La semana pasada, el Presidente de la Nación anunció la creación de un Consejo Consultivo para “repensar el funcionamiento” de la Justicia argentina. Este Consejo actuará con “plena autonomía y libertad” para “elevar propuestas concretas” que, se esperanzó el Presidente, serán “las piedras basales del nuevo sistema judicial argentino”.
La oposición no asistió a la Casa Rosada, denunciando que semejante Consejo no es más que una puesta en escena para legitimar decisiones ya tomadas. En especial, una: excusado en seguir el consejo de un Consejo, el Presidente podría desdecirse y proponer al Congreso la temida ampliación de la Corte Suprema. Este Consejo, al parecer, derramaría una pátina de legitimidad académica sobre un proyecto de otro modo indefendible. Así, las críticas se han dirigido a una supuesta falta de pluralidad e independencia de este grupo.
Quiero sugerir, sin embargo, que concentrarse en qué tan expertos son los expertos desvía la atención de un punto fundamental. Las “piedras basales” de la reforma de nuestra Justicia no pueden ser las inquietudes de un grupo de académicos, sino acuerdos políticos profundos. No es una cuestión neutral sobre la que podamos llamar a un técnico como si se nos hubiera roto el lavarropas. Se parece más, en todo caso, a elegir la casa en la que queremos vivir: ningún arquitecto nos va a decir si vamos a ser más felices con un patio más grande o viviendo más cerca del centro, ni nadie consideraría racional a quien delegara en él esta decisión.
Tomémonos en serio la idea de un Consejo asesor totalmente independiente para diagnosticar problemas y proponer políticas de gran calibre. Imaginemos, por ejemplo, que ante la presión por hacer algo con respecto a la cuestión del aborto, el Presidente convocase a una comisión de expertos plural, con paridad de género y diversidad de trayectorias, con algunos verdes, algunos celestes y algunos indefinidos, y les pidiera, sin otra instrucción, elaborar un proyecto para enviar al Congreso (que, según delibere la comisión, podrá terminar liberalizando el aborto o penalizándolo más severamente). Se les garantizaría, por supuesto, la mayor independencia en su labor y el respeto a las opiniones disidentes. Creo que tanto verdes como celestes estarían de acuerdo en que muchas gracias, pero para hacer esto era mejor no hacer nada.
Algunos considerarán este ejemplo ridículo. La discusión sobre aborto involucra conflictos valorativos profundos, acaso irresolubles. Nada de esto pasa en la discusión sobre el servicio de Justicia. A fin de cuentas, todos queremos una justicia más eficiente, honesta e independiente. Cuando hay acuerdo en los fines, ¿no es lo mejor que los expertos nos acerquen los medios?
Tal vez. El Presidente, sin embargo, ha hecho exactamente lo contrario. Sobre los puntos en los que hay amplio acuerdo político (como purgar a la Justicia Federal de la injerencia de los servicios de inteligencia, o transferir la justicia ordinaria a la Ciudad de Buenos Aires) no se convocó a una comisión, sino que directamente se envió un proyecto ya terminado al Congreso. No sabemos qué opinan los expertos sobre estos proyectos.
El Consejo, por el contrario, deberá expedirse sobre los asuntos más cargados ideológicamente, como la conformación de la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura, los procedimientos de nombramiento y remoción de jueces o el establecimiento del juicio por jurados. Aquí no hay acuerdos profundos a la espera de técnicos diligentes que los bajen a la letra chica de la ley, sino opciones muy distintas que dependen de visiones integrales del Poder Judicial y de su rol en una sociedad democrática. De hecho, las razones por las que distintos sectores de la sociedad deploran el funcionamiento de la Justicia son bien diversas. Para algunos, se deja marcar la agenda por los medios de comunicación; para otros, por los funcionarios de turno. Para algunos, es demasiado punitivista con los sectores más desaventajados de la sociedad; para otros, lo es demasiado poco.
Estas diferencias en el diagnóstico se reflejarán en diferencias en el remedio. La manida cuestión de la Corte Suprema provee un ejemplo claro entre muchos. Algunos privilegiarían una Corte Suprema dotada de un gran carisma institucional, que resuelva unos pocos casos de alta relevancia, y con capital político suficiente para oponerse al Poder Ejecutivo y al Congreso. Otros ponen el énfasis en ampliar el acceso a la Corte, garantizando a muchos más ciudadanos el derecho a ser oídos por ella -aun al costo de aumentar sospechosamente su número de miembros y entorpecer su rol como cabeza del Poder Judicial de la Nación. Un tercer grupo sostendrá que mejor Corte conocida que Corte por conocer, y que ni la reforma mejor intencionada evitará erosionar una legitimidad institucional que no sobra.
Ninguna de estas posiciones es una caricatura ni una hipótesis de laboratorio. Estamos hablando de decisiones institucionales complejas y en muchos casos dilemáticas, sobre las que los propios miembros del Consejo han expresado desacuerdos. Nuestra opinión sobre estas cuestiones dependerá de cuestiones valorativas profundas: cuál es el rol del derecho en nuestras vidas, cuál es el papel de los jueces en nuestra democracia. No son expertos quienes tienen que ilustrarnos sobre estas cuestiones, sino que es la política la que debe involucrar a toda la sociedad en este debate (tal vez, valga decirlo, en un momento más propicio para debates de largo plazo que una emergencia sin precedentes).
Volvamos a la pregunta inicial. ¿Es el Consejo de expertos una pantalla para legitimar una voluntad presidencial ya formada? Difícil saberlo. Lo que sugiero es que la voluntad política, si es de buena fe, no tiene nada de vergonzante. Una reforma judicial exitosa dependerá de acuerdos políticos contundentes previos a la participación de cualquier grupo de expertos. Una vez logrados esos acuerdos, los expertos serán de una ayuda invaluable para ejecutar dicha voluntad con precisión. Si la política, por el contrario, no logra estos acuerdos, la experticia de ningún Consejo logrará legitimar una reforma ante los ojos de una ciudadanía que ya ha visto con escepticismo el destino de tantas promesas de refundación institucional.
*Abogado (UBA). Magíster y doctorando en Derecho (Yale).