La pesadilla que comenzó al final del verano va para seis interminables meses, y aun no tiene final claro a la vista. Septiembre nos encuentra con un lento pero incesante aumento de casos diarios por coronavirus, y estamos llegando al punto donde una de cada tres muertes diarias en las zonas más afectadas del país se debe a COVID-19. Venimos diciendo que necesitamos una nueva estrategia porque la cuarentena dio todo cuanto podía; además, los efectos sociales de la pandemia empeoran, y el interior del país se fragmenta en variedad de medidas provinciales aisladas de dudosa efectividad.
La cuestión de los testeos naufraga; niveles extremos de positividad, demoras en los resultados, y un muy limitado rastreo de contactos dejan en claro que el virus lleva amplia delantera. Todos los picos y valles que, con bastante poco sustento se fueron profiriendo, se estrellaron contra un nuevo récord cada semana. Hoy, más allá de la esperanza de cada uno, nada permite vaticinar un septiembre mejor que agosto u octubre; conclusión, no hay plan “B”.
Concomitantemente se hunde la economía de las familias que, como el propio Presidente ha dicho, por necesidad abandonaron hace meses la cuarentena. Y aun en el hipotético caso que alguna o varias de las vacunas llegara a funcionar, no produzca efectos adversos serios, y países como el nuestro puedan (esta vez sí) montar la logística requerida a gran escala para administrarla, todavía faltarán otros tantos agónicos meses de batalla hasta superar la crisis y después, reconstruir.
Parecería que se ha optado por patear la pelota hacia adelante y apelar a la “responsabilidad individual” hasta que todo pase. Pero hablamos de un lapso que, de no mediar cambios, es demasiado largo y hará palidecer lo ya transcurrido. Porque las proyecciones internacionales sobre nuestro país, esas sí son preocupantes. Los rebrotes tras el relajamiento del distanciamiento social en los sitios previamente más golpeados de Europa sugieren que la mayor parte de la población es susceptible al virus, y que éste sigue ahí. Además, la frecuencia con que aparecen efectos de mediano plazo en gente joven obligaron a revisar el impacto de la pandemia en este grupo. Y no tenemos argumentos para suponer que en la Argentina será distinto; el virus no se irá solo, tiene efectos considerables sobre la salud, y nos obliga a actuar siempre de manera urgente.
Poner la situación en caja desde lo sanitario es extremadamente más complejo hoy que hace algunos días atrás; pero es urgente si pretendemos cumplir el irrenunciable objetivo de salvar vidas. El imperativo inicial es reducir los contagios y para ello contamos con cinco acciones científicamente respaldadas: universalidad de barbijos de la mejor calidad posible, protección extrema del personal de salud, distanciamiento social, cordón sanitario entre zonas con diferente prevalencia de casos, y un programa de testeos masivos con trazabilidad y aislamiento sectorizados. Las cinco medidas tienen niveles distintos de eficacia, impacto social, y exigencia logística. Pero cada una de ellas es útil y se puede usar en combinación con las demás de manera tal que se puedan cumplir, y que permitan avanzar con otros dos objetivos indispensables: que todos podamos volver a trabajar y que los chicos retomen un nivel de escolaridad adecuado. Porque si los efectos de la situación actual sobre nuestra salud mental son graves, sobre la economía están siendo dramáticos; y en educación, lo que se vive es una auténtica calamidad.
Reconocida la situación viene el segundo paso: un plan unificado, integral, ordenado, y proactivo para liberar la mayor parte del territorio argentino de circulación viral y normalizar cuanto más se pueda la vida común, cuanto antes. Hemos sugerido poner al frente de la crisis un gabinete multidisciplinario orientado a la logística, crear una organización nacional para el manejo epidemiológico y la búsqueda activa de los focos de contagio, potenciar una estrategia latinoamericana de cooperación urgente y desarrollar herramientas tecnológicas a gran escala. La discusión deberá centrarse en cómo mejorar lo actuado, e innovar para retomar la delantera perdida.
Si no cambiamos de mentalidad por propia iniciativa, entonces se encargará la pandemia. El virus nos volverá locos a todos; y los desafíos inéditos que tendremos que enfrentar el día después de mañana en nuestro país, con un mundo que asiste a su transformación más grande desde el final de la Guerra Fría, y con todo el enorme impacto social de lo vivido a cuestas, nos encontrará muy mal posicionados. Cambiemos de mentalidad entonces; septiembre no traerá una verdadera primavera si no nos encuentra más sabios y orientados que antes.
El autor es doctor en Medicina, ex titular del PAMI