La política del miedo

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Eduardo Duhalde, ex senador a cargo de la Presidencia de la Nación, también recurre al miedo como instrumento político
Eduardo Duhalde, ex senador a cargo de la Presidencia de la Nación, también recurre al miedo como instrumento político

En el arte mayor de encontrar obediencia, los gobiernos han ensayado múltiples y diversas tácticas y estrategias. Pero una de las más utilizadas ha sido la de echar mano al miedo para lograr la “unidad en el espanto” -para decirlo borgianamente, ya que estamos en su aniversario-. Esa legitimidad “gótica” -que en las agujas empinadas de sus iglesias y catedrales expresaba estéticamente ese temor que buscaba infundir-. También denominada “legitimidad bárbara” por sus opositores, introducida por los invasores del Imperio Romano, que en su dominio utilizaron el miedo como instrumento de sujeción.

Thomas Hobbes fue quien, con las guerras religiosas a la vista, formuló la forma más efectiva para que ese miedo de las personas a las otras personas se convirtiera en una solución política y así la vida dejara de ser “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”, como definió en su Leviathan al Estado de Naturaleza donde el “hombre era el lobo del hombre”. Se trataba de que todos acordaran en cederle sus armas al Estado soberano, para que ese monopolio permitiera la existencia de los otros “mercados”, que no podían surgir ante la violencia omnipresente. Claro que esa solución, nos amansaba como lobos, pero a costa de ahora haber generado un león: el Estado Absoluto. Frente a semejante postura, surgieron las legitimaciones liberales, neorepublicanas, democráticas, deliberativas, las cuales, todas ellas, confrontaron al miedo con visiones más positivas, todas tributarias de la idea del consenso.

Lo cierto es que desde hace rato la Argentina está cruzada por mensajes de miedo de aquí y de allá. El más rotundo y brutal, el que se impuso durante meses por el gobierno y puede ser simplificado como “Cuarentena o Muerte”. Cualquier crítica, cualquier sugerencia, cualquier discusión de la versión oficial era contestada desde las usinas oficiales como si el que la manifestaba tuviera una funeraria para hacer negocios.

Al gobierno se le advirtió que dada la obvia inefectividad que iba a tener una cuarentena estricta (por la idiosincrasia social, las limitadas capacidades del Estado argentino y las debilidades propias de la gestión) era necesario complementarla con una vigorosa detección, rastreo y aislamiento de los contagiados que aún presentaban un número manejable, más un apelo a la responsabilidad. La conveniencia política para un presidente débil como Alberto Fernández de tener a una sociedad con sus poderes fácticos enclaustrados fue disimulada detrás de las graves palabras de un consejo de infectólogos que a la postre sirvió para justificarlo todo.

Ahora, esos científicos oficialistas hacen caso omiso de lo que ellos mismos manifestaban apenas meses atrás. Aprender, corregirse en sus errores es parte del proceso científico. Lo que estuvo mal desde el comienzo fue erigirse como los poseedores de una verdad revelada sobre un virus del que todavía se sabe poco. De todas maneras, el desdecirse sin ruborizarse es un ejemplo que cunde desde arriba. Al fin de cuentas el presidente se tiene a él mismo en el pasado como su más enconado crítico de las cosas que ahora hace y avala.

En la política del miedo estas incongruencias quedan como detalles sin importancia. Todo pasa por generar miedo a la pandemia, miedo a romper con la cuarentena, miedo a los que sugerían otros rumbos, miedo a los opositores, miedo al ex presidente Macri -que según el actual presidente le sugirió la muerte de miles de argentinos no se sabe por qué-, miedo al retorno del “neo liberalismo”. O miedo a que prosiga la persecución del lawfare a funcionarios y empresarios, según un reciente tweet de la señora vicepresidenta, que sin embargo hace caso omiso a los causales delictivos de dicha “persecución” de la Justicia.

Y entonces, aparece el que siempre aparece, Don Eduardo Duhalde, ex senador a cargo de la Presidencia de la Nación, quien recurre también al miedo como instrumento político. Cosas quizás de la idiosincrasia peronista de entender a la política como una cuestión de amigo/enemigo, y que por lo tanto, utiliza al temor frente al avance del “otro” para reclamar validez y autoridad a sus afirmaciones.

En realidad, el ex senador-presidente tuvo a una sola persona como su destinatario, el presidente Alberto Fernández, a quien le advirtió las consecuencias que podía enfrentar de proseguir plegándose a los designios de la vicepresidenta. En un punto, se trata de una discusión sobre la paternidad o maternidad sobre Alberto Fernández, agitando la posibilidad hoy fantástica de un golpe de Estado militar y el miedo a que no se puedan realizar las elecciones del año que viene. Augurios tremenbundos recostados, sin embargo, en la posibilidad muy cierta de que la situación pueda empeorar cada vez más ante un presidente sin proyecto propio, y el solapado proyecto de radicalización del populismo de la vicepresidenta (que como Napoleón decía de los Borbones, “no ha aprendido ni olvidado nada”).

La misma brutalidad de la intervención de Duhalde levantó tanta polvareda que el mensaje concreto de la necesidad de un consenso amplio quedó destruido por la misma bomba en la que fue escrito. La cuestión no era solamente que Alberto Fernández había abandonado su intención de reparar el maltrecho Consenso del Nunca Más del ’83, sino que directamente Duhalde lo daba por terminado y por eso era posible un retorno a 1976. Afortunadamente, ese Consenso del Nunca Más sigue vigente, y los militares argentinos hoy son los primeros en apoyarlo. Lo cual no quita que persista un problema que ha exhibido el peronismo cuando su conducción se encuentra en disputa: la interna feroz que se desata entre las facciones en pugna siempre se traslada a la sociedad en su conjunto. Conflicto que el tiempo del coronavirus, lejos de moderar, parece estar exacerbando.

El autor es analista político y profesor titular de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires. El texto es parte del informe “Calíbar el Rastreador”

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