Desde la llegada del Sars-CoV-2 a Occidente, los individuos hemos sido utilizados como personajes de reparto en un experimento social jamás probado, que entra en conflicto con todos los valores esenciales a nuestra naturaleza y a los logros de las sociedades democráticas. Los modelos computacionales demostraron con tanta seguridad que las tácticas de la guerra contra el virus impulsadas por las elites políticas funcionarían -represión, aislamiento obligatorio, bloqueos-, que la libertad de circulación, de asociación y los derechos humanos fueron condenados. Estos dogmas bélicos han seguido desarrollándose de maneras cada vez más extrañas, prohibiendo el funcionamiento de iglesias, bares y restaurantes, ordenando el cierre de fronteras e incluso afirmando que los coros, los instrumentos de viento y el órgano propagan enfermedades. La devastación en la comunidad artística, turística, gastronómica, de la entretención en general es palpable, pero no para ahí: las regulaciones sobre ascensores, por poner un pequeño ejemplo, harán que los rascacielos sean inútiles.
Sin embargo, a pesar de las obvias consecuencias catastróficas y antinaturales de estas medidas, no se permitió a nadie opinar en contra o poner en práctica una estrategia distinta contra el virus. La retórica mediática no permitió una sola voz disidente, pese a que los valores que estaban en juego eran tan esenciales como la vida misma; ni siquiera fue posible cuestionar el modelo original del Imperial College que reclamaba los bloqueos masivos de gran parte del globo cuando su propio creador fue encontrado in fraganti a poco comenzar la cuarentena en ocasión de la visita a una amiga íntima.
El mejor ejemplo de esta cancelación de opiniones fue Suecia. A diferencia de la mayoría de las naciones del mundo, evitó un bloqueo duro, optando por una estrategia que buscaba alentar el distanciamiento social a través de la información pública, la cooperación y la responsabilidad individual, pero sin cerrar fronteras y permitiendo que restaurantes, gimnasios, piscinas públicas, centros comerciales, bibliotecas y la mayoría de las escuelas permanecieron abiertas. La decisión de Suecia de renunciar a los confinamientos representó la única opción democrática y republicana que no fue un “experimento”, como se lo llamó, sino exactamente lo contrario, y sin embargo trajo consigo un aluvión de escrutinios y críticas que no se derivó tanto de sus resultados sino de su naturaleza, lo que pone de manifiesto que el problema era pensar distinto.
Por otra parte, Suecia debería ser el único país en donde se ajustan los resultados previstos por los modelos; después de todo fue allí donde no se aplicaron las medidas de confinamiento recetadas. Sin embargo, los modelos también fallaron para Suecia. El total de muertes por COVID-19 es de 5.700, casi 90.000 menos de lo que pronosticaron los modelistas; los hospitales nunca colapsaron, las muertes se han reducido lentamente y la agencia de salud informa que no hay nuevas admisiones en la UCI. Los modeladores no solo estaban equivocados; no estuvieron ni remotamente cerca. En contraste, existen numerosos ejemplos de naciones y de estados de EE.UU., como es el caso de New York, que han sufrido mucho más de COVID-19 que Suecia, a pesar de que impusieron muy duros confinamientos por largas semanas.
Visto todo esto, es lógico preguntarse qué pasaría si todo este paradigma de bloqueos estuviera equivocado. Después de todo, ningún libro sobre biología celular y molecular que se conozca menciona confinamientos y ocultamientos como formas de vencer a un virus. “Para la mayoría de los virus que atacan a los humanos”, dice el Cell and Molecular Biology for Dummies, “sus únicas defensas son la prevención y sus propios sistemas inmunológicos”, sin mencionar nada sobre el poder político para aplastar un virus. De allí que no sea extraño que el análisis estadístico más completo y global realizado hasta el momento sobre esta pandemia concluya que “el cierre rápido de fronteras, los confinamientos y las pruebas generalizadas no se asociaron con la mortalidad por COVID-19 por millón de personas”, lo que significa que no hay evidencia de que estas medidas hayan salvado vidas.
Si nos mantenemos en el actual camino de escondernos y de tratar inútilmente de suprimir el virus, terminaremos haciendo que toda la sociedad sea más pobre material como espiritualmente y dando un golpe peligroso a nuestra salud biológica
Hay muchas razones para explicar cómo se equivocaron tanto los expertos, incluido el hecho de que COVID-19 no es tan mortal como temían originalmente. Sin embargo, la respuesta más simple es que los modeladores pasaron por alto una realidad básica y es que los humanos alteran espontáneamente su comportamiento durante las pandemias. Esto no debería ser una sorpresa. Son criaturas inteligentes, instintivas y autoconservadoras que buscarán evitar comportamientos de alto riesgo y la ley natural del orden espontáneo muestra que los humanos naturalmente adaptan su comportamiento cuando las circunstancias lo justifican. En su libro de 1988 The Fatal Conceit, el economista F.A. Hayek describió este proceso como “la faceta menos apreciada de la evolución humana”, a pesar de que la capacidad de adaptación era la definición que usaba Aristóteles para referirse a la inteligencia del humana.
Más allá de los errores de los modelos, hubo otros actores principales en este proceso de silenciamiento de opiniones distintas, notablemente los políticos y los periodistas, que trabajaron para mantener a raya a quien pensara distinto. Pero al menos parte de ellos parece estar recapacitando, según reportara el New York Times la semana pasada al publicar su artículo sobre inmunidad adquirida. “¿Se puede tener Covid-19 por segunda vez? Es muy improbable, dicen los expertos”. Es una pieza precisa que refuta a miles de artículos muy populares que afirman que este virus no tiene precedentes y que es tan letal y misterioso que la única opción es eliminar toda base moral de dignidad humana y tratar a las personas como seres irracionales. “Si bien se sabe poco sobre el coronavirus, apenas siete meses después del inicio de la pandemia, el nuevo virus se está comportando como la mayoría de los demás… Es posible que el coronavirus ataque a la misma persona dos veces, pero es muy poco probable que lo haga en una ventana corta de tiempo o que logre enfermar a la persona por segunda vez… Las personas infectadas con el coronavirus generalmente producen moléculas inmunes llamadas anticuerpos. Varios equipos han informado recientemente que los niveles de estos anticuerpos disminuyen en dos o tres meses, causando cierta consternación. Pero una caída en los anticuerpos es perfectamente normal después de que una infección aguda disminuye, dijo el Dr. Michael Mina, inmunólogo de la Universidad de Harvard”.
Hace meses que estas afirmaciones son dichas por muchos competentes expertos, pero simplemente no se divulgan. Una de estas voces es Sunetra Gupta, la profesora de epidemiología teórica que dirige un equipo de expertos en la Universidad de Oxford. En una reciente entrevista ha ofrecido una tesis fascinante sobre por qué la pandemia de gripe de 1918 fue la última plaga verdaderamente catastrófica que hemos visto en el mundo moderno. Cuando vivíamos en tribus aisladas protegidas de la exposición, las personas se volvían gradualmente más débiles y más vulnerables y aún así eran afectadas por sus propios virus y bacterias. El patógeno equivocado llega en el momento equivocado y las personas no están biológicamente preparadas para ello. Pero con el capitalismo, a partir de la Revolución Industrial, llegó el final de un aislamiento estéril, al permitir nuevos métodos de viajar, moverse y asociarse y, por lo tanto, una mayor exposición a las enfermedades y a los anticuerpos resultantes. No habrían sido las mejores terapias y vacunas las que ayudaron a conquistar algunas plagas, sino las propias inmunidades.
La crisis de la Covid-19 no fue una necesidad objetiva y no sucedió en el vacío. La toma de decisiones a que dio lugar se basó en tendencias preexistentes
“El otro problema interesante es que las personas están tratando esta situación como un desastre externo, como un huracán o un tsunami, como si pudieras cerrar las escotillas y hacerlo desaparecer. Eso simplemente no es correcto. La compensación de los confinamientos es dudosa. Su manifestación más extrema son los millones de personas que serán empujadas por debajo de la línea de pobreza como resultado de este experimento… pero desde otro punto de vista, se están evitando también los actos de bondad. Los jóvenes están aterrorizados, a pesar de que se dan cuenta de que el riesgo para ellos mismos es bajo, de que podrían infectar a un amigo que luego contagiará a sus abuelos. Tenemos que compartir la culpa. Tenemos que compartir la responsabilidad. Y tenemos que asumir ciertos riesgos nosotros mismos para cumplir con nuestras obligaciones y mantener el contrato social. Me gustaría que los políticos le recuerden eso a la gente, porque para eso han sido elegidos: ver que el contrato social se está tramitando correctamente… Creo que no hay nada que hacer excepto recordarle a la gente que aislarse no solo no es ético, sino que está equivocado. Porque en realidad, la única forma en que podemos reducir el riesgo para las personas vulnerables de la población es, para aquellos de nosotros que podemos adquirir inmunidad de rebaño, hacerlo. Es lo mismo que con la gripe. Quizás la forma ética de ver el punto sea que no solo es bueno que los jóvenes salgan y se vuelvan inmunes, sino que ese es casi su deber. Así es como vivimos con otros virus… La gripe es claramente un virus muy peligroso, pero la razón por la que no vemos más muertes por gripe cada año es porque, a través de la inmunidad colectiva, los niveles de infección se mantienen tan bajos como podemos …”
Se podría pensar que la perspectiva de esta profesora de quizás la universidad más prestigiosa del mundo, debería tener cierta influencia sobre los medios y la política. Las consecuencias de lo que dice no es sólo que los bloqueos están mal y que los cierres no tienen sentido, sino que nos están haciendo menos saludables. Los dichos de Gupta ofrecen una nueva y prometedora forma de entender la relación entre el capitalismo moderno y las mejoras dramáticas en la salud humana experimentadas durante el último siglo, así como una lección de ética para quienes creen que ordenar los confinamientos es una medida de bondad divina. Pero también envían una señal de advertencia: si nos mantenemos en el actual camino de escondernos y de tratar inútilmente de suprimir el virus, terminaremos haciendo que toda la sociedad sea más pobre material como espiritualmente y dando un golpe peligroso a nuestra salud biológica.
Por otra parte, el hecho que ella y tantos otros puedan ser silenciados es consecuencia de que la libertad de expresión está siendo atacada por todos lados: por leyes autoritarias que no respetan a las minorías, por un clima de conformidad sofocante y por un poderoso y prevaleciente temor a ser descubierto como un hereje online, en el lugar de trabajo, o incluso entre amigos, por pronunciar un pensamiento disidente. La crisis de la Covid-19 no fue una necesidad objetiva y no sucedió en el vacío. La toma de decisiones a que dio lugar se basó en tendencias preexistentes. La respuesta a este virus, el cierre de la economía, el bloqueo de los ciudadanos y la aplicación del distanciamiento social, pero también notoriamente la cancelación de las opiniones en contra de dichas medidas, fueron todas decisiones tomadas por el hombre sin permitir opinión en contrario. De allí que sea necesario rehacer el caso de defensa de la libertad de expresión, ahora y en el futuro por venir.
*Publicado originalmente en El Líbero