No es cuestión de hacer terapia de grupo con mis lectores pero confieso que crujo por dentro cuando constato la criminal capacidad de humanos por haber aceptado el espanto de la esclavitud. Hasta Aristóleles sostuvo sin avergonzarse que unas personas nacían para mandar y otras para obedecer.
En mi biblioteca siempre tuve retratos de mis amigos, muchos de los cuales no conocí personalmente pero, como escribía Leonard Read, la amistad profunda requiere coincidencia de valores y no necesariamente coincidencia en la contemporaneidad. En primera línea aparece el rostro del gran Frederick Douglass (circa 1818-1895) enmarcado con el necesario esmero.
Tengo delante de mí dos libros sobre este personaje, uno de Timothy Sandefur titulado Frederick Douglass. Self-Made Man y el otro que contiene tres autobiografías decimonónicas de Douglass ponderadas por escritores de fuste por su notable prosa y editadas en forma conjunta en New York por The Library of America, en 1994. Fue esclavo, pudo escapar de ese tormento y fue uno de los más claros y persistentes oradores y escritores del abolicionismo y la sociedad libre. Contaba con una muy nutrida biblioteca, algunos de sus libros en alemán -un idioma que había aprendido con gran esfuerzo y constancia-, buen violinista y muy compenetrado con los principios de los padres fundadores en cuanto a sus nociones del derecho, el sistema republicano y el federalismo. En su discurso titulado “¿Qué significa el cuatro de julio para la esclavitud?” sentenció: “Los padres fundadores eran hombres de paz pero preferían la revolución a la sumisión, eran hombres tranquilos pero no dudaban en la agitación frente a la opresión. Creían en el orden pero no en el orden de la tiranía”. Todo esto a pesar de la fenomenal inconsistencia que algunos tenían esclavos, pero sus principios llevados a la práctica convertían en absolutamente insostenible la esclavitud.
Las cacerías humanas en África, muchas veces con la complicidad de los propios negros, el transporte de esclavos en las roñosas bodegas de los barcos negreros donde iban encadenados unos a otros, vomitándose encima en medio de las ratas y las pestes, todo para ser vendidos -si llegaban a destino con vida- en países considerados civilizados y luego usados y abusados como “herramientas parlantes”. No se comprende estas ignominias, este cachetazo más brutal e inmisericorde a la dignidad y al mínimo respeto.
Frederick Douglass nació con otro nombre en Maryland en fecha desconocida (“no conocí un esclavo que supiera cuando era su cumpleaños” nos dice el personaje del presente relato), de padre blanco y madre esclava de quien “destetaron” cual animal de muy niño. Durante un tiempo ella se desplazaba a pie a través de muchos kilómetros para verlo un ratito a su hijo de noche y poder volver extenuada para iniciar sus labores forzadas en los campos y así evitar los latigazos como pena por el retraso. No lo dejaron verla cuando estaba enferma ni estar con ella cuando murió tempranamente.
Son indecibles las mil y una peripecias por las que pasó Federick Douglass (apellido que el mismo se puso mucho después como homenaje a uno de los personajes de una novela de Walter Scott, agregándose una s adicional). Nadie puede contener las lágrimas al leer los padecimientos increíbles que tuvo que absorber como esclavo, al límite de perder la razón.
Tuvo, sin embargo, la dicha (por llamarla de alguna manera) de que la mujer de uno de sus “amos” le enseñara los primeros pasos de la lectura, hasta que el sátrapa descubrió el hecho y prohibió la continuación del aprendizaje puesto que sostuvo que “lo único que un esclavo debe saber es la voluntad de su dueño”. En la más absoluta clandestinidad continuó con las tareas de lectura y aprendió a escribir merced a un librito de gramática de Webster que le obsequió otro esclavo y luego con libros prestados.
Repudió de la forma más vehemente la posición adoptada por las iglesias del momento en cuanto a las enfáticas adhesiones de sus representantes a la esclavitud, lo cual lo hizo perder su fe en Dios. Veía a sus explotadores salir del templo del brazo de los predicadores. Mucho después recuperó sus creencias debido a un pastor metodista “excepcional” que mantenía una postura coherente con la religión.
Vale la digresión para decir que como le señaló el referido pastor, cultivar la religatio consiste en conectar la relación con Dios como la primera causa, puesto que si las causas que nos dieron origen fueran en regresión al infinito querría decir que no podríamos estar aquí ahora puesto que nunca habrían comenzado las causas que permitieron nuestra existencia. Se trata de nuestro esfuerzo por la autoperfección, es decir, nuestra faena por acercarnos al ser perfecto y el sentido de trascender lo meramente material y circunstancial como seres dotados de psique para poder pensar, argumentar, elaborar juicios independientes de los nexos causales inherentes a la materia, la posibilidad de autoconocimiento, distinguir proposiciones verdaderas y de las falsas y tener ideas autogeneradas, a diferencia de una máquina o un loro. Esta concepción espiritual de la religiosidad y la dignidad del ser humano dista mucho de acatar barrabasadas de predicadores irresponsables que mutilan gravemente el respeto irrestricto a través de la condena a diversas manifestaciones de la sociedad abierta y, por otra parte, el Big-Bang alude a lo contingente mientras que la primera causa remite a lo necesario.
El 3 de septiembre de 1838 Douglass logró finalmente fugarse y a partir de entonces a través de infinitas vicisitudes adicionales y marchas y contramarchas logra tomar contacto con otros abolicionistas (muy especialmente con el célebre William Lloyd Garrison). Posteriormente viaja a Inglaterra, intima con los liberales John Bright y Richard Cobden, se hace miembro del “Free Trade Club” y comienza a pronunciar conferencias sobre distintos aspectos de la libertad, los derechos civiles y la igualdad ante la ley, en Irlanda, Escocia y luego en Canadá y Estados Unidos (principalmente en New York, Michigan y Winsconsin), no sin riesgos y, en más de una oportunidad, absorbiendo palizas por parte de la audiencia y en medio de escaramuzas de tenor diverso.
Se casó y fundó una familia que volvió a renovar cuando murió su mujer, esta vez casándose con una blanca que lo acompañó hasta el final de sus días. Fundó sucesivamente dos revistas: North Star y Douglass Monthly y los conoce a Ralph Waldo Emerson y a Henry David Thoreau, quienes también influyen en su pensamiento junto con Harriet B. Stowe, la célebre autora de La cabaña del Tio Tom.
Las antedichas tres autobiografías que escribe Douglass en distintos momentos de su vida constituyen un grito de liberación del espíritu humano y un canto a la notable potencia que surge de la voluntad de hierro y el carácter indomable de una persona oprimida que no se resigna a esa condición.
No soy propenso a utilizar la palabra “héroe” porque es una expresión que ha sido muy bastardeada (generalmente para hacer referencia a quienes ponen palos en la rueda para la convivencia civilizada y agreden a otros), pero esta vez la empleo porque considero que estamos frente a un verdadero héroe, es decir, “una persona que ha realizado una hazaña admirable para la que se requiere mucho valor”.
Pudo triunfar en sus propósitos merced a su perseverancia y su decisión inconmovible de salir de las situaciones más espantosas y aterradoras que puedan concebirse. Por eso resulta una afrenta a los pobres el sostener que son propensos a la criminalidad. Esto constituye un insulto a nuestros ancestros ya que todos, sin excepción, provenimos de situaciones miserables (aún que no necesariamente de la condición de esclavos). Entre millonarios se suceden crímenes horrendos, no hay más que constatar los brutales asesinatos perpetrados por las mafias de las drogas, en cuyo caso, tal como documenté en mi libro sobre el tema, el asunto no es de patrimonios sino de valores morales.
Y, dicho sea de paso, aquellos valores morales enfatizados una y otra vez por Douglass no son fruto de la invención ni del diseño humano sino que están en la naturaleza de las cosas. Taylor Caldwell abre su libro sobre Cicerón son un epígrafe de este notable tribuno quien consigna lo siguiente sobre el poder político: “Divorciado de la Ley eterna e inmutable de Dios, establecida mucho antes de la fundición de los soles, el poder del hombre es perverso, no importa con que nobles palabras sea empleado o los motivos aducidos cuando se imponga”.
De un tiempo a esta parte, tal vez como consecuencia de los galimatías del political correctness, se ha puesto de moda aludir a los negros como “afroamericanos” como si esta denominación los diferenciara del resto de sus congéneres de todo el continente americano de Alaska a Tierra del Fuego. Antes hemos recordado el hecho de que todos los humanos provenimos de África en un largo y antiquísimo peregrinar. Entre muchos otros, Spencer Wells -biólogo molecular egresado de las universidades de Stanford y Oxford- explica el punto con notable maestría en su obra The Journal of Man. A Genetic Odyssey (Princeton University Press), quien también reitera que el término “raza” no tiene ningún significado puesto que los rasgos físicos como la dosis variable de melanina en la epidermis son cambiantes en procesos evolutivos en una dirección u otra según el también cambiante lugar geográfico en que se ubica la persona y sus descendientes (y no se diga la estupidez de “la comunidad de sangre” ya que están presentes cuatro grupos sanguíneos en toda poblaciones del planeta). Incluso en el caso de los judíos muchas veces no se percibe que se trata de una religión o de ancestros que la practicaban (por ello no resulta preciso aludir a mentes criminales como “antisemitas” cuando, como bien se ha dicho, en verdad se trata de judeofóbicas). De cualquier modo, catalogar moral o intelectualmente a una persona por sus circunstanciales rasgos faciales es tan torpe, inútil e irrelevante como clasificarlos por la medida de su calzado, el espesor de sus uñas o su altura.
Federick Douglass es el caso desgarrador de una persona de una ejemplar integridad moral que esperemos sirva para iluminar a muchos que habiendo tenido la bendición de nacer libres, abdican de sus responsabilidades por mantener los indispensables espacios de libertad y se entregan encadenados al gobernante como esclavos sumisos y genuflexos, indignos de ser tratados como humanos.
El personaje de esta columna se oponía tenazmente a las asociaciones sindicales basadas en cualquier forma de compulsión legislativa. Andy Stern, el dirigente sindical del SEIU, uno de los gremios más potentes (de donde Obama obtuvo uno de los mayores apoyos financieros en su campaña electoral) describe muy bien sus inclinaciones: “Nosotros proponemos trabajar con el poder de la persuasión, pero si eso no da resultado hay que usar la persuasión del poder”. Douglass dictó seminarios con un estilo oratorio riguroso en sus conceptos y fogoso en sus modos en muy diversas tribunas -como queda dicho en su país y en el exterior- sobre los abusos de sindicatos autoritarios, sobre la relevancia de la propiedad privada, sobre la importancia del comercio internacional libre, sobre la trascendencia de contar con una moneda sana y sobre los basamentos morales de una sociedad libre.
Para terminar, pongamos en un contexto más amplio la sentencia de Tucídides: “Estén convencidos de que para ser feliz hay que ser libre y para ser libre se requiere coraje” y, salvando las distancias temporales y de conducta, el guitarrista y compositor de música rock James Hendrix ha escrito: “Cuando el poder del amor derrote al amor por el poder, el mundo encontrará paz”.
El autor es Doctor en Economía y también Doctor en Ciencias de Dirección, preside la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.