquel momento, se unió lo inútil a lo desagradable. Cristina les regaló a sus opositores un proyecto que convencía a todo el mundo de que ella quería copar la Justicia, pero que, además, jamás se hubiera puesto en marcha.
El ser humano suele tropezar cien veces con la misma piedra.
La historia está a punto de repetirse.